Por The New York Times | Meaghen Brown
CUANDO EL REGRESO A LA OFICINA AMENAZA UNA RELACIÓN.
Antes de la pandemia, medía la distancia entre Matt y yo en incrementos de viaje. Quince horas en auto desde Ventura, California, hasta Santa Fe, Nuevo México. Si volaba, eran dos horas de tráfico hasta el aeropuerto de Los Ángeles, luego un vuelo de dos horas hasta Albuquerque y otra hora en el autobús de enlace hasta la casita de adobe donde él dejaba la luz de la entrada encendida hasta tarde, esperándome.
A veces iba al aeropuerto de Santa Bárbara, más pequeño y con estilo de finales del siglo XIX, que estaba a 30 minutos de distancia, y luego tomaba dos vuelos de conexión desde allí, rezando para no quedarme atrapada en Phoenix o Denver, aunque a menudo eso pasaba y yo perdía preciosas horas en las puertas de embarque del aeropuerto.
Cuando Matt vino a verme, ocurrió lo mismo, excepto que lo esperé despierta.
Matt y yo nos conocimos años antes en Santa Fe mientras trabajábamos como redactores en la misma revista. Antes de empezar a salir, ya éramos amigos. A los dos años, cuando nos acercábamos al punto de decidir qué tan seria era nuestra relación, recibí una oferta de trabajo en Ventura. Era una buena oportunidad, pero no tenía sentido que Matt dejara su trabajo para venir conmigo, ni que yo lo dejara pasar y me quedara. Por ese entonces, teníamos veintitantos años e intentábamos resolver nuestras vidas, nuestro trabajo y nuestras relaciones, un proceso que se hacía más difícil por el alto costo de la vida y las carreras en un sector que a menudo parecía desvanecerse ante nuestros ojos.
Dije que me daría un año en Ventura, pero un año se convirtió rápidamente en dos, y luego en tres. Y todo el tiempo permanecimos juntos. Temerosa de echar raíces en California y de ahorrar dinero para los boletos de avión, decidí no firmar un contrato de arrendamiento y, en su lugar, me quedaba a dormir en los sofás de mis amigos, el asiento trasero de mi coche y me ofrecía para cuidar casas; a veces también me quedaba en hoteles de descuento o evadía al guardia de seguridad de la oficina para acurrucarme en un saco de dormir debajo de mi escritorio en el trabajo.
Todas las noches, Matt me llamaba para asegurarme que éramos el hogar del otro y que lo resolveríamos, pero parecía imposible. Para Navidad me compró compensaciones de carbono equivalentes a una vuelta a la Tierra, más o menos la cantidad de kilómetros que había recorrido para verlo.
Cuando finalmente cedí y renté un departamento, él y yo nos quedábamos hasta tarde haciendo el crucigrama por FaceTime con nuestro perro, Meru, acurrucado a mis pies. Todas las conversaciones que teníamos antes de darnos las buenas noches terminaban con lo mismo:
“¿Qué vamos a hacer?”.
“Ya lo pensaremos”.
Era marzo de 2020, y un nuevo virus se propagaba. Las toallitas antibacteriales aparecían en las mesas de las salas de conferencias mientras las infecciones se acercaban. Mi madre llamó un día después de un turno en el hospital donde trabaja como enfermera de la sala de recuperación para decirme que estaba empezando a preocuparse. Nadie sabía qué hacer.
Bromeé con mi jefe: “Si entramos en una situación de cuarentena, ¿puedo irme a Nuevo México?”.
“Por supuesto”, dijo encogiéndose de hombros, como diciendo “eso nunca va a pasar”.
Leí las noticias y compré más frijoles, y arroz y comida para perros, y me pregunté si habría agua. Había pasado por una serie de evacuaciones por incendios en los años anteriores, pero ¿cómo se supone que una persona debe prepararse para una pandemia?
Dos semanas después, mi jefe me envió un mensaje de texto: “Recoge tus cosas. Vamos a cerrar la oficina el lunes”.
Llamé a Matt para decirle: “Ya vamos para allá”.
El día que salí de California llovió, el tipo de tormenta aterradora que provoca desprendimientos de lodo y hace que los californianos conduzcan como si la carretera estuviera cubierta de hielo negro. Salí después del trabajo y conduje hasta que no pude más, pues la lluvia se convirtió en aguanieve en la I-40, y se desprendía de la parte trasera de cientos de semirremolques para después estrellarse contra mi parabrisas, empañando la carretera.
En ese viaje me quedé sin gasolina cuando estaba a 12 kilómetros al oeste de Seligman, Arizona. Eran las 2 de la mañana y llamé a Matt. Una hora más tarde, apareció una grúa y entré cojeando en la gasolinera Chevron, asustada y cansada.
Luego de eso, cargué gasolina más veces de las necesarias y tomé fotos de los ingeniosos carteles de prevención del virus en las paradas de descanso (“Lávate las manos como si acabaras de cortar jalapeños para hacer nachos y después tuvieras que quitarte los lentes de contacto”). En Flagstaff, dormí en el estacionamiento de un Whole Foods y, cuando desperté, había nieve.
Cuando finalmente llegué a casa de Matt al día siguiente, él estaba hecho un desastre, sumido en un estado de ansiedad sin precedentes, demasiado preocupado incluso para abrazarme. Para bien o para mal, siempre ha sido capaz de mantener cierta distancia de las emociones difíciles, pero, en este caso, se habían desbordado. Hablamos de la situación, de la manera en que las noticias lo hacían sentir que no tenía control y, finalmente, parte de la ansiedad disminuyó.
Pasaron los meses y poco a poco quedó claro que no iba a volver a California a corto plazo. En medio de los mandatos de usar cubrebocas y los mapas de hospitalización, nos asentamos en algo que nunca habíamos tenido: una vida juntos.
Plantamos calabazas, coles y tomates en el jardín, nos preparamos café y salimos a correr. Lavamos la ropa, barrimos el suelo y quitamos las manchas de agua de las paredes de la regadera. Tomé clases de yoga en línea mientras Matt criticaba la forma de mis posturas desde el sofá comiendo avena de nuestro único tazón. Y Meru dejó de triturar libros, lo que siempre hacía cuando uno de nosotros se iba.
En agosto, nos fuimos a California en una furgoneta de carga U-Haul y sacamos todo de mi departamento, parando en Big Sur por el camino y durmiendo en la furgoneta cuando no encontrábamos un lugar para acampar. Incluso mis suculentas llegaron intactas hasta Nuevo México, donde metimos nuestras vidas combinadas en su diminuta casita de Santa Fe, a pesar de nuestra consternación por el hecho de que solo tuviera un cajón.
Recogimos los últimos tomates del verano, leímos libros, enceramos los esquís para el invierno y organizamos el cobertizo. Nos preocupamos mientras las camas de la UCI se llenaban y las noticias empeoraban. Paleamos la nieve.
Antes, nuestras horas juntos eran urgentes, llenas de la sensación de que todo tenía que caber en unos pocos días: la emoción de vernos, una pelea por algo, ver a los amigos, citarnos en algún lugar nuevo en aquellas ocasiones en las que ambos podíamos escaparnos.
Ahora nos deleitábamos en la experiencia exquisitamente mundana de simplemente vivir con la persona que amas. A medida que la soledad de nuestra vida a distancia desaparecía, nuestra relación crecía y se profundizaba. Nuestras familias bromeaban diciendo que lo único que hacía falta para unirnos era una pandemia de las que ocurren una vez en un siglo.
Nos sentíamos culpables de ser felices —teníamos trabajo, un lugar donde vivir y el uno al otro— y nos recordábamos una y otra vez lo afortunados que éramos por haber encontrado este resquicio de esperanza en una época tan oscura y dolorosa.
Y entonces llegó abril de 2021, y las vacunas estaban disponibles, así que nos dirigimos al centro de salud de Santo Domingo Pueblo para vacunarnos. Al salir de nuestras cabinas, nuestros ojos se encontraron. La mirada que se cruzó entre nosotros fue de gratitud, pero también de comprensión: el fin de la pandemia también podría significar que nos separaríamos.
A principios del verano, cuando las cosas empezaron a abrirse, Matt y yo asistimos a la boda de mi hermano en Montana y abrazamos a la familia por primera vez en un año. Invitamos a amigos a cenar y brindamos por los ascensos laborales en un bar sin cubrebocas. Y mientras tanto, esperábamos noticias de mi trabajo en Ventura.
Luego, por supuesto, la variante delta nos devolvió todo lo que creíamos dejar atrás: los cubrebocas, el distanciamiento, los hospitales desbordados y la incertidumbre sobre el regreso al trabajo. Al mismo tiempo, ha prolongado nuestro tiempo juntos, lo que provoca una sensación muy incongruente y retorcida.
Nadie quiere que esta pandemia continúe. El sufrimiento y las pérdidas han sido incalculables. Sin embargo, este extraño conjunto de circunstancias también nos ha permitido empezar nuestra vida juntos.
Por ahora, esperamos. Y volvemos a nuestra frase de hace casi dos años:
“¿Qué vamos a hacer?”.
“Ya lo resolveremos”.
Pero esta vez, ya sea aquí o allá, sabemos que lo haremos juntos. Esta vez, por primera vez, eso parece posible. El trabajo remoto nos había dado una vida juntos, ¿y ahora qué? (Brian Rea/The New York Times)
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