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Contenido creado por Catalina Zabala
Literatura
Destrucción de uno mismo

La poesía en tiempos de caos: Daniel Mella y “La lengua de sus hijos”

El autor uruguayo sigue incursionando en la poesía con su primera publicación del género.

13.08.2025 14:59

Lectura: 7'

2025-08-13T14:59:00-03:00
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Por Ivonne Calderón | @malenamoon13

El autor de la novela El hermano mayor (2016) y del cuentario Lava (2013), por los que recibió el Premio Bartolomé Hidalgo, ha publicado recientemente su primer libro de poesía. En Yo quiero a mi bandera (2024) —obra que no ha hecho más que proponer el valioso diálogo entre géneros—, Daniel Mella ya había incursionado en el lenguaje de la poesía, la precisión de la palabra, su ritmo. Sin embargo, es en La lengua de sus hijos (2025) donde se entrega por completo a la exploración de la escritura poética, y no ha tenido reparos en explicar el porqué. ¿Acaso se requiere una razón para adentrarse en el terreno de la poesía? Él considera que en su caso fue así.

Durante la presentación de La lengua de sus hijos, Mella, en un ambiente de luces tenues, silencio y cierta solemnidad, acompañado por la guitarra de su fallecido hermano Sebastián, de familiares, amigos y alumnos de su taller Usina Literaria, fue enfático al decir que llegó a la poesía cuando, para él, todo se estaba derrumbando. “La poesía fue ese momento de belleza, porque los días eran cuesta arriba con todo lo que estaba ocurriendo en mi vida”, confesó el autor. Su 2024, como ha expresado públicamente, fue un año de caos. Un año en el que la escritura y la lectura de largo aliento se le hicieron imposibles. Ahí, justo en esa ausencia de claridad, en medio de la tristeza y necesitado de la palabra, encontró refugio en los versos. Circe Maia, Basho, Billy Collins, Sharon Olds, entre otros, fueron a la vez compañía y estímulo de escritura para el autor uruguayo.

Pero es el caos el que engendra/la luz/y estos vienen y te venden/la luz/directamente/y es una luz de lamparita/no esa que crea el mundo/y separa las aguas de la tierra/y abre las sombras/No/no es esa luz/Hay que pasar/por el caos/con el peligro de decir:/no he nacido para esto/no hay virtud/no tengo fuerzas/para esto.

Mella, que en sus primeros años de creación literaria se caracterizó por la narrativa de lo sádico y lo violento, expresado en obras como Pogo (1997) o Derretimiento (1998), se ha decantado en sus últimos libros por lo autobiográfico. Ha decidido mostrarse, exponerse de manera más íntima, con el pecho al descubierto como en aquella foto suya del libro Narrativa nativa (2018). Eso es lo que se observa una vez más en La lengua de sus hijos; pero esta vez, apelando a la estructura poética, apropiándose de la perfección del instante, bajo el éxtasis concentrado e inmediato que, como ha dicho, emergió en sus días caóticos.

En su poemario ahonda en la historia de aquel hombre enamorado de Yo quiero a mi bandera. La historia de su propia soledad, de la impermanencia de los sentimientos, de la finitud de las cosas, y entre ellas, del amor. En cualquier caso, no se trata de suponer la separación de ese "yo" a partir del cual Mella escribió sus primeras novelas, sus cuentos, del "yo" desde el que hoy explora otros registros de sentimiento, otras formas de crear. No existe tal abismo. El arte es movimiento.

En su entrevista para Atardecer Naranja de Caras y Caretas, Mella sostiene que “escribir tiene que ver con haber visto una belleza que no puede hacer otra cosa que dejarte una marca o una herida”, y agrega que la creación de lo bello pasa por permitirse la destrucción de uno mismo. Así que en este, su último libro, reivindica una poética de lo intimista, yendo más allá de la superficie del lenguaje. El dolor y la oscuridad aparecen en La lengua de sus hijos como una ruta hacia el encuentro con la belleza, como acontece con las lacas del Japón.

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra (1933) explica que, si se deja una pieza de laca en un lugar oscuro, apenas iluminado por una lámpara de aceite o una vela, cobran profundidad sus reflejos, sus decorados de oro molido. En esta obra de Mella, la sublimación de la complejidad de su vida, de sus tensiones, parece arrojar cierta claridad para sí mismo desde la búsqueda de lo bello en la contemplación y la implicación con el mundo. Algo que se percibe a medida que se avanza en la lectura de los poemas.

El sufrimiento sucede/como suceden las tormentas/entonces tendrá alguna causa/secreta/o no tanto/como el alimento/ayuda a crecer/pero tiene que ser bien/digerido.

El poemario refleja algunas de sus obsesiones: el amor, la pérdida, el vacío, la nada, la muerte, la existencia. Esa “tristeza hasta la desesperación” que menciona en uno de sus versos, le ha devuelto algo a Daniel Mella —el "yo" poético de esta obra—. Ese algo parece ser la capacidad de asombro.

Alguien/en este instante/descubrió la espalda de su esposa./Si todavía no les pasó/paciencia./Tres mil quinientas noches y/tres mil quinientas mañanas y/bendita/su espalda/o está el arrullo de terciopelo/de terciopelo gastado:/su voz./Alguien está descubriendo el viento/aunque el loco en cuestión/haya crecido/y todavía viva/en algún pueblito/perdido digamos muy al sur/de la Argentina/donde el viento es patrón./Alguien descubrirá/un pájaro/una rama/lo que está escrito/en la caparazón de la tortuga […] /Siempre hay un chino descubriendo/la pólvora/a propósito/por accidente.

Son estos poemas las vías subterráneas por las que el autor ha caminado hacia el misterio, observando con mirada curiosa su lugar en el mundo. Un conjunto de poemas ––unos más que otros–– que conversan con el Tao, esa filosofía oriental que acepta el cambio, que piensa la vacuidad, que afirma “si quieres ser todo, acepta ser parte”. El sufrimiento y el caos paradójicamente llevaron al autor a reflexionar sobre la felicidad como serenidad, y esta última como conciencia de la interdependencia. Ya lo dijo Ursula K. Le Guin, “la poesía es el sentimiento de unión con el universo”. Mella ha resignificado para sí mismo la serenidad: “Es sentirse un azulejo pequeño/de un gran mosaico/prescindible/mínimo/confuso/que no sabemos lo que es/exactamente”; y complementa con otra metáfora: “Yo soy el destello/color amatista/en el ojo de un viejo/elefante de circo”; metáfora que da vida a la tapa de este libro, diseñada por su hijo Sebastián González.

El autor de La lengua de sus hijos es otro Daniel Mella, pero Mella, a fin de cuentas. Un autor que ha aprendido que ver puede ser escuchar, permitiéndose el tránsito de la imagen —imprescindible en la narrativa— al sonido. En la feria, en casa, en las charlas con sus amigos, cuenta el propio autor, ha encontrado un poema. Ha descubierto la palabra incluso en la lengua de sus hijos. La poesía está siempre ahí, y se revela, caprichosa, en cualquier circunstancia, brotando de cualquier boca como “un ritmo con una especie de aura”, parafraseando a K. Le Guin.

Atento al sonido de las palabras, Mella ha creado una breve e intensa atmósfera emotiva de amor y pérdida, de soledad y encuentro, de miedo y sosiego. Pero no se ha limitado solo a su historia. En ese proceso de percepción, de contemplación, ha terminado contando las historias de otros con los que se ha conectado de alguna manera. Porque sí, su poesía también se entreteje con la narrativa.

En suma, asegura el autor que este libro le ayudó a descubrirse como un aprendiz absoluto de una manera distinta de decir; una que, además, se permite el vacío, la página en blanco. Porque la poesía tiene eso de abismal que precipita la caída, el vértigo propio de la escritura.