La humedad del mediodía asfixia Montevideo y el tráfico en avenida Libertador delata que se trata de un día de semana. En Colombia 1349, solo hay una mesa ocupada por dos hombres de mediana edad. Un empleado de Riogas conversa con las dos mujeres que están del otro lado del mostrador.

—Abrimos hace dos meses, sí.
—¡Me parecía! Yo venía cuando todavía era el Bar Silva. Qué cambiado que está. Ahora parece un lugar más grande, entra más luz.  

Pero los botelleros, el mobiliario y el menú del día —cazuela de lentejas— son de otra época, una en la que salir a comer y tomar algo no estaba relacionado con cervezas artesanales, taburetes altos, platos con exceso de queso cheddar y conceptos como brunch y latte macchiato.  

En esa misma barra, muchos años atrás, Luis Lacalle Herrera y Pepe Mujica, ambos expresidentes de Uruguay, solían pedir su medida de “Caballito blanco” y su grapa con limón respectivamente. Conversaciones políticas, fieles parroquianos, una mesa reservada de manera permanente para los empleados de CUTCSA. Todo esto ocurría en el Bar Silva. 

Benedicto Dopico (79) espera en la puerta de su casa con las manos en los bolsillos. Se escapó en un barco desde Ferrol, Galicia, a los 17 años. Durante más de 40 años, junto a su esposa María de la Luz Sanesteban (73), atendieron aquel lugar que ahora se llama Asamblea Café.  

“Era lo más fácil para el emigrante. Fácil no hay nada, pero para el extranjero era lo más accesible”, explica Benedicto. También recuerda que era necesario venir con trabajo y referenciado por alguien que ya estuviera “instalado”. Por ese entonces, trabajar en un boliche se trataba de un oficio en el que los sucesivos ascensos representaban un cambio de rol y mayor confianza. 

“El gallego bosteza mientras cuenta la guita. Quedan tres trasnochados empinando el estribo”, canta Jaime Roos en “Las luces del estadio”. La gran corriente migratoria desde Galicia durante los siglos XIX y XX no solo provocó que hoy en día rotulemos a todo español como gallego: en la década de los cincuenta, más de mil bares de nuestra ciudad eran regentados por ellos.  

Lo primero que llama la atención en el bar Montevideo al Sur (Paraguay 1150) son las estanterías de madera oscura que van desde el piso hasta el techo. Le siguen la barra de mármol y la mayólica azul y amarilla en la parte inferior de las paredes.

Joaquín Casavalle está sentado al lado de una de las tantas ventanas del lugar. En la mesa tiene su laptop, la libreta con montos y los lentes de sol. Además de ser propietario de este bar, también lo es del Paysandú (Rondeau 1549) y recientemente del Santa Catalina (Ciudadela 1200).  

Con Montevideo al Sur fue fácil, solo quedaban dos o tres feligreses y, según él, estaba “apagado”. Con el “Paysa” todavía más, ya que estaba cerrado hace años. Pero el Santa Catalina le costó.

La primera vez que entró en contacto con Lourdes y Edelmiro, los dueños anteriores, corría el año 2022, y no podía costear la llave comercial. Fue en junio de 2023 cuando llegaron a un acuerdo a raíz de que Edelmiro estaba enfermo. “La cultura de laburo del gallego es laburar hasta los 130 años”, explica.  

El acuerdo fue mantener la esencia y cambiar lo menos que se pudiera. Aunque Joaquín siempre tuvo esa intención:

—Estos bares tienen historia, yo no puedo venir y vender sushi. 

¿Por qué volver a lo que parecía haber muerto y en vías de enterrarse? Según Casavalle, por su identidad. “La gente lo está volviendo a apreciar, y las nuevas generaciones están volviendo a conectar con estos lugares”, explica. También afirma que colegas como los de La Hacienda y el bar Marbella van en consonancia con esta idea.

Así nació la idea de los cafés y bares patrimoniales: el proyecto que Casavalle busca impulsar en la Junta Departamental de Montevideo. Consiste en reconocer a aquellos establecimientos fundados entre el siglo XIX y XX que continúen abiertos o hayan tenido una reapertura, que cuenten con horario extendido y que tengan una agenda cultural. 

"El objetivo es destacar la importancia de estos lugares, porque hablan de la historia de la ciudad. El rubro gastronómico uruguayo tiende a asociarse exclusivamente con parrillas o con Punta Del Este. ¿Qué vendemos cuando hablamos de gastronomía? ¿Qué nos representa?", plantea. 

Para eso, es necesario trabajar en el posicionamiento: "Nuestra gastronomía habla de una historia de inmigrantes en el Río de la Plata, a la que luego nosotros le agregamos un toque. Recién ahora estamos empezando a contarla y a darle a estos lugares la importancia que tienen".

En la entrada del bar Santa Catalina ya no está la heladera con postres y tartas. La paleta de colores ha cambiado. Pero los azulejos color terracota, el mobiliario y la iluminación se mantienen. Allí donde solía haber una virgen de la Santa Catalina cuando era una mercería sigue el mismo botellero. Y junto a las ventanas están colgadas algunas fotos de época, incluida la de una joven Lourdes sosteniendo un latón de faina.  

—A mí la historia me atrapa. Sé que si no cuidás el alma del bar, vas a trabajarlo dos o tres años, y después te vas a abrir.

Las dos puertas, la predominancia de la madera, la calidez que solo lo rústico puede ofrecer: estas características también están presentes en el Bar Paysandú. En sus principios, también servía como fiambrería. Los propietarios eran de origen español, y tenían una empresa que importaba aceite de oliva a granel y cajones de whisky, entre otros productos, de su tierra de origen. Hoy en día, la primera hoja de la carta del bar cuenta con diversas opciones de embutidos. 

Benedicto responde a la mayoría de las preguntas con un “no lo recuerdo”. Sin embargo, a María de la Luz no le falla la memoria. Mondongo, milanesas y el éxito rotundo: ternera al horno. Desayuno, almuerzo, cena, café y también alcohol, sin importar la hora.

"Los boliches montevideanos fueron abiertos por españoles, italianos, franceses. Hubo una época dorada de las cafeterías del centro, competían entre las mejores de América. Después, por el cambio en los hábitos de consumo, las crisis y el desarrollo de la ciudad, esos boliches desaparecieron", explica Joaquín. 

La consecuencia directa de esto es la pérdida generacional de este rasgo identitario de la ciudad. Aunque el gastronómico sostiene que los jóvenes buscan esta conexión cada vez más. 

¿Qué implicaría la existencia de los bares y cafés patrimoniales? En primer lugar, que estos bares tengan una denominación oficial y se proyecte al mundo. Pero, además, se busca que este reconocimiento funcione como un estímulo para que se siga emprendiendo en estos espacios y así no desaparezcan.

"Gallego, duro compañero, no hay bolichero que cante mejor", entonó alguna vez Alfredo Zitarrosa. Resta preguntarse a quiénes nombrarán en sus canciones los trovadores del futuro. Sus bares aún pueden —y deben— resistir al tiempo.