Contenido creado por Gastón Fernández Castro
Cybertario

En el horno

CYBERTARIO

Si tan sólo fuera recordado por liderar el golpe de Estado de 1973, Augusto Pinochet debería ocupar un lugar de privilegio entre los mayores felones de la historia.

Por Gerardo Sotelo

13.12.2006

Lectura: 3'

2006-12-13T00:00:00-03:00
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Con ser grave, la traición al presidente Allende fue sólo una muestra de su indecencia. Una grabación de aquel día negro revela la dimensión de su crueldad. En un diálogo con el responsable del ataque al Palacio de la Moneda, se le consultaba sobre el destino del presidente constitucional, que resistía armado y casi sólo. "Ofrézcale sacarlos del país... pero el avión se cae", remataba Pinochet entre risas.

Pero la felonía fue sólo el comienzo. Lo que siguió fue un baño de sangre que se cobró la vida de miles de chilenos, desatado en nombre de la lucha contra el comunismo. El triunfo de Pinochet sobre el emblemático y caótico gobierno de izquierda lo convertiría en el niño mimado de Estados Unidos, y en el referente de dictadores y extremistas de derecha, a quienes dio mística y logística. Su Plan Cóndor, en efecto, lo mostraría como el gran estratega de la represión en esta región del continente. La transformación económica que se operaría en Chile con su impulso (continuada luego por los sucesivos gobiernos democráticos de centroizquierda), le sirvió para ganarse incluso las simpatías o la tolerancia de algunos "liberales", que tomaron su dictadura como un mal menor. El desprecio de Pinochet por la democracia y la vida humana no necesitan más evidencia que sus crímenes y bravuconadas, pero ¿cómo fue posible su ascenso y permanencia en el poder? ¿Alcanza con invocar el apoyo de Estados Unidos? ¿Estamos sólo ante un sátrapa confeso o su orgía de crímenes y autoritarismo tiene raíces más profundas?

En los años sesenta y setenta del siglo pasado, y en un escenario internacional dominado por la agudización de la Guerra Fría, América Latina vivió un cambio de época en el que hicieron eclosión sus pulsiones liberticidas y sus históricas miserias. La justificación del crimen, el desprecio por las instituciones republicanas, la ilusión revolucionaria y la tentación represiva, expresaban el ocaso de sus democracias oligárquicas, que habían excluido del desarrollo y la participación a millones de latinoamericanos. Para la izquierda revolucionaria, el orden legal era una herramienta de explotación; para los sectores reaccionarios, un freno inoportuno. Así, la muerte violenta de universitarios mexicanos, mineros bolivianos, opositores cubanos, empresarios argentinos o sindicalistas y campesinos de todos lados, no era percibida como parte de una misma tragedia. La frivolidad se disfrazaba de ideología y los muertos se listaban según el bando, como registrados por un contador tuerto o inescrupuloso.

La barbarie de los setenta fue un duro escarmiento. La ola democratizadora de los ochenta, a la que Chile se sumaría tardíamente, ofreció a los latinoamericanos una nueva oportunidad de vivir con arreglo a derecho, esto es, respetando las opiniones y la integridad física de los opinantes. El camino siguió siendo tortuoso pero algo parece haber cambiado. Si bien la miseria no afloja y sobreviven las elites y los funcionarios privilegiados, al menos ya no resulta tan fácil reivindicar el crimen y el putsch como herramientas políticas.

El mundo será un poco mejor sin Pinochet, pero mientras se prepara el horno en el que se quemarán sus despojos, conviene recordar que no estuvo sólo. Atrás de su felonía, su satrapía y su crueldad, se asoma un continente atormentado por sus propias claudicaciones.