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Ciencia y Tecnología

Por The New York Times

Dentro de la crisis por el futuro de la inteligencia artificial en OpenAI

La continuidad del director ejecutivo de la empresa, el multimillonario de 38 años Sam Altman estuvo en juego.

11.12.2023 16:58

Lectura: 10'

2023-12-11T16:58:00-03:00
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Por The New York Times | Tripp Mickle, Cade Metz, Mike Isaac and Karen Weise

SAN FRANCISCO — Hacia el mediodía del 17 de noviembre, Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, se conectó a una videollamada desde un lujoso hotel de Las Vegas. Se encontraba en la ciudad con motivo de la carrera inaugural de Fórmula 1, que había atraído a 315.000 visitantes, entre ellos Rihanna y Kylie Minogue.

Altman, que había llevado el éxito del chatbot ChatGPT de OpenAI al estrellato personal más allá del mundo de la tecnología, tenía una reunión programada ese día con Ilya Sutskever, científico jefe de la empresa emergente de inteligencia artificial. Sin embargo, cuando empezó la llamada, Altman vio que Sutskever no estaba solo: estaba prácticamente flanqueado por los tres miembros independientes del consejo de administración de OpenAI.

Al instante, Altman supo que algo estaba mal.

Sin que Altman lo supiera, Sutskever y los tres miembros del consejo llevaban meses cuchicheando a sus espaldas. Creían que Altman había sido deshonesto y que no debía seguir dirigiendo una empresa que impulsaba la carrera de la inteligencia artificial. La tarde anterior, en una llamada telefónica, los miembros del consejo votaron uno por uno a favor de la salida de Altman de OpenAI.

Ahora, le estaban dando la noticia. Conmocionado por su despido de una empresa emergente que había ayudado a fundar, Altman preguntó: “¿Cómo puedo ayudar?”. Los miembros del consejo lo instaron a apoyar a un director ejecutivo interino. Él les aseguró que lo haría.

A las pocas horas, Altman cambió de opinión y declaró la guerra al consejo de OpenAI.

Su destitución fue la culminación de años de tensiones latentes en OpenAI, que enfrentaron a los alarmados por el poder de la IA con otros que veían en la tecnología una oportunidad única de obtener beneficios y prestigio. A medida que se profundizaban las divisiones, los líderes de la organización se enfrentaban entre sí. Esto desembocó en una pelea en la sala de reuniones que acabó demostrando quién tiene la sartén por el mango en el futuro desarrollo de la IA: la élite tecnológica de Silicon Valley y los grandes intereses empresariales.

El drama envolvió a Microsoft, que se había comprometido a aportar 13.000 millones de dólares a OpenAI e intervino para proteger su inversión. Muchos altos ejecutivos e inversionistas de Silicon Valley también se movilizaron para apoyar a Altman.

Algunos se defendieron desde la mansión de 27 millones de dólares que Altman tiene en San Francisco, presionando a través de las redes sociales y expresando su descontento en mensajes de texto privados, según entrevistas con más de 25 personas con conocimiento de los hechos.

En el centro de la tormenta estaba Altman, un multimillonario de 38 años.

Una mezcla incendiaria

Desde el momento de su creación en 2015, OpenAI estaba preparada para prenderse en fuego.

El laboratorio de San Francisco fue fundado por Elon Musk, Altman, Sutskever y otras nueve personas. Su objetivo era construir sistemas de IA para beneficiar a toda la humanidad. A diferencia de la mayoría de las empresas tecnológicas emergentes, se estableció como una organización sin fines de lucro con un consejo directivo responsable de garantizar el cumplimiento de su misión.

El consejo estaba formado por personas con filosofías opuestas sobre la IA. Por un lado estaban los que se preocupaban por los peligros de la IA, incluido Musk, que abandonó OpenAI enfadado en 2018. En el otro lado, estaban Altman y los que se centraban más en los beneficios potenciales de la tecnología.

En 2019, Altman —que tenía amplios contactos en Silicon Valley como presidente de la incubadora de empresas emergentes Y Combinator— se convirtió en consejero delegado de OpenAI. Solo poseería una pequeña participación en la empresa emergente.

A principios de este año, las salidas redujeron el consejo de OpenAI de nueve a seis personas. Tres de ellos (Altman, Sutskever y Greg Brockman, presidente de OpenAI) eran fundadores del laboratorio.

Helen Toner, directora de estrategia del Centro de Seguridad y Tecnologías Emergentes de la Universidad de Georgetown, formaba parte de la comunidad de altruistas eficaces que creen que la IA podría algún día destruir a la humanidad. Adam D’Angelo llevaba tiempo trabajando con la IA como director general del sitio web de preguntas y respuestas Quora. Tasha McCauley, científica adjunta de Rand Corp., había trabajado en cuestiones de política y gobernanza de la tecnología y la IA e impartido clases en Singularity University, llamada así como referencia al momento en que las máquinas ya no puedan ser controladas por sus creadores.

Los unía la preocupación de que la IA pudiera llegar a ser más inteligente que los humanos.

Las tensiones aumentan

Después de que OpenAI introdujera ChatGPT el año pasado, el consejo se puso más inquieto.

A medida que millones de personas utilizaban el chatbot para escribir cartas de amor e intercambiar ideas sobre ensayos finales universitarios, Altman acaparaba la atención. Apareció con Satya Nadella, director ejecutivo de Microsoft, en eventos tecnológicos.

Sin embargo, mientras Altman elevaba el perfil de OpenAI, a algunos miembros del consejo les preocupaba que el éxito de ChatGPT fuera contrario a la creación de una IA segura, según dos personas familiarizadas con lo que pensaban.

Sus preocupaciones se agravaron cuando se enfrentaron a Altman en los últimos meses sobre quién debería ocupar los tres puestos vacantes del consejo.

En septiembre, Altman se reunió con inversores en Oriente Medio para hablar de un proyecto de chip de IA. Al consejo le preocupaba que no compartiera con ellos todos sus planes, afirmaron tres personas familiarizadas con el asunto.

¿Qué hizo Sam?

Cuando se reveló la noticia del despido de Altman, el 17 de noviembre, un mensaje de texto aterrizó en un grupo privado de WhatsApp de más de cien directores ejecutivos de empresas de Silicon Valley, entre ellos Mark Zuckerberg, de Meta, y Drew Houston, de Dropbox.

“Sam está fuera”, decía el mensaje.

El hilo estalló de inmediato con preguntas: ¿qué hizo Sam?

Esa misma pregunta se hacían en Microsoft, el mayor inversionista de OpenAI. Mientras despedían a Altman, Kevin Scott, director de tecnología de Microsoft, recibió una llamada de Mira Murati, directora de tecnología de OpenAI. Le dijo que en cuestión de minutos, el consejo de OpenAI anunciaría que había despedido a Altman y que ella era la directora ejecutiva interina.

Scott le pidió de inmediato a alguien de la sede de Microsoft en Redmond, Washington, que sacara a Nadella de una reunión que sostenía con altos ejecutivos. Sorprendido, Nadella llamó a Murati para explicarle los motivos del consejo de OpenAI, dijeron tres personas con conocimiento de la llamada. Mediante un comunicado, el consejo de OpenAI se limitó a decir que Altman “no fue siempre sincero en sus comunicaciones” con el consejo. Murati no tenía respuestas.

Nadella telefoneó entonces a D’Angelo, el principal director independiente de OpenAI. ¿Qué podría haber hecho Altman?, preguntó Nadella, para que el consejo actuara de manera tan abrupta. ¿Había hecho algo inaceptable?

“No”, respondió D’Angelo, hablando en términos generales. Nadella seguía confundido.

Invirtiendo los papeles

Poco después de la destitución de Altman de OpenAI, un amigo se puso en contacto con él. Era Brian Chesky, director ejecutivo de Airbnb.

Chesky preguntó a Altman qué podía hacer para ayudar. Altman dijo que quería hablar.

Cuando hablaron el 17 de noviembre, Chesky lanzó una serie de preguntas a Altman sobre por qué el consejo de OpenAI lo había despedido. Altman dijo que tenía tantas dudas como los demás.

Al mismo tiempo, los empleados de OpenAI exigían detalles. Esa tarde, el consejo telefoneó para hablar con casi quince ejecutivos de OpenAI, que se agolpaban en una sala de conferencias de las oficinas de la empresa en San Francisco.

Los miembros dijeron que Altman había mentido al consejo, pero que no podían dar más detalles por razones legales.

Jason Kwon, director de estrategia de OpenAI, acusó al consejo de violar sus responsabilidades fiduciarias. “Su deber no es dejar que la empresa muera”, señaló, según dos personas con conocimiento de la reunión.

Toner respondió: “La destrucción de la empresa podría ser coherente con la misión del consejo”.

Los ejecutivos de OpenAI insistieron en que el consejo dimitiera esa noche o todos se irían.

El apoyo le proporcionó nuevas armas a Altman. Consideró crear una nueva empresa emergente, pero Chesky y Ron Conway, un inversionista y amigo de Silicon Valley, lo animaron a pensarlo bien.

Altman decidió recuperar lo que consideraba suyo.

Incluso cuando el consejo se planteó traer de vuelta a Altman, quiso hacer concesiones. Eso incluía la incorporación de nuevos miembros que pudieran controlar a Altman. El consejo alentó la incorporación de Bret Taylor, expresidente de Twitter. Como garantía, el consejo también buscó otro director ejecutivo interino en caso de que las conversaciones con Altman se vinieran abajo.

Saliendo del atolladero

A las 4:30 de la madrugada del 20 de noviembre, D’Angelo despertó debido a una llamada telefónica de un empleado asustado de OpenAI. Si D’Angelo no abandonaba el consejo de administración, la empresa se hundiría.

En las últimas horas, D’Angelo se dio cuenta de que las cosas habían empeorado.

Justo antes de medianoche, Nadella había publicado en X que iba a contratar a Altman y Brockman para dirigir un laboratorio en Microsoft. Esa mañana, más de 700 de los 770 empleados de OpenAI también habían firmado una carta diciendo que podrían irse con Altman a Microsoft a menos que el consejo dimitiera.

En la carta destacaba un nombre: Sutskever, que había cambiado de bando.

La viabilidad de OpenAI estaba en entredicho. Los miembros del consejo no tenían más opción que negociar.

Para salir del atolladero, D’Angelo y Altman hablaron al día siguiente. D’Angelo sugirió para el consejo al exsecretario del Tesoro Lawrence Summers, profesor en Harvard. A Altman le gustó la idea.

Summers habló con D’Angelo, Altman, Nadella y otros. Cada uno de ellos le pidió su opinión sobre la IA y la gestión, mientras que él le preguntó por el tumulto de OpenAI. Dijo que quería estar seguro de poder desempeñar el papel de intermediario.

La incorporación de Summers empujó a Altman a abandonar su demanda de un puesto en el consejo y a aceptar una investigación independiente sobre su liderazgo y despido.

A finales del 21 de noviembre, tenían un acuerdo. Altman volvería como director ejecutivo, pero no al consejo. Summers, D’Angelo y Taylor serían miembros del consejo y Microsoft acabaría incorporándose como observador sin derecho de voto. Toner, McCauley y Sutskever dejarían el consejo.

Esta semana, Altman y algunos de sus asesores seguían echando humo. Querían que se limpiara su nombre.

“¿Tienes un plan B para acabar con la suposición de que te van a despedir? No es sano ni cierto”, le dijo Conway a Altman en un mensaje de texto.

Altman dijo que estaba trabajando con el consejo de OpenAI: “En realidad, quieren que no se hable de eso, pero creo que es importante abordarlo pronto”.