Que la risa es buena para la salud se ha dicho mil veces. Hoy, Internet mediante, basta escribir algunas palabras clave en Google para que la lluvia de artículos no pare de caer. Los hay de todo tipo, desde los de perfil científico o antropológico hasta los populares que vienen en forma de listado mágico. La cuestión es que hay una base biológica cierta y probada. La sonrisa no solo cambia la expresión de la cara y activa varios músculos (una carcajada involucra 400, por ejemplo), sino que la acción de reír hace que el cerebro ponga en marcha la liberación de endorfinas, esas sustancias químicas naturales que contribuyen al bienestar. Esa mera acción basta para ayudarnos a desinhibirnos, a establecer relaciones sociales, a vencer miedos y, no menos importante, a proporcionarnos sensación de felicidad.
Según quienes han estudiado el tema, el humor -ese complejo conjunto de fenómenos del que la risa es solo una parte- integra la esencia de la naturaleza humana y no hay una cultura o sociedad que esté completamente desprovista de él. Hace más de 4.000 años, por ejemplo, en la antigua China había templos donde las personas se reunían para reírse con el objetivo de equilibrar su salud. En India todavía existen lugares sagrados donde se practica la risa.
Más adelante en el tiempo, Kant y Freud hicieron referencia a sus beneficios en diferentes abordajes psicológicos. Luego aparecieron los estudios científicos y hasta centros médicos dedicados puramente a este tema, sobre todo en Estados Unidos, Canadá y algunos países de Europa. Se empezó a hablar de la risoterapia o terapia de la risa. Y de a poco, incluso vista con desconfianza por algunos sectores, se empezó a utilizar tanto con niños como con enfermos terminales, en sanatorios, clínicas de rehabilitación o tercera edad.
En época de pandemia, de malas noticias a diario, de una lucha contrarreloj para que la investigación científica le gane la carrera a un virus poderoso, la risa tiene todo a su favor para convertirse en una herramienta sanadora en el ámbito privado. No se precisan estudios para saber que estamos riendo menos; y tampoco para concluir que deberíamos reír más. Con cada risa ejercitamos decenas de músculos faciales y corporales, despejamos los oídos y la nariz, producimos más linfocitos, eliminamos mayor cantidad de bilis, oxigenamos los pulmones y fortalecemos el corazón.
Aunque vive y lucha asociada a la actividad social y familiar que ahora quedó restringida hasta nuevo aviso, la risa puede estar en todos lados. No implica esfuerzo, tiempo ni dinero. Es, como dice más de una canción, una cuestión de actitud. Y, como tal, puede hacer la diferencia.
Esta semana, Leonel García escribió una nota sobre el poco conocido -o promovido- vínculo entre el sexo y el humor. De la investigación y charla con médicos y personas de a pie, surgieron frases como que "en la pareja a veces el humor es mejor que el amor", que "el buen humor es uno de los afrodisíacos de la sexualidad" y que la risa genera apertura y, como consecuencia directa, conexión. Dichas por expertos, las sugerencias y conclusiones parecen obvias. Sin embargo, darle lugar a la risa en la sexualidad es mucho menos habitual de lo que se cree. Y las razones están, sobre todo, en la presión social o directamente el tabú.
En 2019, la sexóloga y psicóloga española Susana Ivorra fue consultada sobre este tema por El País de Madrid y respondió lo siguiente: "No es casualidad que uno de los pilares de la felicidad sea el sentido del humor y la risa, puesto que permiten tomar una distancia emocional momentánea de ciertas situaciones que pueden ser desagradables". Ivorra también habló sobre la importancia de aprender a reírnos de todo, incluidos los defectos, los errores, los accidentes y los malos entendidos, los propios y los ajenos. Hoy, casi dos años después y seguramente sin imaginarlo ella ni sus lectores, sus palabras cobran otro valor. Y con ellas, más que nunca, la importancia del buen humor y la risa.
