Por siempre joven
CYBERTARIO
Parece una fiesta hecha a la medida de los uruguayos, pero su éxito remite a temores ancestrales.
Por Gerardo Sotelo
23.08.2006
Como ejercicio evocativo de un pasado mejor, la noche de la nostalgia encuentra en los espíritus orientales el caldo de cultivo propicio, a falta de un auténtico entusiasmo por el futuro. ¿Quién mejor que este pueblo, varias veces campeón en el fútbol y las estadísticas, para anidar esas horas de algarabía en recuerdo de lo que fue y, presumiblemente, nunca más será?
Detrás de su parafernalia, la noche de la nostalgia deja asomar el rostro bifronte del triunfo y el fracaso (esos dos impostores, como decía Rudyard Kipling), o al menos la recordación que elegimos inventar. Una reconstrucción tuerta, antojadiza y mentirosa de nuestras vanas conquistas. Si pudiéramos volver al pasado y nos animáramos a mirarlo cara a cara, asistiríamos pasmados a la verdadera dimensión de nuestras hazañas personales. ¡Amarga comprobación descubrir que aquella novia no era tan difícil, aquel bravucón no era tan grande, ni aquel guitarrista tan virtuoso!
Sólo la vocación de trascendencia de los seres humanos puede elevar nuestro modesto anecdotario al estatus de leyenda, esa narración que existe únicamente en nuestra memoria y que escribimos a diario para maravillar hijos pequeños o amores en ciernes. A falta de mejores desempeños, la nostalgia nos ayuda a soportar la levedad de nuestra existencia, una convicción que nos asalta pasados los cuarenta, cualquiera haya sido nuestra performance.
Sí, los uruguayos nos inventamos un pasado glamoroso bajo el apelativo de "nostalgia" y, no contentos con ello, salimos a festejarlo. Para eso desafiamos las demostraciones fácticas (hay testigos que avalarían mi olvidado desprecio por Sandro y los Bee Gees) pero también a los rigores de la semántica castellana. En efecto, para la Real Academia Española, la nostalgia es la "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida", cuando no la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos". Festejar la nostalgia es mucho más que una contradicción; es un oxímoron del que los uruguayos deberíamos tomar cuenta. Si el paso del tiempo fuera un asunto para festejar, las empresas fúnebres vestirían a sus lúgubres funcionarios con ropas de payaso, los varones celebraríamos los exámenes de próstata con la inocencia de las quinceañeras y las mujeres saludarían con júbilo su promisorio ingreso en la menopausia. Nada de eso. La evocación de una vida bien vivida sólo puede consagrar su brevedad y su sentido fatal, lejos de cualquier festejo o bailongo.
¿Qué queda entonces, después de una noche de nostalgia? ¿Los Lecuona Cuban Boys? ¿Los zapatos con plataforma? ¿El primer beso? ¿El primer porro? Esa sopaboba no es digna de la energía que el buen Dios invirtió en moldear la arcilla. En todo caso, puede quedar apenas la convicción de que hicimos lo que pudimos, que no fue tanto ni tan poco, y que lo mejor está por venir.
De modo que si decide vivir la noche del 24 de agosto con arreglo a la ley inexorable de la naturaleza (y sin traicionar el sentido real del vocablo), no se haga reproches. Permítase disfrutar por un instante la dicha de haber intentado vivir como un ser libre, único e irrepetible. Y si lo abruman los errores, repita con Bob Dylan: "eso era antes cuando era viejo; ahora soy mucho más joven". Y esmérese.
Detrás de su parafernalia, la noche de la nostalgia deja asomar el rostro bifronte del triunfo y el fracaso (esos dos impostores, como decía Rudyard Kipling), o al menos la recordación que elegimos inventar. Una reconstrucción tuerta, antojadiza y mentirosa de nuestras vanas conquistas. Si pudiéramos volver al pasado y nos animáramos a mirarlo cara a cara, asistiríamos pasmados a la verdadera dimensión de nuestras hazañas personales. ¡Amarga comprobación descubrir que aquella novia no era tan difícil, aquel bravucón no era tan grande, ni aquel guitarrista tan virtuoso!
Sólo la vocación de trascendencia de los seres humanos puede elevar nuestro modesto anecdotario al estatus de leyenda, esa narración que existe únicamente en nuestra memoria y que escribimos a diario para maravillar hijos pequeños o amores en ciernes. A falta de mejores desempeños, la nostalgia nos ayuda a soportar la levedad de nuestra existencia, una convicción que nos asalta pasados los cuarenta, cualquiera haya sido nuestra performance.
Sí, los uruguayos nos inventamos un pasado glamoroso bajo el apelativo de "nostalgia" y, no contentos con ello, salimos a festejarlo. Para eso desafiamos las demostraciones fácticas (hay testigos que avalarían mi olvidado desprecio por Sandro y los Bee Gees) pero también a los rigores de la semántica castellana. En efecto, para la Real Academia Española, la nostalgia es la "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida", cuando no la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos". Festejar la nostalgia es mucho más que una contradicción; es un oxímoron del que los uruguayos deberíamos tomar cuenta. Si el paso del tiempo fuera un asunto para festejar, las empresas fúnebres vestirían a sus lúgubres funcionarios con ropas de payaso, los varones celebraríamos los exámenes de próstata con la inocencia de las quinceañeras y las mujeres saludarían con júbilo su promisorio ingreso en la menopausia. Nada de eso. La evocación de una vida bien vivida sólo puede consagrar su brevedad y su sentido fatal, lejos de cualquier festejo o bailongo.
¿Qué queda entonces, después de una noche de nostalgia? ¿Los Lecuona Cuban Boys? ¿Los zapatos con plataforma? ¿El primer beso? ¿El primer porro? Esa sopaboba no es digna de la energía que el buen Dios invirtió en moldear la arcilla. En todo caso, puede quedar apenas la convicción de que hicimos lo que pudimos, que no fue tanto ni tan poco, y que lo mejor está por venir.
De modo que si decide vivir la noche del 24 de agosto con arreglo a la ley inexorable de la naturaleza (y sin traicionar el sentido real del vocablo), no se haga reproches. Permítase disfrutar por un instante la dicha de haber intentado vivir como un ser libre, único e irrepetible. Y si lo abruman los errores, repita con Bob Dylan: "eso era antes cuando era viejo; ahora soy mucho más joven". Y esmérese.
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