Por Juampa Barbero | @juampabarbero
En el tráiler, hay una imagen que no necesita contexto ni explicación para quedarse clavada en la cabeza: un grupo de niños corriendo a la misma hora, captado por la cámara de seguridad.
Esa repetición mecánica, esa coreografía imposible en un espacio diseñado para vigilar lo real, tiene algo hipnótico y perturbador. No es el terror de lo explícito, sino el desconcierto puro: ver lo cotidiano transformado en anomalía. Esa sola secuencia basta para atrapar la atención, para hacernos sospechar que Weapons (2025) no va a jugar en terreno seguro.
Hablar de Weapons también es hablar de lo que no está en la pantalla. La película llega cargada de fantasmas: el peso de Barbarian (2022) y los rumores de que Zach Cregger era el nuevo niño prodigio del terror. Antes de que se proyectara un solo fotograma, ya estaba escrita una narrativa: la próxima gran obra del género.
Ese es el primer disparo de la película, aunque nadie lo note. No proviene de un revólver ni de una escopeta, es el disparo del hype. Un ruido ensordecedor que condiciona la experiencia. Uno entra a la sala con la certeza de que lo que viene será histórico. Y esa certeza, pronto, empieza a tambalear.
Cregger arma su película como un rompecabezas con piezas que nunca encajan del todo. Fragmentos de historias con personajes que parecen llevar un hilo que se corta. Al principio, esa desorientación resulta estimulante; parece que algo grande se está gestando detrás de los cortes abruptos.
Pero a medida que avanza, Weapons se convierte en un espejo de su propio nombre. Hay armas por todos lados —literales y narrativas—, pero no siempre disparan. Algunas quedan cargadas sin usarse, otras se activan en falso, y varias se olvidan en el camino. El espectador queda atrapado en un estado de expectativa permanente.
Ese mecanismo, en parte, funciona como comentario. Vivimos en una cultura donde el arma es siempre amenaza, poder latente. Pero en el terreno cinematográfico, la tensión sin descarga puede volverse un inconveniente. El aire se llena de pólvora, pero el fuego nunca termina de propagarse.
Lo que sostiene el relato es la atmósfera. Cregger logra que cada escenario —un suburbio, un instituto, un rincón cualquiera de la vida americana— tenga un filo de inquietud. Hay algo podrido detrás de las fachadas luminosas. Los personajes son más bien portadores de ideas que de emociones. Cuerpos que se mueven para ilustrar un estado mental colectivo: la paranoia, la soledad, la violencia interiorizada. Eso les quita humanidad, pero los convierte en piezas útiles para la maquinaria del discurso.
Weapons (2025)
El problema surge cuando esa maquinaria comienza a devorarse a sí misma. El relato se fragmenta tanto que se diluye. El desconcierto inicial, que en un comienzo parecía una virtud, empieza a sentirse como un vacío. No hay recompensa clara al desconcierto, solo un eco que se repite.
Pero, las obras maestras no se decretan. Se construyen a partir de un equilibrio delicado entre ambición y ejecución. Cregger, esta vez, queda atrapado en esa tensión. Su ambición es innegable, y por momentos deslumbrante. La ejecución, en cambio, tropieza demasiado seguido.
Esto no significa que la película sea un fracaso absoluto. Muy lejos de eso. Hay imágenes que se quedan grabadas en la retina, secuencias que funcionan como pequeñas cápsulas de terror genuino. Momentos que prueban que Cregger tiene un instinto potente para lo perturbador.
También hay momentos que revelan un pulso visual notable. Planos largos que no temen incomodar, composiciones donde lo cotidiano se vuelve extraño, encuadres que parecen atrapados entre la belleza y el espanto. Son momentos en los que la película recuerda por qué su director estaba considerado como una de las voces más prometedoras del terror contemporáneo.
Y es justamente en esos pasajes donde Weapons demuestra su verdadero potencial: en fragmentos. No como un engranaje perfecto, sino como una colección de escenas que, vistas en aislamiento, podrían pertenecer a una obra maestra. Ahí late la contradicción central de la película: imperfecta en su totalidad, pero capaz de entregar momentos que justifican haber estado sentado en la sala.
Weapons (2025)
El desencanto surge precisamente porque se vislumbra lo que podría haber sido. Hay un esqueleto de obra grande latiendo dentro de Weapons, pero no termina de armarse. Como un cadáver exquisito que nunca encuentra la última palabra, la película queda en un estado de promesa suspendida.
Quizá, lo más honesto no sea verla como la “nueva gran película de terror”, sino como un ensayo a gran escala. Un experimento irregular que revela más sobre su creador que sobre el género en sí. En ese sentido, puede que sea más valiosa de lo que aparenta: una película que desnuda la tensión entre expectativa y realidad.
Weapons nos deja entonces con una sensación agridulce. No es la revolución que muchos esperaban, pero tampoco un error para descartar. Es el recordatorio de que el hype también es un arma, y que las películas, como las armas, no siempre disparan cuando deberían. A veces, lo que queda es el ruido del gatillo vacío, resonando en una sala oscura.
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