Ver y elegir las fotos que ilustran la nota de tapa de esta semana fue como hacer un viaje en el tiempo. Esas imágenes me llevaron directamente a mi infancia y adolescencia. Más precisamente, a las conversaciones en la mesa a la hora de la cena, cuando mis padres -que para cuando yo fui niña llevaban adelante juntos una pequeña joyería-, hablaban hasta el cansancio de los brillantes baguette para un medio sin fin, de la calidad del oro de una clienta, de la importación de perlas que estaba por llegar o de cómo el ónix ya había pasado de moda y ahora todos querían zafiros.
Durante años llevé adelante una postura antijoyas, que practicaba usando poco y nada de alhajas y escuchando sin registrar aquellas conversaciones. Ese era el trabajo de mis padres, el que se llevaba buena parte de las horas de sus días, de su atención y sus preocupaciones. Con el tiempo fui valorando ese oficio que, en el caso de mi padre, había pasado de generación en generación, adaptándose con relativo éxito de país en país y de época en época. Mi abuelo paterno, a quien no conocí, era diamantero de profesión, y trajo sus conocimientos de Europa a Uruguay. Mi papá se formó con él y hasta sus últimos días la joyería fue el leitmotiv de su vida, preocupado por cómo habían caído las ventas de sus colegas, cuántos habían tenido que cerrar sus locales y cómo las nuevas generaciones -dentro de las que me incluía- no querían gastar en alhajas de verdad. "¿Qué es eso que tenés puesto?", me preguntaba cada vez que veía alguna pieza que no conocía en mis orejas, cuello o manos.
Lo que yo intentaba explicarle, generalmente sin mucho éxito, era que la joyería y el interés por ella había cambiado, que se había transformado. Cada vez eran menos las personas -sobre todo las mujeres- que querían "lucir" una pieza llamativa, costosísima, que podían usar pocas veces en la vida y además implicaba un riesgo a la hora de salir a la calle. La tendencia iba hacia joyas prácticas y usables, pero con un diseño único que justificara la compra.
Ese fenómeno, que ya tiene por lo menos una década, está más afianzado que nunca. Hoy, además, se suma a esa tendencia global de volver a los materiales nobles y reutilizables, de valorizar el trabajo manual y priorizar los procesos locales. Hace unos meses en la revista hicimos una nota sobre el regreso de muchos oficios que durante años habían caído en desuso o sido menospreciados. Allí entrevistamos a cuatro jóvenes -una bordadora, un carpintero, un herrero y un orfebre- que habían logrado fusionar el trabajo artesanal con el valor del diseño. Los resultados no solo eran hermosos, sino que también habían encontrado un lugar en el mercado, un dato nada menor para lograr sostenerse en el tiempo. Según datos de UTU citados en esa nota, en los últimos 10 años la cantidad de alumnos matriculados en la institución había aumentado 47%; un tercio de los inscriptos correspondía a las áreas de Industria y producción, Arquitectura y construcción y Artes y artesanías.
Los prejuicios, muy presentes en algún momento de la historia, también estaban empezando a desaparecer.
El buró de tendencias de WGSN, por su parte, aseguraba que esta "vuelta a las raíces" no era una moda pasajera, sino una transformación que se iba a ir dando progresivamente en la sociedad. En la nota de esta semana nos dedicamos exclusivamente a la orfebrería, ese oficio milenario que estuvo casi por extinguirse para resurgir en los últimos años renovado y con más fuerza. Entrevistamos a las creadoras de cinco marcas uruguayas, pero la lista inicial tenía casi el doble de nombres. La cantidad y la calidad de las propuestas confirma que hay una tendencia y un espíritu común. De hecho, aun sin conocerse ni hacer las entrevistas al mismo tiempo, varios conceptos se repiten entre las orfebres consultadas; uno de ellos es el deseo de crear piezas nobles y atemporales.
Y así, mientras las posibilidades de formación y experimentación son más amplias que nunca, lo que trasciende son los valores de antaño. Esa combinación única que hace que las joyas pasen de generación en generación sin perder la belleza ni el encanto. Que sean tesoros que pueden mutar y a la vez conservar su esencia. Algunas de esas piezas las guardo en el cajón de la mesa de luz esperando un nuevo destino. Otra, como uno de los anillos que me regalaron en la adolescencia, vive su segunda oportunidad con aires renovados en una de mis manos mientras escribo esta columna.
