El primer sábado de febrero, uno de mis exestudiantes me llamó por WhatsApp desde Nassau, Bahamas, para decirme que en las islas había temor por la posible irrupción de un tsunami en las aguas del Caribe, lo cual podría significar un panorama devastador para las islas situadas en esa parte del mapa. Lo noté nervioso, es que lo estaba. Me pareció raro, pues era un nerviosismo auténtico, no el de aquel que cree que su mujer lo engaña con otro o el de quien teme que algún familiar esté enfermo de gravedad.
El de mi exestudiante era miedo que podría calificar como lúcido, pues es un tipo inteligente, que casi no usa las redes sociales pues considera que son una pérdida de tiempo y que le quitan ratos valiosos que puede dedicar a la lectura. Su temor estaba basado en la situación actual de las capas geológicas del planeta, seguramente afectadas por el fracking (proceso de inyectar líquido a alta presión en rocas subterráneas, pozos, etc. con el fin de forzar la apertura de fisuras existentes y extraer petróleo o gas) y por la situación deficiente y en vías de empeoramiento de la ecología planetaria cuyas consecuencias aún no han sido medidas con exactitud.
Así pues, el 8 de febrero a las 17:23, un terremoto de magnitud 7,6 (alta) afectó a Colombia, Costa Rica, Honduras, Nicaragua, Cuba y las islas Caimán. Se originó a 220 kilómetros de estas. No hubo muertos y la cosa quedó ahí, en un susto; no en uno cualquiera, pues dejó las puertas abiertas para que la imaginación alimentada por datos empíricos —los que interesaban a Jules Verne y Ray Bradbury para concebir mundos futuros— pudiera crear escenarios catastróficos con consecuencias universales de mayor poder de destrucción que los del covid y de otras catástrofes que han quedado en las páginas de la historia para que podamos volver a ellas, para no olvidarnos dónde estamos, frágiles, vulnerables, sin meteorólogos de catástrofes que puedan pronosticar un futuro menos ominoso que el que suponemos.
Estamos en medio de un proceso de extinción global y nadie sabe a ciencia cierta cuál podría ser el final ni cuándo, aunque nadie de seguro se anima a decir que será auspicioso. Como en el amor, también en la destrucción lo más seguro es que nadie sabe, aunque no resulta descabellado vaticinar lo peor. Estamos en una fase de abandono universal, no universal, cósmico, en la que cada cual por separado deberá salvarse como pueda, pues el planeta ya no puede salvar a todos, ni siquiera a sí mismo. Los incendios brutales en California, Argentina y Chile, que en días y semanas recientes han copado las portadas de medios informativos y han sido la carnada ideal de esas que los noticieros nocturnos adoran, por incluir imágenes poderosas y tragedia comprensible sin necesidad de lenguaje, no son porque sí. Son un aviso claro y directo de lo que se viene: un mundo en llamas que desde hace rato llama pidiendo auxilio a oídos sordos.
Como creyente que me creo, a veces creo que Dios se cansó del flagrante desinterés que los seres humanos han demostrado por alcanzar una vida trascendente superior, habiéndose cansado también de que nadie preste atención a sus mensajes —ocultos para quienes no quieren entender— y que la humanidad siga yéndose por la tangente, preocupándose más por asuntos políticos, ideológicos, y hasta deportivos, que por la salud del hogar de todos, un planeta de mares, praderas y mares, porque hasta la naturaleza con sus plantas, animales y paisajes es una cuestión de inteligencia y respeto. Pocos prestan atención. En la era de la distracción colectiva, al planeta le han robado su individualidad. Ahora hasta quizá perdió el entusiasmo por querer salvarse y lo que está diciendo es que cada uno, como sea, intente salvarse por sí mismo.
Los mundos futuros de Jules Verne y Ray Bradbury eran imaginarios y con ellos muchos de nosotros crecimos, aprendiendo a pensar y leer mejor —dos actos sinónimos—, y hasta imaginar con la razón. La realidad de mundo real no es asunto de farándula ni de vida nocturna puntaesteña. Claro está, hasta en nuestro principal balneario más de uno debe haber pensado cómo habrá de ser la vida uruguaya dentro de cinco años, o antes, cuando las temperaturas veraniegas superen en largo a los 50 grados centígrados y puedan ocasionar incendios gigantescos como los varios barrios ricos en Los Ángeles, donde el fuego fue ángel del infierno. Ese escenario, trasplantado a nuestro terruño, resulta cada vez más posible. Toda la costa uruguaya podría ser víctima fácil de la destrucción por fuego debido a sequías extremas.
No hay vuelta atrás. La vida anterior, en la que el Apocalipsis era solo el último de los libros del Nuevo Testamento, ya fue. En la que ya estamos es parte de lo que de manera regular vivimos. Las cifras del descalabro son impresionantes. Los ojos se quedan mudos al ver paisajes dantescos por los cuales en tiempos mejores la naturaleza se mostró plena, vestida de furioso verde. Más de 12.000 casas, negocios y otras estructuras fueron destruidas en los incendios forestales que arrasaron el área de Los Ángeles en enero de 2025. En Argentina, según informan a la fecha de hoy los medios informativos de ese país, “los incendios forestales que desde finales de diciembre pasado azotan a la sureña Patagonia argentina arrasaron ya unas 25.100 hectáreas”. En Chile, entre 2024 y lo que va de 2025, los incendios forestales arrasaron 81.929 hectáreas.
La película sueco-danesa Aniara (2018) presenta un futuro planetario devastador. La Tierra por completo debió ser abandonada y los últimos supervivientes viajan rumbo a un planeta lejano, al cual no saben si podrán llegar. La fuga obligada de un mundo inhabitable causa extraordinaria depresión en los viajeros quienes, para intentar consolarse, ven documentales de cuando el planeta tenía paisajes maravillosos y la naturaleza estaba intacta todavía. La última imagen que tienen es la de un planeta en llamas, de un incendio global que resulta incontrolable, de una Tierra partida al medio por terremotos y tsunamis. Con el paso de los años y la aceleración de lo irremediable esa película ya no es tanto ejemplo notable de ciencia ficción, sino de realismo en el más puro estilo, documento de la realidad empírica y no de la imaginación humana.
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