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Contenido creado por Sofia Durand
Historias
Pánico y locura en el parqué

La NBA en Page 2: delirios y disparos del gonzo en pantuflas, desde un rancho en Colorado

Viejo, enfermo y recluido en su bunker; Hunter S. Thompson encontró en el básquetbol otra excusa para escribir sobre el caos norteamericano.

17.07.2025 15:59

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2025-07-17T15:59:00-03:00
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Por Sebastián Chittadini

Lúcido entre el caos y los excesos; egocéntrico, a veces destructivo, Hunter Stockton Thompson había sido una ametralladora con máquina de escribir. Más que un periodista, ese jinete de la contracultura de los años 60 y 70 —que cabalgaba Harley-Davidsons y dormía con una Magnum en la mesita de luz— era un personaje que se terminó comiendo al autor con la misma voracidad con la que tomaba whisky y cocaína, o escupía su odio visceral contra Richard Nixon. Todo bajo sus propios términos e ignorando por completo las normas sociales, las buenas costumbres o los límites éticos. “Cualquier cosa decente y humana me pone nervioso”, dijo alguna vez.

De joven, quería ser “el nuevo Scott Fitzgerald”. Sin embargo, creó un nuevo modelo periodístico basado en una escritura fluida y salvaje, en la que él mismo era el protagonista. Viviendo al borde y a veces más allá, sostenido por una personalidad desquiciada y violenta, el periodismo gonzo mezclaba crónica con una voz exagerada, corrosiva, hiriente.

Sumergiéndose entre el pánico y la locura —o entre el miedo y el asco, según quién tradujera— con la mandíbula apretada, los ojos desorbitados y el alma hasta arriba de ácido, la literatura de ese animal sin correa fue dinamita lanzada directo a la cara del periodismo convencional. Su vida, una espiral sin frenos.

Bienvenidos a Woody Creek

En el condado de Pitkin, Colorado, cerca de Aspen, un puñado de ranchos se agrupa en una curva perdida de la carretera estatal 82. En 1967, no había mucho más que una taberna, una oficina postal, el río Roaring Fork y unos doscientos habitantes. Hasta ahí, desde San Francisco, llegó un hombre marcado por el éxito de Hells Angels, dispuesto a transformar aquel rincón en su santuario y trinchera personal. Con las ganancias de ese libro, compraría la cabaña Owl Farm dos años después. Nadie hubiera imaginado que en un lugar así se escribiría en 1971 Fear and Loathing in Las Vegas, una de las obras más salvajes de la literatura norteamericana.   

Ser el cronista del momento le daba ciertas libertades. Sabía que podía seguir contando la realidad a su manera y sin inhibiciones, porque revistas y diarios se disputaban su firma. Pero pronto empezaron los problemas: editar a Hunter S. Thompson no era tarea sencilla. El padre del periodismo gonzo no negociaba, no cedía, y mucho menos escribía bajo el modelo clásico de las cinco "W". Los plazos de entrega, para él, eran el enemigo natural.

En 1973 probó la cocaína. Varios amigos, familiares y editores coincidieron en que el impacto sobre su productividad y creatividad fue devastador. Su trabajo periodístico empezó a desmoronarse después del viaje a Kinshasa, Zaire, en 1974, donde debía cubrir el Rumble in the Jungle —la pelea por el título mundial entre George Foreman y Muhammad Ali— para Rolling Stone. Mientras el mundo era testigo de la épica, el cronista estrella estaba drogado y desnudo bajo las estrellas, en la piscina del hotel. Tal vez hubiera escrito una pieza a la altura de El combate (1975), de Norman Mailer, pero volvió a Estados Unidos sin nada para entregar. Las palabras comenzaron a escapársele. Entre 1984 y 2004, Rolling Stone solo publicó 17 textos suyos. Sí, menos de uno por año. Y muchos de ellos sin el filo que lo había convertido en leyenda.

Al entrar el nuevo milenio, cabía preguntarse qué quedaba de aquel periodista capaz de infiltrarse entre los Ángeles del Infierno. ¿Un fantasma de sí mismo? ¿Un francotirador jubilado, todavía disparando veneno desde el sillón? Ya no era el cronista más solicitado, ni el mejor pagado, ni el más celebrado. Pero su ego, paradójicamente, estaba aún más desbordado que en los años de gloria. Había sido —como su admirado Ali, con quien además compartía lugar de nacimiento— el campeón mundial indiscutido de los pesos pesados. En su caso, del gonzo.

Y entonces apareció Anita, su segunda esposa. Se casaron en 2003, tras más de dos décadas divorciado de Sandy, la madre de su hijo Juan Fitzgerald. Gracias a su rol crucial de impulso y rescate, Thompson produjo en los últimos cinco años de su vida tanto como en los quince anteriores. No hubo una vuelta a las grandes revistas, ni viajes alucinados; pero sí una columna –más o menos– habitual para la web de la cadena deportiva ESPN. Reflexiones dispares sobre deporte, escritas desde su búnker. No sonaba mal para un viejo pistolero. 

Hunter S. Thompson (1989)

Hunter S. Thompson (1989)

Desenfado e irreverencia en la página 2

Su carrera periodística terminaría de la misma manera en que había comenzado a los veinte años, durante su estadía en la Fuerza Aérea: escribiendo sobre deportes. Antes de la fama y el éxito, también había durado dos semanas como editor de la sección deportiva del Jersey Shore Herald en un pueblito de Pensilvania, y se había mudado luego a San Juan de Puerto Rico para trabajar en El Sportivo, una revista semanal que cerró poco después de su llegada.

Llegaría después su artículo más emblemático sobre deportes, "The Kentucky Derby is decadent and depraved", que además marcaría el origen del término “periodismo gonzo”. Al ver cómo el periodista se colocaba en el centro de la narrativa de una forma nunca antes vista, el escritor Bill Cardoso le dijo: “No sé qué demonios estás haciendo, pero lo has cambiado todo. Es totalmente gonzo”. Así se le llama en el lunfardo irlandés de los bajos al último hombre que queda en pie en un maratón de alcohol, mientras que el diccionario Cambridge dice que significa “estrafalario, disparatado y excéntrico”. Las dos definiciones aplican, al mismo tiempo.

Como en una gran nebulosa creativa, su vida hizo fast forward hasta el simbólico año 2000, cuando el éxito y –sobre todo– la coherencia eran fluctuantes. Había experimentado un breve resurgimiento de popularidad con el estreno, en 1998, de la película Fear and Loathing in Las Vegas, basada en su libro y protagonizada por su amigo Johnny Depp.

El mundo había cambiado, y no solo de siglo. En un contexto en el que las nuevas narrativas digitales buscaban romper con el periodismo tradicional y captar nuevos lectores con un tono más descontracturado y provocador, ESPN lanzaba el blog deportivo Page 2.

¿Por qué no convocar a Thompson como firma estrella? Para él, escribir columnas no implicaba mayor disciplina ni requería viajar. Podía hablar de lo que todos hablaban, en bata y desde la cocina de su casa, con un vaso de whisky en la mano, mirando partidos por televisión.

La página 2 añadió al gonzo en pantuflas, entonces. Hay quienes dicen que fue un error formal considerable. Pero lo habitual era que, al hablar de la sección, apareciera un dato inmediato que captaba la atención: “Tienen a Hunter S. Thompson”. Era la cara visible y su presencia marcaba el tono en un espacio nuevo, rebelde, distinto. Cuando aparecía él, muy distinto. Claro, era un hombre que había acostumbrado a los lectores a su ingenio mordaz y una asombrosa comprensión de la política y la historia. Tenerlo ahí, fusionándolo con acusaciones, sexo y deportes, era deslumbrante. 

¿Cómo funcionaría en un medio digital una leyenda proveniente de una época marcada por el racismo, la división de clases, la guerra y una burocracia que se alimentaba con todo eso? Sus detractores dijeron que no había nada en la página excepto una gloria del pasado pisoteándose a sí misma, porque eso era todo lo que le quedaba. Su estilo era todavía más difuso y divagante, ya no tenía tanta energía ni agresividad y caía de forma constante en la autorreferencia. Daba señales de que sus habilidades estaban menguadas, llevándolo al borde de la caricatura.

En muchas de sus columnas recurría a intentos estilísticos que terminaban siendo tics, como el uso aleatorio de las mayúsculas o una gran cantidad de repeticiones. Podía verse caótico, además de presionado por los plazos de entrega. Pero seguía siendo.

Todavía podían verse rasgos de aquel género periodístico que había nacido y moriría con él: la subjetividad en primera persona, el lenguaje exagerado, la sátira, la crítica social y la voz distintiva todavía estaban ahí. 

El Thompson más crudo encontró una excusa para seguir escribiendo sobre el mundo con vestigios de aquella pluma ácida y brutal, mezclando de forma astuta e irreverente sus observaciones sobre el deporte profesional con críticas a la administración Bush. Por momentos, cuando se olvidaba de las restricciones estilísticas y formales, fluía como si no hubiese nadie leyendo y tampoco le importara. Durante los Playoffs de 2003 de la NBA, nada más captó su atención. Al fin y al cabo, así como era conocida su adicción a las drogas, al alcohol y a la política, no es raro que se haya declarado como un “adicto certificado al básquetbol”. Había nacido en Kentucky, un estado en el que la pelota naranja es casi más religión que deporte.

Foto generada con I.A.

Foto generada con I.A.

Entre Shaquille O’Neal y las armas de destrucción masiva

Cualquier apasionado del básquetbol sabe que lo mejor llega cuando se juegan los Playoffs. Disfruta, profesa amor y odio, hace pronósticos. Si todavía lo puede volcar en una columna semanal, se compromete al máximo y de forma apasionada, el resultado es todavía mejor. Un repaso por esa serie de entregas deja la certeza de que Thompson, incluso en decadencia, era un mejor escritor de detalles que cualquier bloguero. Como “adicto profesional al juego”, insta a orar con fuerza para que ninguna serie de Playoffs terminara 4-0, ya que se perderían muchos partidos y sería una tragedia personal comparable a que le robaran el auto o se encontrara la heladera llena de gusanos. 

Predice –acertadamente– que los San Antonio Spurs serán los campeones de la NBA y concluye que cualquier buen equipo está condenado al fracaso si se lesiona su mejor jugador, como les pasaría a los Sacramento Kings con Chris Webber. Las columnas son caóticas y utilizan a la NBA para observar problemas sociales como el declive de ciertas ciudades o el impacto de los medios de comunicación en el deporte. A veces habla de Shaquille O'Neal, otras veces de las armas de destrucción masiva. Y lo hace con una crudeza y honestidad que para algunos resultaba excesiva, aunque cabe recordar que la revista Playboy rechazó una vez un artículo suyo porque le decía “tonto avaricioso” al campeón olímpico de esquí.

Por tanto, no es raro encontrar allí afirmaciones como que los jugadores de la NBA no juegan en serio todo el tiempo, o que el jugador de los Phoenix Suns Raja Bell es “un punk con alma de rata y corazón de virus”. Los Dallas Mavericks eran “los brutos de Texas”, la Final de la Conferencia Este entre los Pistons y los Nets era “una burla descarada” y se preguntaba: “¿De verdad merecemos cinco minutos más de tiempo extra en este partido de mierda? Este básquetbol es pésimo, pésimo, horrible. No necesitamos más a estos cobardes descarados... ¡Acabemos con esto de una vez!".

Hunter S. Thompson y Oscar Zeta Acosta (1971). Foto: Cashman Photo Enterprises, Inc.

Hunter S. Thompson y Oscar Zeta Acosta (1971). Foto: Cashman Photo Enterprises, Inc.

En otra, comienza compartiendo un poema de su autoría dedicado a los Detroit Pistons, “un equipo que no me importa en lo más mínimo y que nunca me cayó especialmente bien”, mientras hacía predicciones sobre las Finales y le pegaba a Bush, contaba que iría a Las Vegas a reunirse con los dueños de los Sacramento Kings y que tenía pensado regalarle un Mercedes 550E a su esposa. También habla del fin de la liga “Be like Mike” y el fin del éxito de una liga que difundía con desesperación rumores descarados sobre el regreso de su salvador, Michael Jordan. Unos meses después, tras tres años retirado y con la camiseta de los Washington Wizards, Jordan volvía a la NBA

“La espiral descendente de la estupidez” es el título de otra columna, una imagen en la que insiste varias veces a lo largo de ese mes. Diagnostica que el problema de los jugadores de la NBA es “una epidemia salvaje de estupidez y avaricia desmedida”, hace una analogía con Los Tres Chiflados y dice que David J. Stern. el Comisionado de la liga, es un “imbécil parlanchín al que deberían haber echado a pastar hace tiempo”, además de ser más tonto que Moe, Larry y Curly. Por el camino, deja constancia de que antes era hincha de los Lakers, pero dejó de serlo cuando incorporaron a Karl Malone y Gary Payton, dos estrellas venidas a menos que buscaban desesperadamente ganar un campeonato. Menciona que Kobe Bryant –cuyo juicio por agresión sexual en Colorado siguió con mucha atención– no era lo más obsceno en el equipo de Los Ángeles.  

Pero no todo es malo. En otra de sus columnas se declara fan del base de Sacramento Bobby Jackson, al que llama "uno de los jugadores con más clase de la liga". También elogia a medias a Tim Duncan, “un tipo agradable y nada divertido". Son recurrentes sus tips a los apostadores y la presencia de Anita. Por ejemplo, cuenta que su esposa le está dando de comer uvas mientras mira un partido; o que beben whisky escocés pura malta 18 años en un decantador de cristal Tiffany, se dan palmadas en los muslos con risas alegres y fuman estramonio, por los viejos tiempos: “Vale, vale, sí, aquí está. Envíalo. Eso es lo que le estoy diciendo a Anita ahora mismo. Se está poniendo agresiva con la fecha límite. Así que eso es todo por esta noche. Fin”.

Hunter S. Thompson, 67 años, autor, se suicida

El titular del New York Times, el lunes 21 de febrero de 2005, fue minimalista. Un contraste simbólico con el periodismo –y el estilo de vida– del protagonista de la necrológica, tan profundo como el deterioro físico y mental que habían dejado las décadas de excesos y peleas perdidas.

Ya no era aquel que acostumbraba a desayunar masivamente –al aire libre y de preferencia desnudo– una mezcla de Bloody Marys, café, bocaditos de cangrejo, tortilla española, margaritas y cocaína; rodeado de dos o tres diarios, un teléfono, una libreta y buena música. El Hunter S. Thompson del final era uno en silla de ruedas por los dolores crónicos en la espalda y las piernas, con prótesis de cadera y una infección pulmonar. Había dicho alguna vez que no quería vivir más allá de los 50 años y vivió 17 más. Cuando se casó con Anita, le prometió diez buenos años, pero solo le dio dos.

Ese domingo, su hijo, su nuera y su nieto estaban de visita en Owl Farm. Llamó por teléfono a su esposa para preguntarle si podía volver a la cabaña para ayudarlo a escribir su columna semanal para Page 2. Anita no lo sabía, pero Thompson ya había escrito lo que Rolling Stone publicaría como su nota de suicidio: "No más partidos. No más bombas. No más caminatas. No más diversión".

Del otro lado de la línea, la mujer escuchó algo que sonaba como el traqueteo de las teclas de la máquina de escribir. Los informes determinaron que era Thompson martillando la calibre 45 sobre su sien. Eran las 17:42, hora local, cuando cayó sobre la IBM Selectric III roja. En Denver, a menos de 200 kilómetros de Woody Creek, faltan 18 minutos para que empiece el All Star Game 2005 de la NBA. Hacía dos años que no escribía sobre básquetbol, apenas escribiría 12 columnas más entre el final de aquellos Playoffs de 2003 y su última entrega, cinco días antes de su muerte.  

A mediados de 2004, la editorial Simon & Schuster recopiló algunas de esas columnas y las publicó bajo el título Hey Rube: Blood Sport, the Bush Doctrine, and the Downward Spiral of Dumbness. Todos aquellos que se animaron a probar formatos nuevos y poco convencionales, los que escribieron y apreciaron los análisis delirantes con rastros de lucidez y se subieron al torbellino que fueron esos cuatro años y medio, brindaron en memoria del hombre que había llevado todo al límite. Incluso una columna deportiva. 

En la modesta cabaña que vio nacer textos de leyenda entre borracheras, humo de cigarro y alucinaciones inducidas por la mezcalina, casi todo quedó inalterado: el televisor Panasonic siempre encendido, sintonizando algún canal de noticias o deportes, el piano vertical antiguo repleto de libros, la pancarta del Che Guevara adquirida en la última gira por Cuba, la máquina de escribir y una computadora Macintosh en el ala trasera de la casa. Esculturas. Una máscara de Nixon. Armas. Libros. Una bicicleta y un Pontiac Grand Ville rojo cereza que duermen en el garaje. También sus palabras, escritas a mano con marcador rojo en los infinitos post-it que empapelan las paredes, como una muestra cabal de que el gonzo siempre es el último hombre en pie.

Por Sebastián Chittadini