Por Nicolás Medina
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Después del fenómeno de la “Ghiblimanía”, acontecido —o padecido— meses atrás, donde hasta los más lejanos al anime convirtieron sus fotos de perfil en ilustraciones con ojos grandes y mejillas rosadas al estilo del Studio Ghibli, no hay mejor ocasión para que el estudio haya decidido celebrar su 40° aniversario con un ciclo mundial en cines. Algunas de sus películas más icónicas, Porco Rosso (1992), La princesa Mononoke (1997), La colina de las amapolas y otras joyas (2011), volverán —o en algunos casos recién llegarán— a la pantalla grande uruguaya. Y qué mejor forma de romper el hielo que con El viaje de Chihiro (2001), la obra que no solo lo cambió todo para Ghibli, sino también para el lugar del anime en el cine global.
El viaje de Chihiro no fue la primera producción del Studio Ghibli, mucho menos la ópera prima de Hayao Miyazaki. Pero sí fue, sin lugar a dudas, la primera que convirtió al estudio en un fenómeno verdaderamente global. Hasta entonces, Ghibli era un secreto a voces, una empresa de culto conocida por cinéfilos, proto-otakus, y algún que otro amante de VHS piratas con subtítulos en inglés en la parte inferior de la pantalla. Todo eso cambió con la historia de la niña que se perdía en un mundo habitado por dioses, brujas, dragones y criaturas que parecían salidas de un poema sintoísta ilustrado por una mente afiebrada y tierna.
La película se estrenó en Japón en julio de 2001 y fue un evento. Casi 24 millones de entradas vendidas. Récord de taquilla que recién fue superado por Demon Slayer: Mugen Train (2020) en plena pandemia. Pero no fue sólo un éxito local: ganó el Oso de Oro en Berlín —compartido con Bloody Sunday (2002), y siendo la única a la fecha en llevarse el galardón alemán— y se convirtió en la primera —y hasta 2024, la única— película de anime en ganar el Óscar a Mejor Película Animada. Ese fue el espaldarazo definitivo para que el nombre “Ghibli” dejara de ser una curiosidad nipona y pasara a significar calidad, emoción, artesanía.
En paralelo, en Latinoamérica, la televisión por cable tenía saturadas sus grillas con anime doblado: Dragon Ball Z (1989), Pokémon (1997), Digimon (1999), Inuyasha (2000), Sakura Card Captor (1998), etc. El anime era moneda corriente, pero aún se lo miraba con cierta sospecha. Como si no fuera “cine de verdad”, etiquetados de “dibujitos chinos” por casi todos nuestros padres. La irrupción de Ghibli en las salas vino a romper esa lógica. Por primera vez, una película animada japonesa se estrenaba con bombo y platillo, tratada como arte y no como producto infantil.
Chihiro, una niña de 10 años malhumorada, viaja en auto con sus padres a su nueva casa. El camino se desvía y terminan en lo que parece ser un parque de diversiones abandonado. Mientras los adultos se comportan como niños caprichosos —una constante en el cine de Miyazaki—, Chihiro se adentra en un mundo paralelo donde todo cambia de nombre, forma y función. Sus padres son convertidos en cerdos por comer de más, ella se ve forzada a trabajar en una casa de baños para dioses bajo el nombre de Sen, y poco a poco aprende a sobrevivir —y florecer— en un entorno mágico, hostil y, sin embargo, profundamente humano.
"El viaje de Chihiro" (2001), Hayao Miyazaki
La historia no necesita mayor explicación porque no se trata de lo que ocurre, sino de cómo se vive. El viaje de Chihiro no es una aventura en el sentido clásico, sino un tránsito emocional: un rito de paso. Como en La tumba de las luciérnagas (1988) o Susurros del corazón (1955), la infancia está puesta en jaque. La película trata sobre crecer, sobre recordar quiénes somos, sobre dejar de ser hijos para empezar a ser personas. Y todo eso sin moralina, sin subrayados. Solo con símbolos, texturas, fantasmas, trenes sobre el agua, máscaras sin rostro y espíritus que lloran aceite.
El viaje de Chihiro marcó un antes y un después para el Studio Ghibli, pero también se enmarca dentro de una tradición que comenzó en 1984 con Nausicaä del Valle del Viento, la pre- Ghibli que lo inició todo. Desde entonces, la dupla Miyazaki-Takahata —con Joe Hisaishi como tercer mosquetero musical— construyó un universo que es parte cuento de hadas, parte manifiesto ecológico y parte experimento poético. Mi vecino Totoro (1988), Kiki: Entregas a domicilio (1989), Porco Rosso, La colina de las amapolas, Puedo escuchar el mar (1993)… cada película amplió el campo de juego de lo que podía ser una “película animada”.
"El viaje de Chihiro" (2001), Hayao Miyazaki
Tras Chihiro, vinieron más éxitos internacionales: El castillo ambulante (2004), Ponyo y el secreto de la sirenita (2008), El viento se levanta (2013). En 2023, El niño y la garza —que llegó a Uruguay en medio de una mística de secretismo— ganó el Óscar. Y en 2024, Studio Ghibli fue homenajeado en Cannes con una Palma de Oro honorífica. 40 años después de su nacimiento, Ghibli no solo sobrevive, sino que se ha vuelto sinónimo de lo que el cine puede ser cuando no necesita justificar su existencia con franquicias pre- vendidas y mutaciones según la agenda de turno.
Incluso en Uruguay, país de salas con estrenos acotados, la demanda por ver anime en pantalla grande es cada vez más fuerte. Ciclos como este, junto a los estrenos de películas en salas fomentados principalmente por Crunchyroll para el mundo, que devuelven a Chihiro y compañía y traen algunas caras nuevas a la pantalla, son una respuesta a ese clamor.
Volver a ver El viaje de Chihiro hoy, en 2025, es una experiencia que no ha perdido ni un poco de su poder hipnótico. La animación tradicional, cuadro por cuadro, parece desafiar la lógica del tiempo digital. Cada fondo pintado a mano, cada detalle en los baños termales o en la locomotora flotante, transmite una sensación táctil, física. Es un mundo que existe, y por eso nos hundimos en él con tanta facilidad.
La ambigüedad de la historia —¿Fue todo real? ¿Fue un sueño? ¿Importa?— contribuye a su dimensión lírica. Como en los cuentos clásicos, la literalidad es un obstáculo: lo importante es lo que Chihiro aprende, no cómo lo aprende. El valor del nombre, la dignidad del trabajo, la empatía hacia lo extraño. La película está llena de momentos inolvidables: el viaje en tren junto al Sin rostro, la limpieza del espíritu contaminado, la despedida con Haku en el cielo. Pero lo que queda, sobre todo, es una forma de mirar el mundo con asombro y respeto.
Hay en Chihiro un conjunto de obsesiones que Miyazaki ha ido repitiendo —y refinando— a lo largo de su filmografía: el rechazo al militarismo, la naturaleza como fuerza sagrada, los niños como figuras de resistencia moral, las máquinas como extensiones peligrosas del ego humano. Pero en Chihiro, todas esas piezas encajan con una armonía excepcional.
"El viaje de Chihiro" (2001), Hayao Miyazaki
Los personajes femeninos fuertes pero vulnerables, como Nausicaä, Kiki o Sophie, encuentran en Chihiro una nueva dimensión: ya no es una heroína predestinada, sino una niña común que aprende a hacerse fuerte sin perder su dulzura. La figura del monstruo ambivalente, que da miedo pero también pide ayuda —el Sin Rostro, Yubaba, Haku—, es un recurso clásico de Ghibli que aquí alcanza una ambigüedad moral digna del mismísimo Kurosawa.
Poder ver hoy El viaje de Chihiro en una sala oscura es más que un acto nostálgico, es dejarse llevar por un tren que no sabemos bien adónde va, pero que nos deja siempre más livianos al bajar.
Porque sí, la película sigue siendo perfecta para los más chicos, que se reirán con las ranas parlantes y se asustarán con los gemidos del Sin Rostro. Pero también es un refugio para los adultos, que verán en ella los miedos que no sabían que tenían y las ternuras que creían haber perdido.
En su aniversario número 40, Studio Ghibli nos recuerda por qué sus películas no son solo animaciones bonitas. Son viajes. Y como todo buen viaje, no se trata de llegar a destino, sino de mirar con otros ojos el mundo al volver.
El viaje de Chihiro se estrena este 2 de agosto en cines y la primera función ya se encuentra a la venta. Los títulos siguientes se exhibirán entre setiembre y noviembre. Entre ellos, están El cuento de la princesa Kaguya (2013), La colina de las amapolas, Recuerdos del ayer (1991), Pompoko (1994), La princesa Mononoke, El viento se levanta, Mis vecinos los Yamada (1999), Porco Rosso, The Cat Returns (2002) y Kiki: Entregas a domicilio.
Por Nicolás Medina
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