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Literatura
Horrible cordura

Edgar Allan Poe y su incursión en la psicología atormentada detrás del cuento de terror

El temor a la pérdida de las facultades racionales como el peor de los enemigos sigue siendo el legado del autor a 176 años de su muerte.

07.10.2025 15:56

Lectura: 7'

2025-10-07T15:56:00-03:00
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Por Catalina Zabala
catazabalaa

La muerte de Edgar Allan Poe parecía una jugada irónica de un dios desconocido. Un destino determinado desde el esbozo de sus primeras obras. En un siglo XIX en el que el concepto de la salud mental prácticamente no existía, Poe retrató —consciente de ello o no tanto— los rincones más retorcidos de la mente humana. A veces de manera directa, otras desde más lejos, la eligió, en reiteradas ocasiones, como el escenario para sus historias de terror.

Murió el 7 de octubre de 1849 en Baltimore, Estados Unidos, a sus 40 años. La causa de muerte concreta nunca se confirmó, aunque en su momento se habló de una congestión cerebral. Lo encontraron en la vía pública con ropa que no le pertenecía y suplicando por un tal “Reynolds”. Fue trasladado a un hospital, en el que pasó sus últimos tres días de vida entre sudoraciones, delirios y alucinaciones, sin dejar de repetir el nombre de “Reynolds”. Esto parecía sacado de uno de sus cuentos de terror.

Allan Poe es considerado un autor romántico y un genio del terror: atmósferas oscuras, figuras espectrales sobrenaturales, culto a lo misterioso, énfasis en la subjetividad que roza con lo onírico. Todo eso está, pero con matices. Una de las diferencias más importantes frente a sus colegas románticos fue su interés por los procesos mentales por encima de la emoción. Mientras otros se entregaron a las sensaciones a flor de piel como su musa inspiradora máxima, él prefirió estudiar qué pasa con la mente humana, y concretamente, qué pasa cuando esta se altera. Sus personajes, frecuentemente atormentados y marginales, eran su experimento. 

Edgar Allan Poe. Foto: Galería Nacional de Arte de Washington D. C.

Edgar Allan Poe. Foto: Galería Nacional de Arte de Washington D. C.

Las teorías del inconsciente de Freud tardarían décadas en aparecer, el análisis científico de la mente humana era muy incipiente aún. Y en medio de este terreno pedregoso y todavía sin podar, Poe comenzó a escribir. Con El corazón delator (1843) dio los primeros pasos de lo que se conoce como terror psicológico. Un protagonista que asegura no estar loco, pero que demuestra lo contrario. Contradicciones, comportamientos erráticos, voces del más allá, y el asesinato como consecuencia de la locura, o quizás causa de la misma. La vedete de varios de sus cuentos. El último síntoma de que la pérdida de las facultades racionales humanas son dignas del horror. El juego con lo impredecible.

Este corazón que no deja de latir como una máquina de tortura se retomaría en múltiples obras de la posteridad, como en el célebre Crimen y castigo (1866) de Dostoyevski. La culpa incontenible como el enemigo principal de un criminal y su secreto mejor oculto. Los procesos psicológicos que nos llevan a actuar, en un mundo en el que lo real y lo onírico coquetean y se mezclan de manera constante.

La falta de información lleva a querer llenar huecos y a asustarse de estos. Creencias religiosas, supersticiones, historias sobrenaturales que llenan el vacío. Las cosas que no se comprenden derivan en tabús. Aquellas áreas de la vida diaria que todos enfrentamos, pero que no decimos en voz alta. Para los lectores del siglo XIX, las pesadillas, las alucinaciones, las voces que se ocultan en la cabeza y los cuerpos inoperantes configuraban un imaginario que seducía y atemorizaba al mismo tiempo. La búsqueda de respuestas que no querían conocer.

Horacio Quiroga. Foto: Biblioteca Nacional del Uruguay

Horacio Quiroga. Foto: Biblioteca Nacional del Uruguay

La crítica literaria siempre buscó emparentar las vidas de los artistas con la búsqueda de sus obras. Y en las historias de miseria y terror, la lectura más sencilla es atribuir la causa a una vida conflictiva. Para muchos, el trastorno bipolar que sufría Edgar Allan Poe trazó la línea oscura y sufrida que elegiría para sus historias. La Rusia fría y empobrecida de Fiódor Dostoyevski le regalaría el escenario perfecto para el realismo más crudo. Y más cercano, Horacio Quiroga y las creencias de que las múltiples y tempranas muertes en su vida le darían la pluma oscura que trabajó durante toda su carrera.

En los cuentos de Allan Poe, los acontecimientos que se narran no son lo más importante: el punto está en la construcción de una atmósfera, generalmente oscura. En el efecto que busca generar en su lector. En La caída de la casa Usher (1839), lo más importante no es lo que realmente le sucede a Madeline, sino la intriga que el lector sufre al respecto. El aura espectral que inunda la casa antigua como un veneno tóxico para sus habitantes y quienes la visitan. La sensación de que allí hay algo más que vida humana. También hay algo que la trasciende y, que en este caso, la amenaza.

Juega con la falta de entendimiento del lector y su intriga; lo mantiene atento hasta descifrar el caso al final del relato. El lector siempre termina en un lugar detectivesco. Se lo considera el inventor del género policial moderno, principalmente por Los crímenes de la calle Morgue (1841). Y su interés por la dinámica del detective no sorprende: es aquel que busca patrones lógicos donde no parece haberlos. Quien desentierra el hilo conductor que une los acontecimientos cuando hay una verdad que permanece oculta. Arroja luz en la oscuridad. Y en su enardecido placer por las explicaciones lógicas del caos, encuentra en el delirante el mayor de los villanos.

La percepción —o necesidad— humana de que existe algo más allá es tan antigua como la propia especie. Y en el universo del terror el juego con los límites del raciocinio y la estabilidad mental es una carta que se juega de manera constante. El coqueteo con la caída de la ciencia y la razón humana vencida por algo superior es una imagen que seduce de manera constante a cuentistas y narradores de todas las épocas.

Horacio Quiroga. Foto: dominio público

Horacio Quiroga. Foto: dominio público

Al igual que su maestro de habla inglesa, Quiroga también exploró el peligro de la razón atormentada en La gallina degollada (1917). Varios niños terminan asesinando a su única hermana sana. Ambos autores se vieron seducidos por el universo inexplorado del cerebro humano y los peligros que podía significar. Pero en el caso de Quiroga ya había más conocimiento al respecto. Así, no se inclinó tanto por el desequilibrio mental como un misterio, sino por lo frágil e insuficiente de su naturaleza.

Fue un admirador de Poe a viva voz. Lo hace evidente en su Decálogo del perfecto cuentista (1927). La primera de las 10 indicaciones ordenaba: “Cree en el maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov) como en Dios mismo”. Para él, Poe era el primero, y se deja ver en la estructura de sus cuentos. Comienzos abruptos, relatos breves, descripciones filosas. Atmósferas que aplastan y que se salen de control.

Dejó que sus papeles se impregnaran no solo con el perfume de su época, sino con lo que contenía su retina. Paisajes selváticos, animales salvajes, su residencia en la selva de Misiones le dio el paisaje exótico que buscaron muchos autores románticos en épocas anteriores. Y al igual que Poe, la visión oscura de su entorno. Enemigos en cada esquina, y una fuerza de la naturaleza que parece conspirar de manera constante contra la supervivencia del ser humano. A la deriva (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921), o incluso El almohadón de plumas (1917).

El legado de Poe fue arrollador. Parece ser que, en aquel siglo XIX que describió en colores oscuros, abrió una ranura en el panorama literario que hasta el momento no había sido tan explorado. Pero luego de él, varios emprendieron el mismo camino. Dostoyevski en Rusia, Quiroga en Uruguay. Su tinte negro también se encuentra en Baudelaire, en Lovecraft, en Borges y en Cortázar. Y hoy, la psicología amenazante late en miles de narraciones tanto literarias como cinematográficas. Las historias de asesinos en serie y raras dolencias de comportamiento llenan tanto librerías como salas de cine desde hace décadas. Porque el terror más eficiente se esconde ahí, en lo que no entendemos. En lo que forma parte de la realidad y puede convertirse en un problema palpable de un día para el otro. En el desconcierto de lo que no se entiende y no se puede predecir.

Por Catalina Zabala
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