Por Sofía Lust | @lust.sofia
Fui a ver el live action Lilo & Stitch con mi hermana. Era inevitable. Ya habíamos visto juntas la original hace más de veinte años, cuando nuestros abuelos nos llevaron al cine. Volver ahora, tantos años después, era más un gesto emocional que cinéfilo. Fuimos empujadas por la nostalgia, por la idea de revivir algo de eso.
Nos gustó, pero salimos con la sensación de que habíamos asistido a una reconstrucción. El cuerpo estaba, pero el alma de la historia que nos atravesó en la infancia no.
Un mes después fui a ver Jurassic World: Rebirth, una saga que ya parece escribirse sola. Otro loop más. También me gustó, pero lo que no vi fue una necesidad real de contar algo nuevo. Todo parecía estar dispuesto para recordarte que ya estuviste ahí. Y eso, en algún punto, me dio algo de tristeza.
El cine como parque temático emocional
Hay semanas en las que todo lo que veo ya lo vi. No en sentido metafórico, ni poético. Literalmente: ya lo vi. Ya lo viví. Ya lo compré con otro envoltorio. El cine actual, con algunas excepciones que aparecen tímidamente como si pidieran permiso, parece haberse convertido en un parque temático de emociones recicladas. Nos invitan a llorar con los mismos personajes, a reír con los mismos chistes, a maravillarnos con una versión más tecnológica y apenas más brillante de algo que ya nos es familiar.
Versiones live action de películas animadas que marcaron una época, secuelas de secuelas que ya no recuerdan de qué se trataba la historia original, precuelas que explican lo que nunca necesitó ser explicado. Todo remite a algo anterior, todo tiene un antecedente emocional que nos garantiza un piso mínimo de atención. El gesto se repite: “mirá, esto ya te gustó una vez”.
El problema no es la nostalgia. El problema es cuando la nostalgia se convierte en modelo de negocio.
En la promoción de Lilo & Stitch se aclaraba sin vergüenza: “Una nueva mirada a una historia que ya conocés”. No importa si tiene sentido, si hay algo nuevo para decir. Basta con que te suene familiar. El cine dejó de preguntarse qué contar para empezar a preguntarse qué recordar.
La Sirenita (2023)
Y no es que falten ideas. Pero hay una especie de pánico colectivo al riesgo. Vivimos en la época de las certezas financieras, en la que cada dólar invertido en una película debe garantizar su retorno emocional inmediato. Es por esto por lo que cada año se estrenan nuevas versiones de lo que ya vimos: La Sirenita, El Rey León, Aladdín, Moana, Peter Pan, Blancanieves. Todo vuelve, pero parece que nada cambia realmente. La industria, sin embargo, justifica esta repetición con una narrativa de relectura social. Rehacen las mismas historias con protagonistas racializados, agendas más inclusivas y correcciones simbólicas que buscan actualizar lo que alguna vez fue problemático.
Aunque es cierto que necesitamos una representación más diversa y contemporánea, muchas veces estos gestos se sienten funcionales al marketing más que al arte. Como si bastara con cambiar el envoltorio para convencernos de que el contenido es otro. Se reescribe desde lo políticamente correcto, pero no se reimagina desde lo creativo. Y así, lo que podría ser una oportunidad de reinvención se convierte en un ejercicio de corrección superficial que conserva el mismo esqueleto narrativo bajo una nueva piel.
Esto no es una crisis creativa; es una elección. Las grandes plataformas, los estudios, los festivales masivos: todos optaron por la repetición como forma de supervivencia. Mejor no arriesgar. El revival se convirtió en estética oficial. No como gesto curatorial, sino como protocolo de producción.
En 2019, un estudio publicado en el Journal of Travel Research por Seongseop (Sam) Kim, Sangkyun (Sean) Kim y James F. Petrick analizó el rol de la nostalgia en el vínculo emocional del espectador con las películas. Descubrieron que, más allá del contenido narrativo, son los elementos asociados a la reminiscencia, como el deseo de recrear una experiencia pasada o la familiaridad estética, los que tienen mayor impacto en la intención de consumo. Es decir, la nostalgia no solo engancha: empuja a la acción. Una película no necesita ser buena, basta con que remita a una que te hizo bien.
Por otra parte, el investigador Maarten Coëgnarts publicó en Frontiers in Neuroscience (2025) un trabajo que vincula la experiencia cinematográfica con la teoría del cerebro predictivo. Según su análisis, las películas generan placer cuando confirman patrones mentales preexistentes, pero también cuando los interrumpen con sutileza. El equilibrio entre expectativa y disrupción genera una recompensa estética. El problema es que parece que la industria del cine dejó de buscar esa ruptura. Prefiere confirmar lo que ya sabemos. Lo familiar tranquiliza. Lo nuevo, cuando exige pensar, vende menos.
Nos acostumbramos a consumir cosas que no nos emocionan, pero nos tranquilizan. Ver lo mismo una y otra vez es reconfortante. Te exime de pensar. Te gustó entonces, debería gustarte ahora. Funciona para la industria.
Y cuando nada pasa, igual seguimos mirando.
The Lion King (2019)
En The Lion King (2019), la animación hiperrealista eliminó cualquier traza de expresión emocional. Ver a Mufasa morir en versión National Geographic no tiene la misma carga que en la original. Porque no es solo qué se cuenta, sino cómo. Y ese cómo, ese pulso estético, ese tono, parece estar perdiéndose. La textura del cine de antes no era solo analógica: era emocional.
Y si una imagen vale más que mil palabras, ahora lo que valen son las imágenes que ya vimos mil veces.
Por otro lado, no hay personaje que no tenga ahora un spin-off, una infancia traumática que contar o un universo expandido donde pueda interactuar con otros personajes que jamás hubiera cruzado en el guion original.
Es como si todo el cine contemporáneo estuviera tratando de completar una tabla de contenidos infinita, donde lo que importa no es la historia en sí, sino su potencial de ramificación.
A esto en algunos casos se suma la estética vintage, que aparece como una forma de autenticidad empaquetada. Colores lavados, filtros que imitan el celuloide, sintetizadores nostálgicos, guiones que simulan ser homenajes pero que apenas alcanzan a reproducir una estética ya digerida. Lo vintage, en ese sentido, es otro tipo de reciclaje. Pero más astuto. Más seductor. Como si bastara con imitar el pasado para otorgarle valor al presente. A veces funciona. Pero muchas veces no.
Aladdin (2019)
La creatividad no murió. Pero está secuestrada.
Quizás no es que la creatividad esté muerta. Quizás está escondida. En los márgenes. En festivales pequeños. En óperas primas que nadie estrena. En cortos que se suben a Vimeo y no tienen distribución. Está viva, pero no tiene espacio. O peor: no tiene permiso.
Vivimos en una cultura que le tiene pánico al fracaso. Y el fracaso es parte constitutiva de la creatividad. Crear es, por definición, arriesgarse. Pero si el riesgo no se permite, lo único que queda es repetir. Repetir con mejor resolución, con más presupuesto, con más marketing. Pero repetir, al fin.
Sigo creyendo en la pantalla grande. Sigo yendo, a pesar de todo. Porque cuando el cine funciona, te transforma.
Por eso duele tanto esta época de reciclaje narrativo. Porque no es solo una estrategia industrial: es una renuncia estética. Como si el cine hubiera dejado de confiar en su capacidad de sorprendernos.
¿Murió la creatividad? No. Pero la están silenciando. Y nosotros, muchas veces, nos volvemos cómplices. Porque también aprendimos a pedir lo que ya conocemos. A aceptar que nos den, otra vez, lo mismo.
Y eso, esa repetición cómoda y anestesiante, no es arte. Es hábito.
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