Por Juampa Barbero | @juampabarbero
El terror contemporáneo exhibe una obsesión con las franquicias. Entre secuelas interminables, precuelas inesperadas y spin-offs que se multiplican como Gremlins mojados, El conjuro ocupa un lugar singular. Inauguró un universo y legitimó un tipo de terror mainstream que todavía conserva devotos. Con la cuarta entrega, la pregunta central es si logra ofrecer algo distinto.
La saga de los Warren ya se mide por su capacidad de reciclar la fórmula bajo un envoltorio nuevo. Ese es el verdadero dilema: qué puede sumar El conjuro 4: los últimos ritos a un espectador que reconoce de memoria los ruidos en la noche, las posesiones ralentizadas y los exorcismos coreografiados como ballets demoníacos.
A diferencia de otras franquicias que se desmoronan en su tercera entrega, El conjuro sigue caminando sobre la cuerda floja del prestigio. El eco de James Wan todavía resuena: sus huellas formales marcan el camino y ningún director posterior logra salir de esa jaula visual.
En esta nueva entrega, Ed y Lorraine Warren regresan como marcas registradas, tótems del terror católico pop. La pareja enfrenta demonios como si combatiera plagas domésticas. Cada película libra dos batallas: una contra las entidades oscuras y otra contra el desgaste narrativo.
"El conjuro 4" (2025), Michael Chaves
La fórmula sostiene su atractivo porque funciona como un ritual. El público busca repetir la experiencia con pasos conocidos: la familia en peligro, la presencia invisible, el clímax exorcista y la catarsis final. Lo esencial radica en la tensión entre fe y espectáculo.
El miedo perdió sorpresa para algunos espectadores, pero El conjuro 4 demuestra que nunca fue el motor principal. Lo que cautiva es la convicción con la que la película trata a sus demonios, incluso cuando parecen fabricados en un manual de efectos especiales.
El gran debate surge en torno a lo que le exigimos al terror. Cuando se espera únicamente miedo, la película descoloca. Aquí el objetivo consiste en levantar un espectáculo gótico, donde lo religioso y lo melodramático se funden con precisión.
La saga siempre entendió al género como un espacio de lágrimas. Dolor, pérdida y fe tambaleante componen su cóctel. Más que gritos, la película deja un eco triste, un murmullo de angustia que perdura cuando la sala recupera la luz.
"El conjuro 4" (2025), Michael Chaves
Los detractores la tildan de inflada o sobrevalorada, como si existiera un medidor objetivo del miedo. Ese tipo de críticas olvida que el terror nunca fue un género universal, y que su grandeza radica en la construcción de atmósferas.
La puesta en escena refuerza esa ambición. La cámara arrastra al espectador hacia espacios cerrados donde cada sombra se convierte en amenaza. El dispositivo funciona porque aprisiona y no ofrece escapatoria.
Otro mérito de la saga consiste en evitar la autoparodia que arrasó con otros subgéneros. El secreto radica en la solemnidad: los Warren rozan lo caricaturesco, pero habitan un universo que legitima su gravedad. Ese tono solemne divide opiniones. Para algunos, otorga densidad y justificación; para otros, introduce rigidez. En esa tensión, reside la paradoja. Lo que se percibe como virtud también puede leerse como defecto.
El corazón dramático de El conjuro 4 late en sus familias rotas, heridas emocionales y vínculos al borde de quebrarse. Esa fragilidad conecta en un nivel más profundo que cualquier sobresalto.
"El conjuro 4" (2025), Michael Chaves
Desde lo narrativo, la película juega con el desgaste del género. Asume que el público conoce las reglas y busca sorprender en los pliegues: una mirada sostenida más tiempo de lo habitual, un silencio interminable, un detalle que altera la normalidad. La película recuerda que el miedo convive con la tristeza, la duda y la certeza de que la oscuridad también puede brotar desde el interior.
Bajo esa lógica, la trama funciona como tragedia disfrazada de terror. El demonio opera como espejo de lo humano: la desesperación, la fe fracturada, la vulnerabilidad. Ese enfoque otorga oxígeno incluso en la cuarta entrega.
La discusión que despierta resulta tan estimulante como la propia película. Muchos espectadores esperan un festival de sobresaltos instantáneos, pero la obra plantea otra interrogante: qué significa asustar en tiempos de saturación audiovisual.
El conjuro 4 funciona menos como film de miedo y más como espejo deformado de nuestras expectativas. Prefiere el susurro a la explosión, la incomodidad a la estridencia. Ese gesto, que divide al público entre devotos y detractores, confirma que la saga todavía late, provoca e incomoda.
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