En el cine de terror, el “mal” femenino aparece una y otra vez: la chica que mata, la madre que conspira, la joven que come hombres, la mujer que organiza el pánico. Pero si se mira con el suficiente cuidado, lo que está en juego casi nunca es un monstruo aislado, sino una estructura que lo produce.
Este artículo recorre seis personajes femeninos de seis películas bien distintas entre sí —Carrie (1976), Misery (1990), Rosemary’s Baby (1968), Possession (1981), Jennifer’s Body (2009) y Weapons (2025)— para preguntarnos: ¿qué rol juega la mujer en el mal del género, cuándo se convierte en agente y cuándo en víctima del sistema? Y sobre todo: ¿cuándo esa “maldad” es una construcción narrativa que refleja algo más grande?
En Carrie el terror no viene de lo sobrenatural. Todo lo que rodea a la protagonista (su madre, sus compañeras, los adultos que miran para otro lado), funciona como un sistema de castigo hacia una mujer que empieza a descubrir su cuerpo. La película muestra que lo monstruoso está en cómo el entorno reacciona ante una adolescente que sangra, siente deseo y reclama lugar.
La escena del vestuario es clave: el horror empieza cuando Carrie menstrúa por primera vez y sus compañeras la ridiculizan. El miedo inicial es a la vergüenza. En su casa, la madre refuerza esa humillación con fanatismo religioso: el cuerpo femenino es pecado, el deseo es amenaza. Carrie crece así, atrapada entre dos instituciones —la familia y la escuela— que la reprimen y la exponen.
Cuando finalmente estalla en el baile, responde de manera lógica a años de abuso. La sangre que le tiran encima no la vuelve un monstruo, sino que la libera del rol de víctima. Es por esto que la masacre final no se lee como venganza fantástica, sino como ajuste de cuentas social. De Palma filma esa escena como una tragedia inevitable.
Carrie deja claro que el “mal femenino” es un invento de los que necesitan controlar el cuerpo y el deseo de las mujeres. Si ella se convierte en amenaza es porque el mundo no le dio otra salida. Lo que el cine presenta como furia sobrenatural es, en realidad, la consecuencia más humana de todas: la de alguien que se cansó de ser humillada.
En Misery, Annie Wilkes representa la consecuencia de un sistema que romantiza la obsesión y el control. Es una fanática de la cultura del ídolo. Vive sola, aislada, alimentándose de los libros de un hombre que no sabe que ella existe. Cuando él cae frente a su casa, literalmente destruido, ella ve la oportunidad de poseer lo que admira.
Annie no es un monstruo clásico. No seduce, no engaña, no invoca demonios. Su poder viene del orden, de la rutina, de la corrección constante. Es la mujer a la que el mundo le negó protagonismo y encontró en la literatura ajena una forma de existencia. Lo que hace con Paul Sheldon es un intento desesperado de recuperar control sobre un universo que nunca la tuvo en cuenta.
Cuando le rompe los tobillos al escritor no busca castigar a un hombre, sino corregir la historia. Esa escena define todo el sentido del personaje: su violencia nace del deseo de imponer una versión coherente del mundo, una en la que ella tenga poder. Y eso, filmado sin glamour ni ironía, es lo que la hace tan perturbadora.
Misery muestra que el mal femenino no siempre se disfraza de deseo o de locura. A veces se construye en silencio, en la rutina, en la obsesión por sostener algo que ya no tiene sentido. Annie es el resultado de una vida sin voz que, de golpe, la obtiene de la peor manera.
En Possession lo que asusta es la desintegración emocional de una mujer a la que la sociedad no le deja espacio para existir fuera del matrimonio. Anna se separa, pierde control y la historia convierte esa ruptura en una explosión física: sangre, fluidos, gritos, un cuerpo que literalmente no soporta más. Anna está atravesada por un sistema que no admite deseo, ni autonomía, ni contradicción. Cuando intenta escapar de eso, el cuerpo se le desarma.
Helen, su doble, representa lo que el mundo espera: calma, orden, domesticidad. Es la versión aceptable de la mujer. Anna, en cambio, es la que siente demasiado, la que no puede mantener la compostura, la que deja ver el costo real del control. La película las pone en espejo para dejar claro que lo “monstruoso” es la exigencia de contención.
En su famoso colapso en el túnel, Isabelle Adjani se retuerce como si estuviera pariendo algo que no debería existir. Es la escena más literal sobre lo que pasa cuando el deseo y la represión chocan. Hay un cuerpo diciendo basta.
Possession entiende el “mal femenino” como síntoma. Anna no representa una fuerza demoníaca: representa lo que ocurre cuando la mujer deja de ser lo que el sistema necesita que sea. Su “posesión” no viene del infierno, viene de la imposibilidad de seguir fingiendo normalidad.
En Rosemary’s Baby, el verdadero horror no es el satanismo, sino el matrimonio. Polanski arma una historia donde el cuerpo de una mujer se convierte en propiedad pública: su marido negocia su embarazo con un grupo de ancianos que representan al patriarcado, la ciencia y la religión al mismo tiempo. Rosemary, interpretada por Mia Farrow, empieza la película como una esposa dócil que sueña con una familia perfecta, y termina convertida en símbolo del control absoluto sobre el cuerpo femenino.
Nunca se muestra a Rosemary como una heroína tradicional ni como una villana. Es víctima, pero también es testigo lúcida de su propio encierro. Cuando empieza a sospechar, nadie le cree: ni su marido, ni su médico, ni sus vecinos. La duda se vuelve su única herramienta. El mal no está en ella ni en el bebé que lleva, sino en la estructura que la rodea y decide por ella.
Los pasillos del edificio Dakota parecen eternos, los vecinos se entrometen con una cortesía que asfixia y el marido, interpretado por John Cassavetes, se convierte en el enemigo más cotidiano: el hombre que sonríe mientras entrega el cuerpo de su esposa a otros. Cada gesto amable es una forma de invasión. Cada consejo médico, una orden disfrazada de cuidado.
La secuencia del sueño (cuando Rosemary es violada mientras la drogan) resume todo el sentido de la película. El horror se filma con la estética de la obediencia. Nadie grita, nadie la salva, todos actúan como si nada pasara. El espectador, igual que ella, queda atrapado en esa ambigüedad entre pesadilla y realidad. Convertir el abuso en parte del decorado es la genialidad de esta película.
El final, con Rosemary meciéndose ante la cuna, no ofrece redención ni castigo. Ella no destruye el mal ni escapa de él, lo acepta porque no le queda otra. Esa aceptación es el agotamiento. En su mirada se condensa la lógica del terror moderno: el mal triunfa cuando la resistencia se vuelve imposible.
Rosemary’s Baby habla del matrimonio, de la maternidad y del contrato social que encierra a las mujeres bajo la apariencia del amor. La película usa el terror sobrenatural como excusa para exponer algo más inquietante: la normalidad. En ese sentido, Rosemary es víctima de una estructura que necesita domesticar su cuerpo para conservar el orden. El “mal femenino” que la historia sugiere proviene de un mundo que la convierte en incubadora, en símbolo, en propiedad.
Jennifer’s Body parte de una premisa sencilla y brutal: una adolescente atractiva es sacrificada por una banda que busca fama. Es una lectura perfecta sobre cómo la cultura pop usa y descarta a las mujeres jóvenes. Cuando el ritual sale mal y Jennifer resucita convertida en algo que devora hombres, el film invierte la lógica del terror. No es ella quien encarna el peligro, es el sistema que la convirtió en objeto y ahora no puede controlar su revancha.
Lo que hace Diablo Cody desde el guion es usar el género para exponer esa hipocresía. El cuerpo de Jennifer fue consumido por la mirada masculina, por los medios y por la publicidad antes de transformarse en monstruo. Lo sobrenatural apenas da forma a una rabia que ya existía; su venganza es contra un orden que la usó como símbolo y la descartó cuando dejó de servir.
La relación con Needy, su mejor amiga, también sostiene la lectura de poder. Entre ellas hay atracción, celos y dependencia. Jennifer representa lo que el mundo valora; Needy lo que el mundo ignora. Cuando la dinámica se rompe, el vínculo se convierte en campo de batalla. Ninguna es inocente, pero solo Jennifer paga el precio del deseo.
La película fue malinterpretada cuando se estrenó porque el público no estaba preparado para ver a una “chica mala” que no fuera fetiche ni víctima. Hoy, Jennifer’s Body se lee como una sátira del miedo masculino al cuerpo femenino autónomo. Jennifer muere por haber querido existir fuera de los límites impuestos. Su “monstruosidad” no es más que el reflejo de lo que el mundo le hizo.
En Weapons (2025), Gladys —interpretada por Amy Madigan— es la verdadera fuente del mal. La película la presenta como una figura que encarna una forma moderna de mal: invisible, educada, socialmente aceptada. No necesita esconderse, porque su poder proviene justamente de su rol de “mujer confiable”. La autoridad femenina, históricamente asociada al cuidado, se vuelve un mecanismo de control.
A lo largo de la trama, se revela que está detrás de la desaparición de los 17 niños y que utiliza a los adultos como instrumentos de su propia manipulación. Los convence de lastimarse, de obedecerla, de callar. Su poder no viene de la magia en sí (aunque se insinúan rituales de sangre y longevidad sobrenatural), sino de algo más reconocible: la capacidad de hacer que los demás confíen. Lo perturbador no es que Gladys sea una bruja, sino que nadie sospeche de ella.
La actuación de Madigan refuerza esa lectura. Habla con suavidad, se mueve despacio, sonríe casi maternalmente mientras comete actos atroces.
En esa línea, Weapons actualiza el arquetipo de la bruja. Ya no vive en un bosque ni cocina pócimas, vive en un barrio residencial y maneja la información. Su magia es psicológica, su poder se sostiene en la obediencia de los demás.
Gladys encarna el miedo actual al poder silencioso, al liderazgo que se disfraza de amabilidad, al mal que no necesita gritar porque todos ya lo escuchan, sin darse cuenta. Su figura marca un nuevo tipo de “maldad femenina” en el cine de terror, una que no surge del deseo reprimido ni de la locura, sino de la eficacia.
En todas estas películas, el “mal femenino” no aparece como una esencia misteriosa, lo hace como una consecuencia. Cada una de estas mujeres reacciona frente a un entorno que la limita o la empuja más allá de lo tolerable. El terror, entonces, no nace de sus actos, sino de lo que las rodea: la educación, la familia, la pareja, la comunidad.
A través de ellas, el género muestra algo más profundo que la simple figura de la villana. Revela los mecanismos sociales que convierten la frustración, el dolor o el deseo en amenaza. En lugar de verlas solo como monstruos o víctimas, es acertado leerlas como reflejos de su tiempo, como manifestaciones de miedos colectivos que el cine transforma en imágenes.
El mal, en estos casos, es producto de una atmósfera. Y quizá es por eso que estas películas siguen funcionando. Detrás de lo sobrenatural o lo extremo, siguen hablando de lo mismo que siempre nos inquieta: la posibilidad de perder el control, y lo que ocurre cuando alguien se atreve a recuperarlo.