Por Sofía Lust
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Se dice mucho que el cine perdió “realismo”. Sin embargo, pocas veces se explica con precisión qué significa esa sensación. El punto no es si algo fue filmado en celuloide, si el CGI es “mucho” o si la iluminación es plana. La cuestión es más estructural. Tiene que ver con cómo la imagen organiza el espacio y cómo nuestra percepción interpreta ese espacio como creíble o artificial.
Una película puede ser ficticia y aun así sentirse real, si activa los mismos mecanismos sensoriales que usamos para orientarnos en el mundo. Eso es el realismo perceptual. Una imagen resulta convincente cuando la luz, la textura, el color, la profundidad y el movimiento están ordenados de un modo compatible con la percepción humana. Cuando eso no ocurre, la película se vuelve plana, sin importar si está llena de efectos o si se filmó en una locación auténtica.
Muchas películas del pasado tenían algo simple pero efectivo: gran parte del plano estaba en foco. La cámara se colocaba a más distancia y dejaba que el entorno conviviera con los personajes. El espectador podía leer las capas del fondo, los objetos lejanos, el terreno. Ese nivel de información visual reproduce cómo percibimos un espacio real. Por eso un plano de El mundo perdido: Jurassic Park (1997), incluso sin dinosaurios, se siente más tangible que gran parte de las imágenes de la saga actual.
El Señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001), Peter Jackson
El señor de los anillos funciona por la misma lógica. Los paisajes no son solo hermosos, son legibles. En cambio, El Hobbit toma decisiones formales que aplastan la sensación de mundo físico. Mucho fondo borroso, mucha proximidad, poca integración entre figura y espacio. El resultado es un mundo que se parece más a una capa decorativa que a un entorno habitable.
El cine contemporáneo adoptó como estándar una estética de planos medios y profundidad de campo mínima. El famoso “look cinematográfico” que termina aislando al personaje y borrando el entorno. Eso destruye la tridimensionalidad del cuadro, y la película pierde la posibilidad de ser explorada visualmente. Ant-Man y la Avispa: Quantumania (2023) es el caso más extremo. Fondos blandos, sin detalle, tomas que no permiten leer el espacio. Ni siquiera los planos generales muestran claridad. Es un mundo sin geografía, sin estímulos periféricos. Sin información para que el ojo arme algo coherente.
El contraste con Avatar: El camino del agua (2022) es inmediato. También es digital, pero está lleno de detalles visibles. Cada plano presenta capas completas del entorno. El espectador no necesita ver conscientemente todo para sentirlo. La información periférica sostiene la credibilidad del mundo.
El hobbit: un viaje inesperado (2012), Peter Jackson
Otro problema es la producción actual. Muchas películas se filman con iluminación plana y encuadres neutros para dejar todo en manos de la posproducción. Esta práctica elimina la fisicalidad que tenía la imagen cuando las decisiones se tomaban antes de filmar. Da igual si la película se filmó en película o digital; cuando todo se manipula después, la imagen pierde anclaje material.
No es casual que directores como Christopher Nolan se hayan plantado públicamente contra el uso excesivo del CGI. Él insiste en que prefiere películas que “se sientan más como la vida real” y que, si se va a usar CGI, tiene que integrarse con mucho cuidado en una base física sólida. Oppenheimer (2023) llevó esa lógica al extremo, recreando explosiones y efectos de forma práctica siempre que fue posible. La idea no es fetichizar lo analógico, sino defender que la imagen conserve peso, luz real y consecuencias materiales sobre el espacio y los cuerpos.
Incluso cuando hay locaciones reales, la posproducción puede volverlas irreales. Jurassic World: Renace (2025) construye un mundo prehistórico exagerando digitalmente los paisajes. Esa manipulación elimina la tangibilidad. En las originales, los dinosaurios eran creíbles porque convivían con bosques, barro y campos que cualquiera de nosotros puede reconocer. Ese contraste sostenía la ilusión.
"Ant-Man y la Avispa: Quantumania" (2023), Peyton Reed
En este contexto aparece un fenómeno técnico que va en sentido contrario: el resurgimiento del VistaVision. Un formato desarrollado por Paramount en los años 50 que usaba película de 35mm en orientación horizontal, lo que agrandaba el área del negativo y producía una imagen más nítida, estable y detallada. Después de décadas sin usarse en largometrajes completos, algunos directores lo están recuperando para devolverle presencia y densidad a la imagen.
El brutalista (2024), de Brady Corbet, es uno de los ejemplos más claros. Su uso de VistaVision le da a la arquitectura, a las superficies y a los rostros una definición que no busca “perfección” digital sino profundidad real. El formato registra mejor la textura, los contrastes y la lectura de los espacios. Paul Thomas Anderson fue más lejos en Una batalla tras otra (2025), filmándola casi íntegramente en VistaVision para obtener un nivel de detalle y estabilidad visual que el digital estándar no ofrece. Y en parte, otros directores empiezan a seguir ese camino porque necesitan que la imagen vuelva a sentirse habitada.
VistaVision no soluciona todos los problemas del cine contemporáneo, pero evidencia algo importante. Cuando la imagen gana profundidad, textura y nitidez natural, la percepción del espectador cambia. Hay más información. Más espacio para leer. Más cuerpo.
Avatar: El camino del agua (2022), James Cameron
Hay otra capa de análisis que explica por qué algunas películas todavía se sienten vivas: la visualidad háptica. La idea de que los ojos pueden “tocar” una superficie cuando la imagen ofrece suficiente textura y cercanía. Tarkovski lo hacía cuando filmaba de cerca la textura de los materiales. Paul Thomas Anderson es otro que lo logra cuando se detiene en los detalles mínimos de un rostro. Scorsese, en Taxi Driver (1976), usa la humedad, los reflejos, las superficies mojadas. Todo eso genera sensaciones táctiles que hacen que la película se sienta más real.
En Sorcerer (1977), Friedkin filma el calor y la humedad de un entorno tropical de manera física. La cámara se acerca lo suficiente para mostrar sudor, poros y suciedad, y la iluminación marca texturas reales en la piel de los personajes. Esa acumulación de información visual genera una sensación táctil: el espectador percibe que el entorno afecta a los cuerpos. Es un ejemplo concreto de visualidad háptica, una forma de imagen que activa los mismos mecanismos con los que interpretamos el mundo físico. Por eso se siente verdadera.
En Renace, la escena equivalente funciona al revés. Aunque intenta representar un clima similar, los cuerpos no muestran calor ni humedad. La piel está limpia, la iluminación es plana y los planos son demasiado alejados para revelar detalles. Nada en la imagen confirma la existencia real del ambiente. Falta textura e interacción entre personaje y espacio. El resultado es una escena que parece filmada en un estudio, sin señales sensoriales que permitan creerla. Esta diferencia demuestra un punto clave. El realismo no depende del presupuesto ni de la tecnología, sino de cuánta información perceptual ofrece el plano, y de si la forma de filmar permite que el espectador experimente el ambiente en lugar de simplemente observarlo.
Oppenheimer (2023), Christopher Nolan
Otro síntoma claro de artificialidad contemporánea es la obsesión por la perfección estética: nadie transpira, nadie se ensucia. Nadie parece afectado por el entorno. Esto contradice cualquier pretensión de realismo.
El problema de fondo es que gran parte del cine actual evita comprometerse con la materialidad del mundo. Opta por imágenes limpias, fácilmente manipulables, sin intención visible. Eso afecta no solo la inmersión espacial, sino también la emoción. El cine puede transmitir sensaciones complejas: la densidad de un recuerdo, la ansiedad de un cuerpo, el miedo infantil a un cuarto oscuro. Pero para lograrlo necesita un entorno sensorial coherente.
Y esta inmersión no surge de un solo plano. Surge de la continuidad de decisiones. Profundidad, texturas, luz, clima, sonido. Cuando todas esas capas trabajan juntas, la película se siente real aunque nada en ella lo sea.
Eso es lo que falta hoy. No dinosaurios más perfectos ni efectos más pulidos, falta intención visual. Falta permitir que los mundos respiren. Falta construir imágenes que el espectador pueda recorrer con la misma lógica perceptiva que usa en la vida cotidiana. Cuando el cine recupere eso, volverá a tener cuerpo, a tener presencia, y a sentirse vivo.
Por Sofía Lust
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