Por Ivonne Calderón | @malenamoon13
El Festival de Woodstock que tuvo lugar en 1969 y en una granja de Bethel, a más de cien kilómetros de la ciudad de Nueva York, ha pasado a considerarse uno de los momentos icónicos de la cultura contemporánea. La Feria de Arte y Música de Woodstock, llamada así de manera oficial, reunió cerca de quinientas mil personas, por entonces inconformes con la política internacional del gobierno de los Estados Unidos; hippies que encontraron en Woodstock un escenario para hacer frente a la guerra.
Al ritmo de Hendrix, The Who, Janis Joplin, Santana, entre otros, la gente disfrutó una jornada de gran calidad musical que incluso quedó para la posteridad en Woodstock: Three days of peace and music, el documental ganador del Óscar en 1971.
Una vez que la década del 60 terminó, esa tendencia de eventos masivos de música rock cundió por buena parte del mundo. La gente vibraba en el espíritu de los macroconciertos y la psicodelia, a la luz de la experiencia apoteósica de Woodstock. Así, por mencionar algunos, tuvieron lugar el Festival de la Isla de Wight en 1969, el de Avándaro en México; los eventos de Bogotá, Colombia, en 1970, y el Festival de Ancón en Medellín en junio de 1971.
En el caso de Colombia, fue este último el que logró mayor incidencia en la historia del rock nacional debido a su afrenta al catolicismo exacerbado de la sociedad medellinense. El arzobispo puso el grito en el cielo una vez que se difundió la publicidad del encuentro en el Parque de Ancón, terreno ubicado en La Estrella, Antioquia, propiedad del municipio de Medellín. De manera que, si se trataba de ir en contra del statu quo, el Festival de Ancón cumplió con creces su cuota.
Festival de Ancón (1971). Foto: Biblioteca Pública Piloto de Medellín
En Bogotá, capital del país cafetero, ciudad menos confesional y más cosmopolita, ya se habían realizado festivales de rock al aire libre. El Festival de la Vida en junio de 1970 en el Parque Nacional, y dos meses después Rock en las Montañas; el Festival de la Amistad en el Teatro de la Media Torta, en el que aparecieron bandas bogotanas como La Gran Sociedad del Estado, La Banda del Marciano, el dueto de Ana y Jaime.
Sin duda, Bogotá había entrado a la movida hippie y rockera con mayor ímpetu que otras ciudades de Colombia, incluida Medellín, que, aunque vivía una incipiente revolución musical por el rock, no había logrado catapultar este género como elemento crucial de la cultura pop de la ciudad. Quizá por esta razón el Festival de Ancón fue tan importante: aunque en la ciudad el rock era una cuestión en ciernes, inesperadamente manifestó a través de la contracultura la existencia de un movimiento juvenil poderoso.
¿Qué fue Ancón? ¿De dónde surgió? No es exagerado afirmar que el Festival de Ancón fue producto del nadaísmo y la psicodelia. Es bien sabido que en los años sesenta del siglo pasado surgió un movimiento caracterizado por la excitación de los sentidos mediante alucinógenos, experiencias musicales y todo tipo de estímulos.
Festival de Ancón (1971). Foto: Biblioteca Pública Piloto de Medellín
Por su parte, el nadaísmo, fundado por el escritor antioqueño Gonzalo Arango, fue el gran movimiento cultural colombiano, literario y artístico que, también en la década de los 60, manifestó su irreverencia y repudio a las normas sociales y culturales del país del Sagrado Corazón de Jesús. Los nadaístas eran nihilistas, existencialistas, y abrieron camino a la contracultura en Colombia. Cuenta la leyenda que, un día, en las playas paradisíacas de San Andrés, Gonzalo Caro, un melenudo rebelde y rockero medellinense, amigo cercano de Arango y los nadaístas, tuvo la epifanía de un festival multitudinario en Medellín. En un viaje de psicodélicos, Caro, más conocido como “Carolo”, vio cómo en las nubes, sobre las aguas celestes, tomaba forma el escenario y la multitud de rockeros. En un arrebato, se lo contó a Arango, y enseguida se propuso llevar a cabo el evento que pasó a la historia como el Festival de Ancón.
Carolo, en el delirio de su epifanía, llegó a Bogotá buscando apoyo para su proyecto. Sin respaldo de capital privado, consiguió hacer realidad su sueño gracias a la colaboración de Humberto Caballero, promotor cultural y de bandas de Colinox Unidos, así como de Álvaro Díaz y Edgar Restrepo, que pasaron a ser, junto a Carolo, los organizadores de un festival que desbordó el terreno y se enfrentó, sin aspavientos, al ultracatolicismo de Medellín. Como esta ciudad no contaba con un número significativo de bandas de rock para sostener el espectáculo musical, los organizadores bogotanos movieron sus influencias para no dejar solo a Carolo en su empresa. Músicos de la capital se desplazaron hasta Medellín, y los equipos de sonido requeridos para la magnitud del festival viajaron cientos de kilómetros para acompañar a la multitud.
Festival de Ancón (1971). Foto: Biblioteca Pública Piloto de Medellín
El reconocido periodista Germán Castro Caicedo, que cubrió el evento para el diario colombiano El Tiempo, asegura que Ancón “fue una cosa armada con más buena voluntad que conocimientos”. Muy pronto, gracias a la cobertura de los medios —radio, prensa, televisión—, corrió el rumor de Ancón. Miles de “hippies melenudos” y “niñas ataviadas”, como les llamaban los sectores conservadores, viajaron desde diversos rincones de Colombia a Medellín; algunos lo hicieron a pie, otros haciendo dedo, y los más acomodados en ómnibus. También llegaron turistas de Estados Unidos, y algún que otro británico, porque se decía que Ancón iba a ser tan grande como Woodstock; por supuesto, no fue de esas proporciones, pero el frenesí por los festivales, como se ha dicho al inicio, provocaba siempre esa gran expectativa. La cuestión es que, pese a que no fue un festival del talante de Woodstock, sí fue lo suficientemente disruptivo como este en su momento, al menos para el caso de la sociedad colombiana. Eso explica por qué los medios de comunicación nacional e internacional decidieron cubrirlo.
Festival de Ancón (1971). Foto: Biblioteca Pública Piloto de Medellín
Arriba de una caseta metálica, con cimientos aún frescos, sin luces, con un sonido en todo caso limitado e instrumentos que se turnaban los artistas, se dio inicio a los tres días de música de Ancón. Nubes de marihuana por doquier, hongos (que abundaban en el Parque de Ancón, razón que también movió a Carolo a escoger este sitio), cacao sabanero y toda clase de sustancias alucinógenas acompañaron el desarrollo del festival. La lluvia no cesó. Los hippies quedaron sepultados en el lodazal y, sin embargo, se mantuvieron firmes en la fiesta, escuchando las bandas. La gente desnuda bailando, las “fogatas del amor” en las que se sentaban a observar el fuego, su crepitar; la música de fondo. La gente armando el pucho de marihuana, y el río Medellín recibiendo los cuerpos enlodazados que se limpiaban en sus aguas. Eso fue Ancón, una libertad que desesperó a las autoridades eclesiásticas, mucho más porque el alcalde de Medellín, Álvaro Villegas, concedió el permiso para hacerlo, y se permitió la licencia de inaugurar el festival; un gesto que le costó la alcaldía.
Se calcula que, juntando los tres días del festival, el número de asistentes rondó las trescientas mil personas, entre hippies y curiosos. Otros hablan de cien mil, otros de treinta mil. Nadie sabe a ciencia cierta y con precisión, cuánta gente fue. Lo que sí está claro es que se trató de una fiesta pacífica que, no obstante, vivió la agresión de la fuerza pública, de la ciudadanía antioqueña que denostaba el evento por “atentar contra las buenas costumbres y la moral católica”. Y, como si ello no hubiese sido suficiente, grupos armados de terratenientes de la zona irrumpieron en el festival, arriba de sus bestias, para maltratar a los asistentes.
Festival de Ancón (1971). Foto: Biblioteca Pública Piloto de Medellín
Quizá más descabellado aún, los comunistas, especialmente la Juventud Comunista, acusaron al Festival de Ancón y sus organizadores de ser aliados de la CIA, de estar financiados por la agencia. Se dice, también, que los brujos de la región exorcizaron previamente el suelo de La Estrella para protegerlo de los “degenerados”. Historias semejantes, unas más hiperbólicas que otras, se han contado en torno al fenómeno que supuso Ancón 1971.
En cualquier caso, este festival puede considerarse como la cresta de la ola del rock colombiano. Bandas bogotanas como Los Flippers, Columna de Fuego (folk-rock), La Gran Sociedad del Estado, Hope, los Free Stone de Medellín, Hidra de Cali, La Banda del Marciano, entre otros, sin que hubiesen sido ampliamente numerosas, se dieron cita en el Parque de Ancón. Miles de jóvenes movidos por el repudio a la crisis social y bélica del mundo, tal como sucedió en Woodstock, encontraron en el Festival de Ancón una forma de protesta contra el sistema, anteponiendo las nociones de paz y amor, semillas del movimiento hippie.
Ancón fue, sin lugar a dudas, una de las tantas manifestaciones culturales de la ruptura generacional de los jóvenes colombianos de aquella época, cansados del terror, la guerra, la violencia. Jóvenes que repudiaban los costos de la Guerra Fría.
Lamentablemente, el registro fílmico del Festival de Ancón es escaso, por no decir nulo; no obstante, han quedado algunas fotografías y ese lema del evento que se ha preservado por décadas: “Es cuestión de fe y nos uniremos todos en la música”.
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