Montevideo Portal
“La revolución de las cosas simples” es un eslogan eficaz. Suena cercano, cotidiano, tranquilizador. Nadie podría estar en contra de simplificar lo que es innecesariamente complejo. El problema aparece cuando ese eslogan se convierte en sustituto de una visión, especialmente en áreas donde lo simple no alcanza. Y la educación es, quizá, el mejor ejemplo.
Gobernar el sistema educativo de un país no es cambiar una lamparita ni soplar y hacer botellas. Es conducir un sistema complejo, con múltiples actores, inercias históricas, conflictos de interés y, sobre todo, consecuencias de largo plazo. Reducir esa tarea a la lógica de “las cosas simples” no solo es insuficiente: es peligroso.
Mientras discutimos consignas, todos los días jóvenes abandonan las aulas. No como metáfora, sino como una realidad que cada ciudadano puede comprobar consultando cualquier centro educativo del país. Uruguay sigue perdiendo estudiantes en la educación media, acumula resultados estancados en pruebas internacionales de desempeño y en las evaluaciones nacionales, y no logra romper el círculo de desigualdad educativa que condiciona el desarrollo del país.
Lo más inquietante no es la ausencia de anuncios grandilocuentes, sino la ausencia total de rumbo. No hay una hoja de ruta educativa. No hay un Plan Nacional de Política Educativa presentado, discutido y asumido como norte del sistema. No hay metas claras, ni indicadores públicos que permitan medir avances, corregir desvíos o exigir responsabilidades. En educación, hoy, gobierna la espera.
La entrevista en En Perspectiva de este comienzo de diciembre al ministro de Educación y Cultura es ilustrativa. Mucho tono moderado y apelación al diálogo, pero escasa claridad estratégica. La principal “idea fuerza” parece ser, otra vez, la Universidad de la Educación, un debate viejo presentado como novedad. Una propuesta que ya fracasó políticamente, que no atacó los problemas de fondo de la formación docente y que, además, vuelve a poner el foco en crear más oficinas, trámites y salarios, en lugar de en la calidad, los incentivos y los resultados.
Mientras tanto, el poder real en el sistema educativo sigue donde siempre: en las corporaciones sindicales. No porque sean ilegítimas, sino porque no existe un liderazgo político capaz de ordenar prioridades, fijar objetivos y sostenerlos en el tiempo. Cuando el gobierno no conduce, otros ocupan ese lugar. Y lo hacen defendiendo intereses privados, no el interés general.
El contraste con lo ocurrido en el período anterior (2020-2025) es evidente. Más allá de simpatías o críticas, hubo una agenda, un conjunto de reformas explícitas, discutidas y ejecutadas: cambios curriculares, nuevas reglas de juego, evaluación, foco en aprendizajes, decisiones incómodas pero necesarias. Se podía estar de acuerdo o no, pero había dirección. Hoy, ni siquiera eso.
La educación no necesita cosas simples. Necesita decisiones complejas, liderazgo político y coraje. Necesita decir que no todo es negociable. Necesita asumir que mejorar aprendizajes implica medir, comparar, evaluar y rendir cuentas. Necesita entender que el tiempo educativo perdido no se recupera con buenas intenciones.
Gobernar desde lo cotidiano no puede ser sinónimo de administrar la inercia. La cotidianeidad de miles de jóvenes que abandonan el sistema educativo debería ser, justamente, una urgencia política. Y frente a eso, no alcanza con esperar consensos eternos ni con refugiarse en frases amables.
La verdadera revolución en educación no es simple. Es incómoda, conflictiva y exige hacerse cargo. Pero es la única que vale la pena.
Y el tiempo, como siempre en educación, no espera.
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