Por Delfina Montagna | @delfi.montagna

Lucrecia Martel cree en la posibilidad de empezar de nuevo. De olvidarnos de todo lo que aprendimos, apostar por el encuentro colectivo y, según la frase que da título al último libro de Caja Negra, “armar un destino común que nos convoque a todos”.

Esta edición reúne charlas e intervenciones públicas de la reconocida directora de cine oriunda de Salta, Argentina, reconocida mundialmente tras estrenos como La ciénaga (2001) y La niña santa (2004). “Es un libro que queríamos leer y no existía”, comenta Malena Rey, una de sus editoras, y parte del equipo de Caja Negra.

El libro se divide en tres partes: en la primera hay clases y conferencias donde la cineasta se explaya sobre distintos abordajes con el sonido y la narrativa en sus infinitas posibilidades. En la segunda hay tres conversaciones, dos con directores —la española Carla Simón y el argentino César González— y una con la escritora y periodista Leila Guerriero. La tercera, más programática, piensa el presente con un diagnóstico y un antídoto: qué pasa con el desarrollo tecnológico, la contracción del espacio vital y la consecuente falta de encuentro con el otro; qué nos depara el futuro.

Sus reflexiones están en gran medida atravesadas por el proceso creativo detrás de Nuestra tierra, su próxima película. Se trata de un documental sobre el asesinato de Javier Chocobar, miembro de la comunidad indígena de Chuschagasta del pueblo diaguita, de la provincia de Tucumán. La película se estrenará en marzo del 2026 y ya recibió el reconocimiento de mejor película en el Festival de Cine de Londres. Le sirve a Lucrecia, muchas veces, como disparador para cuestionar, desarmar y rearmar la historia argentina.

Lejos de ser una lectura de nicho para versados en el cine, Lucrecia parte de su oficio para abarcar una conversación mucho más amplia que lo incluye, pero también lo excede. En sus propias palabras en la presentación: “En este libro no van a encontrar mucho sobre cine, sino sobre lo que los hace querer hacer algo en la vida”. Sin hacer predicciones ni grandes sentencias, Martel se mantiene siempre más cerca de la pregunta que de la respuesta, que es la mejor manera de urdir en el tiempo presente.

Con sus exposiciones, apuntes, derivas y preguntas, este trabajo de edición está lejos de ser una simple transcripción. La labor de Malena Rey y Pablo Marín, de la mano de la propia Martel, tuvo la precisión y delicadeza necesarias para respetar, como detallan al inicio, la frescura de la palabra hablada, con sus insistencias y exageraciones, pero puliendo la prosa para que sea amigable al lector.

"Un destino común" (2025), Lucrecia Martel

La intención declarada de este libro es que funcione como una herramienta, que el lector pueda saquear sus páginas y usar esas ideas para inaugurar nuevas discusiones, integrándolas a una conversación colectiva que nos excede. Hay una coherencia absoluta entre la forma y el fondo: editar un libro que propone reapropiarse de la realidad es, en sí mismo, un acto de reapropiación. Este desafío cobra un valor especial en el contexto de voracidad por la inmediatez que nos toca vivir.

El equipo editorial emprende así la tarea titánica de producir libros sobre el presente —un proceso que llevó dos años— sin ceder al miedo de quedar viejo o de correr tras la última novedad. Según propusieron en la presentación de este libro y la celebración de los 20 años de Caja Negra, para ellos publicar no es solo producir objetos, sino generar la posibilidad de un encuentro colectivo y apuntar a aquel concepto de lujo público. Una infraestructura que nos permita encontrarnos y que el ocio salga de la lógica de consumo.

Su fe ciega en nuestra capacidad de reinventar lo dado se sostiene sobre dos pilares fundamentales que recorren el texto: la conversación y el enrarecimiento. Sobre el primer punto, Martel desarticula la idea del debate como un campo de batalla de argumentos. Conversar, para ella, es derivar, dejar que las palabras fluyan hasta que los interlocutores encuentran la chispa de la curiosidad. El argumento es apenas la excusa para el cruce, pero la verdadera invención del lenguaje ocurre allí donde no compartimos códigos, en el roce con aquel que es verdaderamente un “otro”. Como señalan los editores en la nota preliminar, estos textos buscan sacudir el letargo y la resignación. La cultura, en este esquema, es lo que sucede después de la obra. Es esa charla colateral que nos vincula y perdura en la memoria mucho más que la película o el libro que la detonó.

La segunda idea semilla para reinventarlo todo es el enrarecimiento. Martel nos invita a adoptar una posición de "extraterrestres por un rato", a sustraernos de lo aprendido para volver a ver. “El lugar común es un sendero que está tan transitado que ya ni lo vemos”, explica. Para recuperar la autoría sobre el mundo necesitamos recordar que todo lo que damos por sentado —la adultez, la infancia, el género, la psicología, la religión— es un invento. Si son construcciones, entonces son modificables: ahí radica nuestra potencia. El cine, y el arte en general, es un dispositivo que puede provocar una falla en la percepción, una grieta en esa arbitrariedad normalizada que llamamos realidad.

En su oficio, esta distancia se logra anclándose en el sonido, ese elemento que garantiza la continuidad de lo que no vemos, y en la resistencia a la narrativa del conflicto. Estamos formateados por una matriz bélica que nos obliga a pensar las historias como enfrentamientos constantes. Martel se pregunta —y nos pregunta— si es posible sostener la tensión no por lo que va a pasar, sino por lo que está pasando ahora mismo; si podemos narrar sin depender de la promesa de un choque.

A partir de todos estos disparadores, Martel se enrarece del tiempo, de la linealidad, del lenguaje, de la relación causa-consecuencia, y logra ponernos de frente a la arbitrariedad normalizada que con tanto sosiego aceptamos como realidad.

Cortesía de producción

Cortesía de producción

En el tramo final del libro, nos acercamos a las charlas que describen nuestra contemporaneidad. La pandemia aparece como una marca de época que reveló que podemos vivir encerrados, contrastando la odisea de la exploración urbana con una juventud que, cada vez más, resigna el encuentro callejero por uno virtual. Vivimos un momento de narrativas minúsculas y ofertas infinitas. Para ilustrar esta sensación de derrumbe, Martel recupera una imagen poderosa: la de los "indios insomnes".

La figura, descubierta por ella mientras investigaba para la creación de Nuestra tierra, alude a una crónica del siglo XVI sobre indígenas que deambulaban por las ciudades mineras sin poder dormir, devastados porque su universo cognitivo y espiritual se había hecho pedazos. No se trataba solo de la masacre bélica, sino de un colapso de la percepción: los dioses humillados, el orden conocido desintegrado. Martel traza en paralelo la desorientación y angustia planetarias del día de hoy ante el abismo ecológico y la aceleración del tiempo.

Lejos de caer en una postura tecnófoba reaccionaria, Lucrecia reconoce la posibilidad de un antídoto junto con la potencia del desarrollo tecnológico para la invención artística, e incluso para ganar autonomía frente a los grandes financiamientos. Su confianza está depositada en una generación que, cree ella, desarrollará —o ya tiene— los anticuerpos necesarios para sobrevivir a este ritmo vertiginoso. La clave, como señaló en la presentación del libro, está en encontrar la manera de recuperar algo de nuestro tiempo: usar nuestras horas de sueño y ocio no para consumir, sino para pensar colectivamente cómo salir de esto.

"No hemos logrado armar un destino común que nos convoque a todos. Fracasamos profundamente", les dijo Martel con esperanza y sin un ápice de pesimismo a los estudiantes de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA y en el último capítulo de este libro. Este fracaso implica la libertad total para inventar de cero. Esa es, observa Lucrecia, la tarea de la cultura: encontrar alguna forma de definir hacia dónde vamos.

Una vez más, en este caso por el contexto de crisis económica, sobrecarga de trabajo, represión, recaemos con mucha facilidad en consignas bélicas. Hay que dar una “batalla cultural” para redirigir el norte y para cambiar el destino. Una vez más, Martel ofrece un camino lateral e impensado por muchos: “No hay que enfrentar ninguna batalla. La cultura no es para pelear, es para encontrarse”.