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Contenido creado por Catalina Zabala
Historias
Popular matachinesco

Su Majestad el Diablo: la figura que alegra los Carnavales de Riosucio

La festividad tiene sus orígenes en el siglo XIX y es una de las más antiguas de Colombia.

30.06.2025 14:30

Lectura: 7'

2025-06-30T14:30:00-03:00
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Por Ivonne Calderón | @malenamoon13

En Riosucio, departamento de Caldas, ubicado en la zona cafetera de Colombia, se celebra un carnaval en el que el gran protagonista es el demonio: Su Majestad el Diablo. Cualquiera que no conozca esta festividad podría pensar que se trata de un pueblo entregado al satanismo, o de una comunidad que se resiste a la tradición católica, de gran calado en el país. Sin embargo, nada tiene que ver con esto; porque el diablo de los Carnavales de Riosucio coexiste con la religiosidad cristiana. De hecho, la efigie de Su Majestad, construida por el pueblo carnavalero, se posesiona de la Plaza de La Virgen de la Candelaria los seis días del festejo.

Cada dos años —los impares— los riosuceños salen a bailar en las plazas y en las calles para festejar junto a un diablo que insta al goce, al jolgorio y a la crítica. Un diablo que trasciende la idea del mal, y que se asemeja más a la construcción simbólica de las civilizaciones griega y romana, que lo veneraban como un dios más. Un dios de celebración.

Foto: Santiago Loaiza

Foto: Santiago Loaiza

“Su Majestad”, como le llaman en Riosucio, es el centro de su carnaval. Una fiesta popular que se celebra desde mediados del siglo XIX, siendo uno de los más antiguos de Colombia. Tempranamente incorporó a sus festividades la figura del demonio, Satán; pero fue en 1915 cuando sus organizadores fabricaron e hicieron desfilar la primera efigie del diablo, institucionalizada como ícono del carnaval. ¿Por qué fue así? La historia cuenta que en 1817, en el departamento de Caldas, dos poblados muy cercanos, San Sebastián de Quiebralomo —de tradición indígena y esclava— y La Montaña —de raíz criolla y eclesiástica—, separados hasta entonces por una suerte de muralla, decidieron resolver sus rivalidades unificándose en lo que hoy se conoce como Riosucio. Fueron los párrocos de aquellos poblados quienes sentenciaron a sus pobladores a que, si no se lograba la reconciliación, quedarían a expensas del demonio. Los riosuceños, años más tarde y de forma satírica, resignificaron la imagen del diablo y lo convirtieron en un ser bonachón que reafirma el fin de un viejo conflicto que no se niega, se celebra.

El carnaval, celebrado por primera vez en 1847, ha mantenido en la memoria colectiva un acuerdo que parecía imposible: subsanar las tensiones entre la tradición indígena, las prácticas afro y la experiencia cultural europea. La figura de maldad y división judeocristiana, que sirvió para atemorizar a los habitantes de San Sebastián y La Montaña, pronto se hizo patrono de la reconciliación, reflejo del mestizaje. Por eso la efigie que desfila cada dos años por las calles de Riosucio mantiene características simbólicas de ese acuerdo social. No solo adquiere la corporalidad mitad hombre, mitad cabra de Pan —dios griego de la naturaleza salvaje y los pastores, de lo indómito y la música—, sino que destaca por sus facciones indígenas, los colmillos de jaguar —el gran felino de América—, los cuernos que representan lo afro, la mandíbula afilada de los españoles, y las alas de murciélago que hablan del elemento europeo. Un diablo que refleja el sincretismo cultural y la diversidad étnica.

Foto: Santiago Loaiza

Foto: Santiago Loaiza

Pero más allá de sus peculiares características físicas, este es un diablo pícaro, audaz. Un diablo que asume una postura política, que se da a la crítica social. Al mejor estilo de los carnavales en la Edad Media, en que se permitía ––solo en los días de festividad–– las críticas a los gobernantes, nobles y religiosos, en el Carnaval de Riosucio el diablo se vale de la palabra para elogiar o denunciar a dirigentes y pobladores. Junto a la puesta en escena de un diablo suntuoso, la palabra instala y se toma el carnaval. Mediante la literatura matachinesca se da un énfasis literario a los festejos. Y los matachines, esos bufones que preservan la oratoria y la poesía, permiten a su Majestad arribar a Riosucio.

El Carnaval del diablo, patrimonio cultural, oral e inmaterial de Colombia, inicia en el mes de julio del año anterior. Por eso se dice que es el más extenso del país. Ese mes, Riosucio declara la República del Carnaval; y en adelante, mes a mes hasta llegar a enero, los matachines promulgan un decreto que va despertando al diablo. En esos decretos, piezas de la literatura popular matachinesca, suele contarse en verso lo que pasa en Colombia y en el municipio de Riosucio. Los decretos descargan opiniones frente a las administraciones públicas, y le cuentan a su Majestad el diablo el acontecer cotidiano en un tono mordaz, crítico, burlón, todo ritualizado.

Oh Diablo del Carnaval /despierta y vuelve a la vida, /y con tu cola encendida, /ven mi mente a iluminar/ para poder continuar, / y salir bien de este apuro, / de este trance negro y duro, / en que voy a penetrar. Así reza el Decreto de Carnaval.

Foto: Santiago Loaiza

Foto: Santiago Loaiza

Una festividad que se ha preparado durante seis meses, finalmente se consuma en los primeros días de enero. El pueblo espera con alegría y hospitalidad al diablo. Todo gira en torno a una estética roja con cuernos. Se recita el primer verso del himno del carnaval: "Salve salve, placer de la vida", y con ello inicia el jolgorio. El cielo se ilumina con fuegos artificiales; aparecen las cuadrillas, corazón expresivo de la fiesta, entre bombos, flautas y redoblantes. Desfilan los paisanos que llegan de otros rincones de Colombia. Y al fin, al día siguiente, en la noche del sábado, aparece el diablo. Los lugareños, e incluso extranjeros que se animan a vivir la fiesta, esperan a que el alcalde arranque el manto de la efigie para saber cómo luce su Majestad, porque un diablo no siempre es idéntico al anterior.

En ese momento de júbilo, las cuadrillas se vuelven sus custodias. En la plaza un matachín le habla al diablo. Este, con solemnidad, se dirige a su pueblo carnavalero. El diablo relata lo vivido, lo cuestiona, lo condena, o lo glorifica. Los días siguientes se alegran con el festejo indígena y su ritual de la chicha, del guarapo —bebidas ancestrales fermentadas—. Al final de tanta fiesta, de tanto baile y picardía, suena el himno en un tono fúnebre que suscita un llanto colectivo.

Foto: Santiago Loaiza

Foto: Santiago Loaiza

“El diablo va a ser quemado”. La gente, vestida de negro, se va adentrando en el duelo. Se entierra el calabazo gigante para prometer que el pueblo no beberá más después de una festividad desenfrenada. Antes de su desaparición, los matachines despiden al diablo. Escuchan los versos que él recita para adjudicar las herencias del carnaval. A los fotógrafos de la fiesta les deja sus ojos; a los artesanos, sus manos. Pero si has sido pícaro, ladrón, su Majestad te deja una corona de alacranes, o su cola, o sus cuernos y garras. El testamento se lee en un ambiente de luto. Acá todos lloran la partida del diablo bonachón. Las plazas quedan vacías. De nuevo, el retorno a lo de siempre. Y así, “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza”, como diría Serrat. Tendrán que pasar dos años para volver a recibir al diablo y entregarse a la reconciliación y a la fiesta.