Por Sofía Lust | @lust.sofia
Hay algo casi romántico en imaginar a Alfred Hitchcock de pie en la puerta de un cine, con ese cuerpo redondo y su gesto imperturbable, impidiendo el paso a cualquiera que intentara entrar una vez comenzada la película. No importaba si venías corriendo desde el trabajo, si habías perdido el ómnibus o si tu cita se demoró; el maestro del suspense no negociaba con el tiempo. Una historia debía empezar cuando él lo decidía, y en ese pacto tácito, el espectador se entregaba sin saber que lo estaba haciendo.
En 1960, para Psycho, Hitchcock orquestó una campaña publicitaria que parecía más un ritual de iniciación que un simple estreno. Carteles y avisos de prensa insistían: “Por favor, no cuenten el final”. El pedido no era solo una estrategia de marketing: era un acto de fe en el misterio. Hitchcock sabía que la fuerza del suspense residía en lo desconocido, en ese intervalo incómodo en el que el espectador se aferra a la butaca esperando lo inevitable, pero sin saber cuándo ni cómo iba a ocurrir.
Pero el suspense mutó a una especie en peligro de extinción. Hoy, antes de que la película llegue al cine, ya circulan teorías, análisis del tráiler, reacciones en streaming y resúmenes que te cuentan la trama entera en 90 segundos, con música acelerada y subtítulos gigantes. En Instagram o TikTok, un giro de guion no es más que otro clip que se desliza con el dedo en la pantalla. No hay Hitchcock que aguante.
Póster de Pshyco (1960)
El “todo ya” y la muerte de la espera
Nuestra relación con el tiempo cambió. El suspense exige paciencia, y nosotros nos entrenamos para lo opuesto. Queremos saber ya. Si un capítulo termina de forma abierta, pasamos al siguiente en segundos. Si la trama avanza lento, adelantamos diez segundos. En este ecosistema, el suspense clásico, ese que se cocina a fuego lento y que te retuerce el estómago, parece un lujo del pasado.
Y sin embargo, algo se pierde en el camino. Hitchcock no solo controlaba lo que mostraba, sino también lo que callaba. Era un coreógrafo de la espera. La pausa entre un plano y otro se convertía en una trampa invisible que iba tensando la cuerda. Esa tensión no sobrevive en un feed que se actualiza a cada segundo.
Pienso en cómo funcionaba antes la experiencia de ir al cine. Había que moverse, comprar la entrada, esperar en la fila, entrar en una sala oscura con desconocidos y dejar que la historia te arrastrara. No existía la opción de pausar para hacer scroll. Era un pacto de entrega total.
Hoy, las historias viven en dispositivos que también son relojes, agendas, chats y catálogos infinitos. El suspense compite con alarmas, mensajes y recordatorios. La espera ya no es un territorio seguro: es un lugar lleno de ansiedad.
¿Podría existir un Hitchcock hoy?
¿Qué nos dice esta muerte lenta del suspense sobre nosotros? Vivimos midiendo la productividad de cada segundo, con la ansiedad siempre a un paso de convertirse en taquicardia. Nos aterra no saber. Tal vez por eso los spoilers tienen tanta tracción: son una manera de neutralizar la incertidumbre. Saber qué va a pasar es un sedante, una manera de recuperar el control.
Pero Hitchcock entendía que en esa falta de control estaba el placer. La espera, el no saber, era la esencia misma del juego. Un juego que ahora parece incompatible con la lógica del “todo ya”. No es que el suspense haya muerto por completo: series como Better Call Saul o Severance demuestran que todavía hay público dispuesto a esperar una semana por un episodio. Pero son islas en un océano de gratificación inmediata.
The Birds (1963), Alfred Hitchcock
Me gusta imaginar, como ejercicio de ciencia ficción, qué pasaría si Hitchcock trabajara hoy.
Probablemente no podría prohibir spoilers, pero tal vez inventaría otras formas de manipular la atención. Quizás en lugar de impedir que entres a la sala, bloquearía tu acceso a redes sociales hasta que vieras el final. Tal vez sus películas tendrían escenas que cambian según el día o la hora en que las mires, imposibles de resumir en un clip viral. O, quién sabe, quizá se retiraría frustrado, convencido de que el suspense es una lengua muerta.
Quiero creer que no. Que el suspense todavía tiene un hueco en nuestra dieta visual, incluso si es un lujo que consumimos cada vez menos. Porque en el fondo, la sorpresa sigue siendo adictiva, aunque tratemos de arruinarla. Lo que cambió es la disposición a dejar que la historia nos lleve de la mano sin mirar el reloj.
El problema, claro, es que ahora siempre miramos el reloj. Y el algoritmo lo sabe.
¿Podría existir un Hitchcock hoy? Tal vez no en la forma que conocimos. Pero sí podría existir alguien que entienda que la tensión no está solo en la trama, sino en el pacto que hace con su espectador. El problema es que ese pacto ahora exige competir con mil voces más, todas gritando al mismo tiempo. Y cuando todos gritan, el silencio, el gran aliado del suspense, se vuelve un bien escaso.
Quizá la pregunta no sea si el suspense murió, sino si nosotros todavía tenemos paciencia para dejarlo vivir. Y si la respuesta es no, tal vez la pérdida no sea solo cinematográfica. Tal vez sea un síntoma de algo más profundo: nuestra incapacidad de habitar la incertidumbre, de quedarnos quietos en la penumbra sin exigir que alguien prenda la luz.
Hitchcock, de algún modo, lo sabía. Por eso cerraba las puertas del cine. No solo estaba protegiendo su película. Estaba enseñándonos a esperar.
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