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Contenido creado por Sofia Durand
Literatura
Caos en el Sigmund Hotel

“De cuando estuvo en la casa de Freud”: Bruno Cancio presenta su nueva novela

El escritor y psicoanalista propone una historia que oscila entre lo íntimo y lo hiperbólico dentro del "realismo eufórico".

26.12.2025 14:27

Lectura: 8'

2025-12-26T14:27:00-03:00
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Por Rodrigo Bacigalupe
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Bruno Cancio combina —con arte y destreza— su profesión (docente universitario, psicoanalista) con la dedicación al oficio de entretejer las palabras. Al leer una de sus novelas, nos vemos obligados a aceptar desde la primera página que la literatura todavía puede rezumar técnica y erudición sin por ello prescindir de euforia.

De cuando estuvo en la casa de Freud (Ed. Fin de Siglo, 2025) confirma esa intuición: estamos ante una obra que condensa, en escenas breves y de contundencia quirúrgica, las múltiples vidas —mejor dicho, las múltiples fugas— de Diego, su protagonista, pura pulsión y juego, que se mueve por el mundo con la radiante precariedad del “ello”, como si el autor hubiera decidido reescribir la trinidad freudiana desde su base más indómita.

Si pudiéramos trazar un mapa de esta novela como Tundra Prada lo hiciera de la Santa María de Onetti habría que aceptar, en primer lugar, que no se trata de un territorio cartografiable, sino pasible de ser representado mediante un disco escuchado de principio a fin (algo que en algún momento supo ser costumbre). Cancio compone una biografía emocional que oscila entre lo íntimo y lo hiperbólico, entre el realismo crudo (sucio, a lo Bukowski o a lo Fante —o a lo Lalo Barrubia, ¿por qué no?—) y el delirio más descarnado.

No sería descabellado suscribir la obra de Cancio a lo que en alguna otra entrevista se ha denominado realismo eufórico. Recordando a Enrique Symns, el narrador de la novela sabe que lo que le hace falta al mundo es éxtasis, por sobre todas las cosas. Así, en esta novela lo turbio se convierte en euforizante, abriendo un circuito que erige como tótem al tabú, parafraseando al propio Freud. El resultado de leer esta novela es acompañar a su prota por un itinerario de microdramas domésticos, exploraciones del deseo, descubrimientos de la culpa y un permanente sobresalto ante la fragilidad del cuerpo que nos viene a recordar que se envejece con la misma velocidad con la que se renuncia a la desobediencia.

Aquello que podría ser la sentencia de naufragio de cualquier personaje, constituye, sin embargo, la energía existencial —el elan vital, diría Bergson— de Diego, el antihéroe de la obra. Sin embargo, en esta novela, amén de que pueda resultarnos sorpresivo, la búsqueda radica en hallar el amor o la aceptación a como dé lugar. Porque en la novela de Cancio el amor, lejos de presentarse como refugio sentimental, deviene en una sustancia híbrida —a un tiempo sublime y abyecta— capaz de elevarlo o de arrojarlo al barro del que parece que Diego y el resto de los personajes echan de menos.

Bruno Cancio. Foto: Rai Torterola

Bruno Cancio. Foto: Rai Torterola

Cancio construye así una estética de la herida, como si de una separación original, insalvable, se tratara, ya sea por arte de divorcio (de los padres del propio Diego), como por causa de cualquier otra ruptura o disfunción (filial, familiar, sexual). La belleza, a veces ironizada, se despliega entonces en medio de la enfermedad, del caos, de los pedazos, para mostrarnos su rostro “estetizante”, como si fuera posible sacarle brillo a la tragedia (para novedad, los clásicos, sobre todo los edípicos).

Uno de los grandes logros del autor —y uno que ya es casi marca de la casa de Freud— es el manejo de la enumeración caótica. Técnicamente, enlistar una serie de elementos que a priori no pegan ni con mocus, y exponer entre ellos una relación que está por encima de cada una de las partes. Es así como su narrador siembra, para retratar a sus personajes, verdaderos alephs personales (como los del cuento de Borges) en los que Jean Paul Sartre, las bombas molotov, la guerrilla, el flower power, la peripatética obra de Kerouac, los niños famélicos de Eritrea y un emblemático Volkswagen escarabajo conviven dentro de la conciencia de sus héroes.

Esa técnica convierte cada mente en un pequeño cosmos a punto de estallar, regido por tensiones culturales que van desde el existencialismo sartreano al consumo neoliberal de los noventa, del rockstar autodestructivo que anhela formar parte del club de los veintisiete a la nostalgia por los dibujos animados con muñecos de Bandai. Y esto nos pasa a los que advertimos (hay un guiño generacional inevitable —e invaluable—) que esta novela es también un homenaje —y una parodia— a la década de los noventa, esa época en la que el proceso de conquista cultural norteamericana parecía irresistible: MTV, Beavis and Butthead, la estética inflamable de ciertos músicos del rock, del pop y del grunge, la saga de Misión imposible, las Patoaventuras, todo reunido en una constelación arbitraria que define tanto el paisaje mental de Diego como la atmósfera de una época completa vista y vivida desde el Uruguay.

El tono general está atravesado por un halo que oscila entre lo onírico y lo pesadillesco. Leer esta novela es como dormirse escuchando The Dark Side of the Moon y despertar de golpe en Elm Street, perseguidos por el mítico Freddy Krueger. La novela se repliega en más ficción para avanzar entre décadas desordenadas y, sin embargo, perfectamente legibles gracias a una estructura que deja pequeñas huellas entre las últimas y las primeras palabras de cada capítulo, recordándonos que leemos un artefacto que se alimenta del caos mientras lo ordena desde un lugar casi secreto, caprichoso, aparentemente desnortado y desidioso, pero, secretamente, muy bien planeado.

Cancio, fiel a su naturaleza lúdica, permite que el lenguaje se deslice de lo analítico a lo filosófico, sin miedo a componer verdaderas aporías (callejones sin salida). Una de ellas —llamémosla la del borracho— queda grabada en la mente del lector como caracterización de su protagonista: “Siempre estuvo convencido de que no era alcohólico porque no negaba serlo, como hacen los alcohólicos” (p. 69). Ese tipo de paradojas abre la novela hacia un pensamiento en espiral, donde cada certeza se vuelve interrogación y cada gesto narrativo un reflejo deformado de sí mismo.

Y como si todo esto no alcanzara, De cuando estuvo en la casa de Freud es también una novela musical. Su propio soundtrack acompaña las derivas de los personajes: Música acuática de Händel; Voodoo Lounge, de los Stones; Pink Floyd; Joaquín Sabina; Lust for Life, de Iggy Pop, e incluso el ringtone de He-Man and the Masters of the Universe. Como en los viejos rituales, cada canción funciona como un conjuro; no es mero acompañamiento, sino parte sustancial de la identidad emocional del texto.

Al leer esta novela, breve, ágil, pero contundente en su manejo de la lengua, asistimos constantemente a lo que en literatura se está llamando la poética de lo desnarrado, el arte del "what if…?". Lo que pudo haber sido y quizás es, lo que está ocurriendo, tal vez, solo en la mente del narrador y, por persona interpuesta, en la del lector, que se entera de aquello que aquel nos cuenta a través del acceso al imaginario privado de cada personaje. A veces parece ser que lo imposible es un eslabón más de la cadena de objetos simbólicos que funcionan como residuo primitivo y hacen que los tocs y los tics, las filias y fobias de Diego resulten tan importantes para el destino del mundo (su mundo) como el más inevitable efecto mariposa, así es que puede pasar horas alineando los adornos del living de su casa para prevenir una hecatombe.

En última instancia, Cancio parece preguntarse qué tan dueños somos de nuestras vidas, de nuestras elecciones, de nuestras pequeñas tragedias privadas. ¿Cuánto hay realmente de libertad en los caminos que tomamos y cuánto, en cambio, de condena heredada, de decisiones ajenas que nos moldean como una fuerza invisible? La novela no ofrece respuestas, pero sí una certeza: en la literatura, como en la vida, el caos puede ser un territorio fértil; el mejor abono, si es bien aprovechado.

En estos tiempos de posverdad, quizás la única forma de narrar que quede sea, como sucede en esta novela, partiendo de lo inverosímil como antes lo fue del absurdo. Cancio hace exactamente eso para buscar una gema, un atisbo de verdad. Si toda novela debe tener (al menos así lo quiere su etimología) algo de novedad, en esta obra la magia nueva surge al comprender que toda la suma de anécdotas y relatos que componen la narración es una suerte de elipsis, como si se tratara de un relato editado que es espejo y recorte de una novela más amplia que se encuentra si sabemos mirar entre líneas. Pero esa obra agazapada, ¿debe escribirla el lector, o será una misión para el propio autor, un bis en el que salga a la luz aquello que, ominosamente, debió permanecer oculto?

Por Rodrigo Bacigalupe
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