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Contenido creado por Catalina Zabala
Cine
Cute but sexy

Betty Boop y la sexualización de la inocencia desde los años 30 hasta TikTok

A casi 100 años de la aparición de la caricatura, su esquema sigue siendo consumido en plataformas diferentes.

21.08.2025 12:41

Lectura: 9'

2025-08-21T12:41:00-03:00
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Por Sofía Lust | @lust.sofia

El 9 de agosto de 1930, en medio del ruido de la era del jazz y las luces de los cines, una chica diminuta, con vestido corto y mirada de pestañas infinitas, hizo su debut en la pantalla grande. Su nombre era Betty Boop, y no se parecía en nada a lo que el público había visto antes. Tenía la voz aguda de una flapper convertida en dibujo, una cintura pequeñísima y un descaro que se movía entre lo infantil y lo provocador. Mientras en la calle se escuchaban saxofones y Charleston, en las salas de proyección Betty inauguraba algo nuevo: el primer personaje femenino animado hipersexualizado. Una figura que, bajo el disfraz de ingenuidad, desafiaba las reglas morales de la época, pero también las confirmaba.

Betty nació en los estudios Fleischer, como secundaria de la serie Talkartoons (1929). Su creador, Max Fleischer, se inspiró en la cantante Helen Kane, famosa por su voz aniñada y su fraseo coqueto (“boop-oop-a-doop”). Lo que empezó como la caricatura de una mujer-perrito terminó evolucionando en una figura humana con curvas pronunciadas, vestido escotado y faldas que tentaban a la censura. Su carácter era alegre, seductor, casi ingenuo. Pero esa ingenuidad estaba cuidadosamente calculada.

En la pantalla, Betty cantaba, bailaba y lanzaba insinuaciones con una sonrisa permanente. La suya no era una sensualidad agresiva: era la de una muñeca que no sabe que está jugando con fuego, o que finge no saberlo. Y ahí estaba el truco. Esa mezcla de niña y mujer, de inocencia y deseo, creaba una tensión que fascinaba al público masculino y desconcertaba a los moralistas.

Con la llegada del código Hays en 1934, el contenido sexual en el cine —incluyendo la animación— fue sometido a estrictas regulaciones. Betty Boop perdió escote, se acortó las pestañas y ganó un aire más "respetable". Su cuerpo y su voz siguieron ahí, pero domesticados. La industria no eliminó la fórmula, la dulcificó.

Talkartoons (1929), Max Fleischer

Talkartoons (1929), Max Fleischer

De la celuloide al filtro de Instagram

Casi un siglo después, la estética que encarnó Betty sigue viva, aunque ahora disfrazada de tendencia viral. La coquette aesthetic en TikTok e Instagram rescata esa mezcla de dulzura y picardía: cintas de satén, encajes, faldas cortas, maquillaje que agranda los ojos y filtros que afinan la cintura. La famosa baby voice, esa entonación suave, aniñada, con un dejo de seducción, vuelve a circular en videos que suman millones de reproducciones.

Lo interesante es que la lógica es la misma: erotizar la inocencia. Transformar rasgos asociados a lo infantil en atributos de deseo. En los años 30, era un dibujo animado con voz aguda y piernas largas. En 2025, son influencers que posan con un filtro que agranda pupilas y suaviza la piel.

El mecanismo no cambió tanto: el disfraz de pureza sigue siendo un recurso visual y narrativo para intensificar el contraste con la insinuación sexual. Y, como en los años 30, funciona como anzuelo emocional y comercial.

La misma fantasía, otra pantalla

La pregunta es inevitable: ¿estamos viviendo la misma fantasía infantilizada que Betty Boop representaba en los 30, pero ahora en plataformas actuales? Si Betty viviera hoy, ¿tendría un OnlyFans? ¿Haría streams en Twitch jugando videojuegos con orejas de gatito y micrófono rosado? ¿Se convertiría en un avatar virtual con merchandising propio y patrocinios millonarios?

La respuesta es que probablemente sí. Betty siempre fue tanto un producto como un personaje. Su encanto residía en ese equilibrio inestable entre lo que parecía accidental y lo que estaba milimétricamente calculado para atraer. Hoy, la industria del contenido digital perfeccionó ese equilibrio hasta convertirlo en fórmula.

En Twitch, las transmisiones ASMR con estética cute mezclan la interacción directa con el público con un alto componente sexualizado, bajo la capa de la cercanía y la diversión. En OnlyFans el juego es más explícito, pero mantiene, en muchos casos, una narrativa de girl next door o lolita que se remonta a la misma tensión visual que inauguró Betty.

Talkartoons (1929), Max Fleischer

Talkartoons (1929), Max Fleischer

Hollywood, espejos y fantasmas

El cine tampoco dejó de explorar este cruce entre erotismo e ingenuidad, aunque lo haga desde diferentes ángulos. Babylon (2022) retrata la transición del cine mudo al sonoro en un Hollywood caótico, excesivo y sexualizado. Es el contexto histórico de Betty, el momento en que las flappers reinaban y el cine experimentaba con una libertad que pronto sería recortada por la censura.

En el otro extremo, Pearl (2022) se adentra en la mente de una joven en 1918 que sueña con ser estrella, pero cuya dulzura aparente esconde pulsiones violentas y perturbadoras. Acá la estética inocente se vuelve inquietante: el maquillaje impecable y la sonrisa congelada contrastan con un trasfondo de violencia y deseo reprimido.

Ambas películas, aunque distantes en tono, muestran que el vínculo entre la estética infantilizada y la atracción sexual no es un invento contemporáneo. Es un patrón cultural que se recicla, se adapta y se comercializa una y otra vez.

Sabrina Carpenter: la heredera pop

Si hay una figura actual que encarna esa tensión de manera consciente y estratégica, es Sabrina Carpenter. Con letras que juegan al doble sentido, vestuarios que combinan minifaldas escolares y corsets, y una performance vocal que a veces roza el susurro, Carpenter convirtió la estética cute but sexy en su sello de identidad.

En sus videoclips puede aparecer con cintas en el pelo y maquillaje suave, cantando frases cargadas de insinuación. Carpenter no oculta que está jugando con esa dualidad. Sabe que el atractivo está en esa frontera entre lo dulce y lo peligroso. Y no es la única. Artistas como Ariana Grande y Emilia Mernes también exploraron este territorio.

Entre la mirada y la voz

Hablar de Betty Boop implica hablar también de la mirada que la creó. Fue diseñada por hombres, animada por hombres y pensada para un público que en su mayoría era masculino. La pregunta es: ¿fue siempre un objeto pasivo dentro de esa mirada o logró, de algún modo, tener control sobre cómo se mostraba?

En muchos de sus cortos, Betty no era solo el centro visual de la escena. También era quien movía la acción. Tomaba decisiones, respondía con picardía, incluso ridiculizaba a los personajes masculinos que intentaban controlarla. Su sensualidad no era siempre algo que "le pasaba", sino un recurso que ella sabía usar para conseguir lo que quería. Era un personaje que podía jugar en el terreno del deseo sin dejar de conducir la historia.

El debate sigue vigente. En 2025, artistas como Sabrina Carpenter, Doja Cat o incluso figuras más independientes en TikTok juegan con la estética cute but sexy sabiendo perfectamente que es un lenguaje codificado. Lo usan para atraer miradas, sí, pero también para dirigirlas hacia donde ellas quieren. El poder no está solo en ser vista: está en decidir qué se hace con esa atención.

Sin embargo, la línea entre el control propio y la explotación sigue siendo fina. ¿Hasta qué punto es posible reapropiarse de una estética creada para el consumo masculino sin que ese mismo consumo termine marcando los límites del juego? Betty Boop, con su “boop-oop-a-doop” y su eterna sonrisa, encarna esa ambigüedad. Puede ser un acto de seducción autónomo o un guion escrito para otro. Quizás, justamente, su fuerza está en que nunca sabemos con certeza de qué lado está.

Talkartoons (1929), Max Fleischer

Talkartoons (1929), Max Fleischer

En 1930, Betty Boop existía para vender entradas de cine y merchandising. En 2025, las influencers y artistas que replican esta estética venden reproducciones, engagement y patrocinios. Cambiaron los canales, pero el modelo sigue siendo el mismo: capitalizar la tensión entre lo que se muestra y lo que se oculta. Entre lo que parece accidental y lo que está milimétricamente diseñado para atraer.

La tecnología logró perfeccionar la ilusión. Los filtros eliminan imperfecciones y ajustan proporciones en tiempo real; la inteligencia artificial puede clonar voces y gestos; los algoritmos premian el contenido que genera más interacciones emocionales. Y el disfraz de pureza, como en los tiempos de Betty, sigue siendo uno de los más efectivos.

No se trata solo de criticar la sexualización disfrazada de inocencia. Se trata de preguntarnos por qué sigue funcionando. Por qué, a casi un siglo de Betty Boop, seguimos fascinados con la misma coreografía de pestañeos y sonrisas. Quizás sea porque ofrece una forma segura de deseo: domesticado, estéticamente agradable, envuelto en encaje y satén. No confronta, no incomoda demasiado, no exige repensar nada. Es un deseo que tranquiliza tanto como seduce.

Como pasaba con Betty en los años 30, lo que se vende no es solo una imagen: es una fantasía. Una en la que la juventud, la belleza y la sexualidad pueden coexistir en un envase eterno y siempre disponible. Una en la que el tiempo no pasa, y el juego entre lo prohibido y lo permitido nunca termina.

Talkartoons (1929), Max Fleischer

Talkartoons (1929), Max Fleischer

La fantasía no muere, se transforma

Betty Boop no es solo un personaje del pasado. Es un molde que seguimos usando, con nuevas caras y plataformas. La tensión entre inocencia y deseo que la hizo famosa no quedó en los archivos del cine mudo, sino que se filtró en cada estética que hoy recorre las redes, desde el coquette aesthetic hasta las puestas en escena más calculadas del pop contemporáneo.

Quizás lo inquietante no sea que esa fantasía siga viva, sino que se haya adaptado tan bien a nuestros tiempos. En 1930, Betty era un dibujo animado proyectado en una sala oscura. En 2025 es un filtro de TikTok, una pose en Instagram, un estribillo insinuante en un videoclip. El escenario cambió, pero el guion es el mismo: convertir la dulzura en un acto de seducción y empaquetarlo para el consumo masivo.

Tal vez la verdadera pregunta no sea qué haría Betty hoy, sino qué dice de nosotros que, casi 100 años después, seguimos buscando y comprando el mismo brillo en los ojos y la sonrisa en la boca, siempre pintada de rojo.