Por Rodrigo Bacigalupe
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La editorial Alfaguara publicó la novela Farmakeia (2024) de la escritora uruguaya Helena Corbellini, quien —hoy radicada en España— ha estado en nuestro país presentando su obra en distintos foros que incluyeron la Feria del Libro de Montevideo, el programa El living, conducido por la periodista Paula Echevarría (Canal 5), y el Patio Cultural de la Librería Ría Libre, de la ciudad de Carmelo (bastión artístico del suroeste del país), donde concluyó su tournée literaria.
La novela nos atrapa y realiza una apuesta desde el primer momento, comenzando por su título que refiere a esos sitios que en la Grecia Clásica oficiaban de despensa y expendio de todo tipo de drogas (fármakos), ya fueran de naturaleza física (brebajes, pociones, hierbas), como también de índole inmaterial (conjuros, hechizos, maldiciones). Todo esto está presente en la creación de Helena Corbellini, quien se pone con su propio nombre como narradora de la historia que nos ocupa, como un habitante más de su universo literario.
Si debemos elaborar un relato sumario de la obra, podemos decir que estamos hablando de una novela que tiene como eje la distribución de un "inane" complemento alimenticio (aparentemente creado bajo elaboración natural) que, finalmente, acaba sembrando el caos y la ruina de algunos de los personajes centrales de la narración, confeccionando el tejido de una trama criminal. Se trata de La amapola de Creta, el somnífero que los habitantes de Malángel (pueblo imaginario creado por la autora) consumen con fruición, víctimas del insomnio y ávidos de hallar el sueño reparador, sin importar que sea el tráfico y el contrabando el modo de hacerse con una nueva dosis.
Pero no es este el único suceso trascendente de la novela. Como si se tratara de un texto cervantino, se van intercalando historias que aportan densidad a la trama, dotándola de varias capas de significado (igual que las muñecas rusas que dan nombre a su anterior novela, Matrioshka, de 2022) y llevando al lector por sucesos históricos, como la muerte legendaria del "Descubridor" del Río de la Plata, Juan Díaz de Solís, a mano (y boca) de los indígenas de la región. Pero también hallamos momentos que funcionan como un remanso filosófico para la narración principal, en los que la autora nos transporta en el tiempo para un peripatético viaje junto a Sócrates por la Atenas de Pericles (s. V, a.C.), al tiempo que reflexiona sobre temas como el matrimonio, el amor y la muerte, tópicos centrales también en la novela.
La obra es, además, y por sobre todo, un homenaje de la autora a su país, a los territorios reales e imaginarios de la geografía nacional. Es un conjunto de referencias toponímicas reconocibles en un mapa tanto físico como ficticio, existente en la literatura por la literatura y a través de la literatura. En Farmakeia resuenan nombres y sucesos que bien justifican la presencia del Ángel Malo en la tierra (otro personaje que brilla, como Lucifer, por su omnipresente ausencia).
Así pasa con la narración del atroz suceso ocurrido entre el 28 de febrero y el 5 de marzo del año 1974 en el Cuartel N.°4 de Colonia del Sacramento, cuando un trabajador de la ciudad de Carmelo —Aldo Perrini—, es torturado hasta la muerte. Este y otros episodios narrados por la autora son vitales, pues aportan a la historia dignidad moral y un claro norte desde el punto de vista ético. Sin embargo, también tenemos eventos y nombres que nos evocan otro mundo, el de la literatura del más grande de nuestros narradores: Juan Carlos Onetti.
La geografía onettiana se ve reescrita y, en términos técnicos, expandida (según un tal Doležel) por Corbellini, quien prolonga y rinde solapado tributo a la Santa María del gran escritor. Los nombres de Larsen, Brausen y Petrus (este, sobre todo y entre todos) están presentes de una u otra forma, cumpliendo una función evocativa, manteniendo viva la lucerna de la pluma del creador de La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), por citar su inmortal trilogía. El mundo ficcional de nuestra escritora tiene una ubicación geográfica muy particular, situada en las costas del Río de la Plata frente a las aguas que bañan la Isla Martín García, donde fue asesinado el almirante Solís, entre el pueblo de Conchillas y el de Carmelo.
Por allí llegamos a Malángel. Con esta invención, además de dialogar directamente con la tradición literaria de nuestro país, según lo dicho, Helena Corbellini amplía sus fronteras y las resignifica, dotándolas de mayor densidad y una más compleja textura. Ese mundo no es solo una extensión de tierra habitada (la ecúmene de los antiguos griegos), sino también una psicogeografía (al decir de Guy Debord), que hace que sus personajes conecten con el canon de nuestras letras. Parece cumplirse, pues, la frase de Chesterton que nos recuerda que la verdadera tradición consiste en la transmisión del fuego, y no en la adoración de las cenizas. Ese es, a mi juicio, el gran mérito de la autora. El propio Onetti lo entendió cuando prendió fuego, cual Nerón a Roma, a su Santa María, y luego se encargó de reconstruirla —léanse Dejemos hablar al viento (1979) y Cuando ya no importe (1993), respectivamente—.
En Farmakeia se expone un recordatorio constante de la invisible tensión que existe mientras la gente muere y ama, y puede cortarse, como un hilo rojo que desate nuevamente el caos si no se practica la prudencia. Además de la trama criminal que se extiende por la novela y es plausible denominar —tomando prestado un término francés y cinemático— como “polar” (un híbrido entre policial y noir), podemos decir que son otros los senderos que se bifurcan y nos llevan por la ‘farmacia’ de Corbellini. En la novela existe una reflexión constante sobre los vínculos afectivos, la amistad, el exilio y el regreso y, de forma destacada, sobre la naturaleza del amor. Varios son los personajes que se enamoran, acaso víctimas de otro de los conjuros que las farmacias griegas podían ofrecer, logrando así combatir la soledad, el paso del tiempo e incluso la enfermedad.
Con respecto a la amistad, sobre todo a la femenina (bien distinta a la masculina, menos épica y más trágica, en términos clásicos), la obra nos ofrece las delicias de un sólido vínculo entre cinco amigas cuyo nudo gordiano lo fijan las impostergables partidas de canasta, con scones y té de por medio, que llevan a cabo Patty, Rosa, Belén, La Viuda y Aurora (protagonista, esta última, de la primera parte de la novela).
Dicho grupo representa una suerte de microcosmos, de parte por el todo de la sociedad magelina, un curioso gentilicio inventado por la autora. Pero también, sin menoscabo de la individualidad muy bien construida de cada mujer, el funcionamiento del grupo como un personaje colectivo que representa lo femenino como un acto de reivindicación y recuperación de un lugar y un protagonismo que históricamente se habían visto postergados a un segundo plano o a una función injustamente ornamental.
En última instancia, otra de las virtudes de la novela que conviene no dejar de señalar es la capacidad de transformación. Los personajes y la trama se transforman diacrónicamente (de manera progresiva con el paso del tiempo), pero también sincrónicamente (de un momento para otro como si se tratase de un embrujo), como le ocurre a Verónica Sáenz, un avatar fragmentado de la propia Corbellini, quien parece entrar en un universo paralelo cada vez que se pone a tocar el piano.
La transformación es otro eje que nos permite acompañar a los personajes tanto en su evolución, como también hacia el abismo de la perdición. Y todo esto ambientado por una constante evocación musical que es otro de los ingredientes que resaltan el sabor de este fármaco de casi 300 páginas (Penguin Random House, Grupo editorial, 2024), ya que Farmakeia tiene su propia playlist con paisajes tan autóctonos como universales, que van desde las Garzas viajeras de Anibal Sampayo a las Suites de Valses de Cluzeau-Mortet, sin dejar de lado géneros y canciones populares tan disímiles como las de Tina Turner, Serrat o los Redondos de Ricota. Tiene sabores, imágenes y mucha música que contribuyen a la diversidad y con ello, como dijo un tal Mateo Alemán, “la variedad adorna la naturaleza”.
Por Rodrigo Bacigalupe
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