Por Nicolás Medina
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Hay algo rarísimo en pensar que Volver al futuro (1985) cumple 40 años este mes. Cuatro décadas. Más tiempo del que Marty McFly viaja al pasado en la propia película. Sin embargo, la sensación colectiva sigue siendo que ese DeLorean DMC-12 vuelve a arrancar cada tanto. Que aparece en medio de la autopista cultural para recordarnos que el futuro, el pasado y el presente se funden en una misma cosa: la nostalgia.
Porque sí, Volver al futuro es nostalgia pura, pero no solo eso. Es también humor, aventura, ciencia ficción para toda la familia, comedia de enredos, sátira social y, por si fuera poco, un manual de estilo para cualquier historia de viajes temporales que viniera después. Es, en definitiva, una película que funciona como una especie de big bang cultural: algo que estalló en 1985 y cuyas ondas expansivas todavía se sienten hoy.
¿Pero qué la hace tan icónica? ¿Por qué Volver al futuro no se reduce a una linda película ochentera que miramos de niños?
A veces, se olvida o se desconoce que Volver al futuro estuvo a nada de no existir. Robert Zemeckis y Bob Gale, los cerebros detrás del guion, pasaron años pateando puertas de estudios. Incluso Disney les dijo que no —se dice que el subtexto edípico de la madre de Marty les pareció demasiado turbio—. Cuando finalmente consiguieron que Steven Spielberg la produjera, arrancaron el rodaje con otro protagonista. Eric Stoltz, un actor más “dramático”, filmó varias semanas hasta que Zemeckis y Gale reconocieron que no funcionaba: la comedia no aparecía.
El resto ya lo conocemos: Michael J. Fox, que filmaba a la noche tras grabar Family Ties (1982), le dio esa mezcla de cinismo adolescente y ternura que define a Marty McFly. Y la química con Christopher Lloyd —un Doc Brown casi improvisado, de expresiones caricaturescas y genialidad de científico loco— completó el milagro. Fue un rodaje agotador, pero como pasa a veces, el caos terminó generando algo irrepetible.
Zemeckis, que venía de dirigir Romancing the Stone (1984), era un director joven, rápido y con sentido del timing. Pero Volver al futuro también respira Spielberg por todos lados. Está la mirada amable sobre suburbios americanos, la fe en la tecnología como aventura, el humor casi naif.
No por nada en muchos países se promocionaba casi como “la nueva de Spielberg”. Sin embargo, lo que la distingue del Spielberg de entonces es ese costado irónico, casi sarcástico, que Zemeckis aporta: Marty no es un niño inocente, sino un adolescente medio canchero. Y Doc Brown no es un sabio, sino un tipo que se mete en problemas por pura locura. Esa mezcla es clave para entender por qué funciona: la película nunca es cínica, pero tampoco es completamente ingenua.
Los viajes en el tiempo ya existían en el cine desde mucho antes. Pero Volver al futuro inventó algo nuevo: reglas claras, explicadas con un diagrama sobre una pizarra. Humor basado en paradojas temporales y, sobre todo, un protagonista que viaja. Pero sigue siendo un chico común, preocupado porque haya onda entre sus padres.
La gracia no es solo que Marty altere el pasado, sino que debe arreglarlo para seguir existiendo. Eso sentó una base que todavía se copia: desde Avengers: Endgame (2019) hasta Looper (2012), todos dialogan con Volver al futuro. Y sí, esa pizarra de Doc es casi tan influyente como el propio DeLorean.
Frases como “Great Scott!”, “This is heavy”, la madre que se enamora del hijo sin saberlo, el DeLorean elevándose al final, el solo de guitarra de “Johnny B. Goode”, Doc colgando de la torre del reloj. Hay algo en Volver al futuro que la hace inolvidable por acumulación de momentos. No es solo el guion, sino los pequeños detalles: el nombre del centro comercial que cambia —de “Twin Pines Mall” a “Lone Pine Mall”—, el cameo de Huey Lewis, la portada del periódico que predice el futuro.
"Volver al futuro" (1985), Robert Zemeckis
Cada escena tiene algo que mirar de nuevo. Y cada vez que la vemos, descubrimos un detalle que no habíamos notado. Eso la hace "rewatchable" al infinito, algo que pocas películas logran.
Pocos objetos de ficción lograron tanta vida propia como el DeLorean. Un auto que en la realidad fue un fracaso de ventas se convirtió en el símbolo mundial de los viajes en el tiempo. Hoy está en juguetes, videojuegos y hasta tatuado en miles de pieles.
Pero no termina ahí: Rick y Morty (2013) nació como un corto paródico de Doc y Marty. Las Nike autoajustables aparecieron décadas después, como homenaje. Stranger Things (2016) bebe de esa nostalgia ochentera. Y qué decir de “Roads? Where we’re going we don’t need roads”, convertido en mantra para todo proyecto ambicioso.
Si algo enseña Volver al futuro, es que la diferencia está en los pequeños detalles. Esa portada de periódico que cambia según la línea temporal. La chaqueta inflable de Marty, que en 1955 lo hace parecer un “marciano”. Las frases que se repiten en cada película como running gag —“Nobody calls me chicken!”—.
Nada está hecho al azar. Hasta los personajes secundarios —como Biff, el bully convertido en millonario por viajar en el tiempo en la secuela— son tridimensionales dentro de la caricatura. Es un cine de entretenimiento, sí, pero pensado con la precisión de un reloj suizo.
"Volver al futuro" (1985), Robert Zemeckis
Aunque transcurre en un pueblito californiano, Volver al futuro funciona como retrato irónico de los Estados Unidos: el "sueño americano", la fascinación por el automóvil, el progreso que siempre mira hacia atrás. Pero también dialoga con nuestra cultura: ¿quién no fantaseó con ver a sus padres de jóvenes? ¿O con arreglar un error del pasado?
Esa universalidad explica que, incluso acá en el Río de la Plata, la película fuera y siga siendo un clásico de pasaje generacional: padres mostrándosela a hijos, parejas volviéndola a ver juntos, amigos que se siguen riendo de Doc y su cara de susto.
El guion de Gale y Zemeckis es, sin exagerar, uno de los más redondos de la historia de Hollywood. Presenta todo lo que va a usar después: la torre del reloj, el DeLorean, la canción que Marty toca, el almanaque. Todo vuelve. Todo se paga.
Pero si hay algo que explica por qué Volver al futuro funciona más allá del guion, es cómo arranca: un plano secuencia casi mudo que recorre el laboratorio de Doc Brown entre relojes, cachivaches, tostadas quemándose y maquetas del DeLorean. No se dice una palabra en más de un minuto, pero se cuenta todo: que el dueño de casa está obsesionado con el tiempo, que la ciencia puede ser un caos hermoso, y que la película va a hablar del pasado, del futuro y sobre todo del ahora.
Ese inicio funciona como carta de presentación y como promesa: no va a hacer falta que te expliquen todo, lo vas a entender mirando. Es cine en estado puro, apoyado en un diseño de sonido finísimo, donde cada tic-tac, cada zumbido eléctrico y cada portazo tienen sentido dramático. Un arranque que parece simple, pero que hoy sería impensable en un blockbuster: sin fanfarria musical, sin exposición innecesaria, solo el lenguaje audiovisual contando lo que las palabras no pueden.
La genialidad de Zemeckis —y de Spielberg como productor— está en filmar lo imposible como si fuera cotidiano. El DeLorean nunca es solo un efecto especial: es un auto real que vemos entrar, salir, acelerar y desaparecer dejando fuego en el asfalto. La cámara lo filma como filma a cualquier otro auto, sin subrayados ridículos, lo que paradójicamente lo vuelve más creíble.
"Volver al futuro" (1985), Robert Zemeckis
La película también respira porque la puesta en escena confía en los espacios: los travellings por Hill Valley, los planos sostenidos en la torre del reloj, las tomas amplias que muestran a Marty tocando la guitarra mientras el futuro pende de un hilo. Hay humor, tensión y magia, pero siempre se filma como si todo pudiera pasar a la vuelta de la esquina. Esa fe casi artesanal en el cine como ilusión tangible es, quizás, el secreto que hace que Volver al futuro siga funcionando igual de bien, incluso 40 años después
Además, logra mezclar géneros sin que se note la costura: es ciencia ficción, sí, pero también comedia, melodrama familiar, película adolescente, incluso un poco de western —algo que explotaron en la tercera parte—.
Que el tiempo pasa volando, pero algunas películas parecen no envejecer nunca. Que el humor y el ingenio pesan más que los efectos especiales. Que podés hacer ciencia ficción sin naves ni láseres; solo con un auto, un reloj, y la idea de que el pasado define quiénes somos.
Y sobre todo, que las grandes películas siguen hablándonos, incluso cuando sus autos viajan a 88 millas por hora.
A 40 años de su estreno, Volver al futuro no es solo una película icónica: es un idioma compartido. Una referencia que usamos sin darnos cuenta. Una prueba de que la nostalgia puede ser más que un ejercicio pasivo. Puede ser una máquina del tiempo para volver a preguntarnos quiénes éramos, y quiénes queríamos ser.
Por Nicolás Medina
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