Crecí con las imágenes de la familia real británica a mi alrededor. Como buena alumna de un colegio inglés, uno pequeño, bajo perfil, conocí sus nombres incluso antes de empezar primaria. Cuando el príncipe Charles y Diana se casaron, en 1981, fue todo un acontecimiento y un nuevo cuadro se sumó a la colección en los pasillos: el de la novel pareja en el carruaje conocido como 1902 State Landau, en el que se trasladaron desde la catedral de St. Paul al Palacio de Buckingham. En 1982, con la guerra de las Malvinas, la disputa entre Inglaterra y Argentina fue motivo de cantos y bandos en el recreo, mientras se mezclaban con el griterío de la mancha hielo y el ladrón y poli. En el liceo, me tocó llevar la bandera de Inglaterra en varios actos, en los que siempre sonaba la canción que oficia como himno nacional y cuya letra dice nada más ni nada menos que God Save the Queen. Años más tarde, la muerte de Lady Di (31 de agosto de 1997) me encontró en un seminario de estudiantes de Comunicación en Lima, donde fue tapa de diarios y revistas y tema de conversación por varios días. En 2002, en plena crisis financiera en Uruguay, una beca Chevening me llevó a estudiar durante un poco más de un año a Londres, que rápidamente se convirtió en mi segunda casa para siempre. La capital inglesa tiene un don que pocas ciudades logran: combina rebeldía y tradición en la cuota justa. Y en ese combo que incluye el número 10 de Downing Street, el Big Ben, cabinas telefónicas, fish & chips y rocanrol, la realeza es un ingrediente más, amalgamado y aceptado, incluso querido.
Hoy, existen casi 30 monarquías en el mundo, 10 de ellas solo en Europa. Pero la Corona británica se distingue sobre el resto. No es casual que a la reina Elizabeth II se la llame “la reina del mundo” o “la cara de la monarquía”. Tiene 96 años, 70 de reinado, varios récords como soberana y —en el acierto o en el error— un lugar ya ganado en los libros de historia. Y si bien los cuestionamientos a la pertinencia o vigencia de las monarquías siguen existiendo, lo cierto es que se viene hablando de su final hace ya varias décadas. En 2014, el historiador de la Universidad del País Vasco José María Portillo Valdés dijo a Infobae que las Coronas tienen “una función constitucional muy importante: son la representación del Estado en el exterior”. Eso, que podría parecer un rasgo menor, ha generado a lo largo del tiempo un marco simbólico de contención que permitió “a muchas naciones con profundas diferencias internas permanecer unidas y desarrollar un proyecto común”. Y aquí, de nuevo, la Corona británica se destaca: Elizabeth II es reina de otros 15 territorios más allá de Reino Unido y también líder de la Commonwealth. Pasó por 14 primeros ministros, varias guerras, crisis, renuncias, cuestionamientos y acusaciones. Pero también supo adaptarse a los cambios del mundo y se convirtió en una marca global —y exitosa.
A esta altura, resulta curioso y al mismo tiempo entendible que la monarquía británica —y la mayoría de sus colegas europeas (la española quizás fue la que la pasó peor en los últimos años del rey Juan Carlos)— se mantenga a partir de ese mismo factor que la cuestiona: la popularidad. Consultada hace algunos años por la BBC, Pauline MacLaran, profesora de Marketing de la Universidad de Londres y coautora del libro Royal Fever: The British Monarchy in Consumer Culture (Fiebre real: la monarquía británica en la cultura de consumo), opinó que la fascinación por la monarquía británica se debe a varios factores y excede el hecho de ser un símbolo de tradición y unidad nacional. “La idea del cuento de hadas de los príncipes y princesas está profundamente arraigada en la cultura occidental y es reforzada globalmente por Disney”, dijo. Distintos estudios realizados en la última década ubican a la Corona británica entre las más populares del mundo. En 2016, un sondeo de Ipsos Mori para King’s College arrojó 76% de popularidad para la reina, que en ese entonces estaba por celebrar sus 65 años en el trono. Un año después, durante los meses posteriores al Brexit, la periodista Kate Maltby señaló en una nota con CNN: “Conforme se derrumban otras certidumbres diplomáticas, Reino Unido se siente agradecido por la durabilidad de su arma secreta real”. En 2020, la renuncia de Harry y Meghan a su lugar en la familia real fue un golpe duro para la monarca y la monarquía. Hubo acusaciones de presiones y racismo. Luego ocurrió la muerte del príncipe Philip (en abril de 2021, a los 99 años) y pasó una pandemia. Sin embargo, cuando tocó el turno de festejar el Jubileo de Platino, que se llevó adelante la semana pasada en Londres, volvió a ser una fiesta popular. Mientras que algunos de los fantasmas de siempre sobrevolaron el Palacio de Buckingham, lo más notorio fue el frágil estado de salud de la reina, que no le permitió cumplir con una intensa agenda de varios días.
Ya en 2016 la profesora de Historia Moderna y directora del Centro de Historia Pública de Londres en la Universidad de Londres, Anna Whitelock, vaticinó que la monarquía británica dejaría de existir luego de la muerte de Elizabeth II. Su tesis se basa en que el apoyo popular es para la actual reina, no para su régimen. A esto le suma un dato generacional: son las personas más añosas las que tienen mayor apego a la monarquía; a medida que la población se renueve el cuestionamiento a la figura del rey o reina será más común. “Para 2030 habrá definitivamente clamores en favor de la erradicación de la monarquía”, se animó a decir. Mientras tanto, monárquicos o no, creyentes o no, británicos o no, el mundo entero seguirá cantando God Save The Queen.
