Hubo un tiempo que fue hermoso. O al menos pintoresco. Pintoresco como podía llegar a serlo el fútbol uruguayo en épocas donde si bien se pisaba fuerte en el extranjero, el de cabotaje jugaba solo en Montevideo, en canchas horribles, con vestuarios peores y con un pretendido profesionalismo que hacía que la mayoría de los jugadores se trasladaran en ómnibus y no pocos tuvieran que tener otro trabajo. En esos años, fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, se vivió el quinquenio menos mentado: el de los cuadros chicos, el de nombres carísimos para todo futbolero como los de Héctor Tuja, Edgar Pompa Borges, Johnny Miqueiro, Rubens Pocho Navarro y William Willy Gutiérrez.
Algo tan hermoso, pintoresco, folklórico y futbolero merecía un libro a la altura. Y en esas anda El quinquenio de los chicos, de Miguel Méndez.
Con Nacional y Peñarol oligopolizando hinchas y campeonatos en el fútbol más binario del mundo, entre 1987 y 1991 cuatro equipos "en desarrollo" (eufemismo que excluye a bolsos y manyas) dieron la vuelta olímpica, tres de ellos por primera vez: Defensor en 1987 y 1991, esta última vez ya fusionado con Sporting, Danubio en 1988, Progreso en 1989 y Bella Vista en 1990. Luego de este lustro Defensor y Danubio cimentaron lo que son ahora, más allá de su transitoria presencia en la "B": un clásico moderno; para los otros dos fue su brillante y efímero momento de gloria.
"A mí desde chico me interesó la historia del fútbol. Mi abuelo paterno y mi padre tenían una colección grande de (la revista deportiva argentina) El Gráfico. Cada vez que venía a su campo lo que más hacía era leerme las revistas. De hecho, hoy me interesa más la historia del fútbol que el fútbol propiamente dicho", dice Méndez (31) a Galería, en una llamada por WhatsApp entrecortada por la falta de señal. Es que esta no siempre responde como es debido ahí en el campo -ese mismo campo de esa colección de El Gráfico, donde él trabaja y vive entresemana-a 10 kilómetros de Pueblo Lavalleja, equidistante entre Salto y Artigas. Mientras cursó Ciencias de la Comunicación en la Universidad ORT, Méndez estuvo al frente del portal de fútbol Aguanten Che y fue colaborador de programas deportivos como Falta uno, en la radio Sport 890.
"Y lo de El quinquenio de los chicos surgió de manera racional: en el historial del fútbol uruguayo resalta un período donde hubo cuadros que brillaron como nunca y otros que nunca brillaron más. Vos hablabas del tema y la gente se enganchaba, porque también eran años fructíferos para el fútbol uruguayo. Lo empecé como un proyecto viendo qué podía rascar y me encontré con algo mucho mejor de lo que pensaba. Tanto, que el desafío terminó siendo qué cosas dejaba afuera. Es que cada campaña merecía un libro en sí", se entusiasma.
Trabajo de campo. De los quinquenios de los grandes se ha hablado mucho. El de Nacional (1939-1943) fue el de las goleadas clásicas al influjo de Atilio García. A ese le siguieron los dos de Peñarol: el de la época de la conquista aurinegra de América y el mundo (1958-1962) y el personificado en Pablo Bengoechea (1993-1997).
No hay en El quinquenio de los chicos una figura tan esplendente que eclipse a las demás. Pero sí hay mil historias mínimas de un fútbol insólito, supuestamente profesional, capitalino y no uruguayo, que el libro plasma para delicia de todo aquel que ame el deporte y la buena narrativa. El antifútbol del Defensor de Raúl Moller, que en 1987 salió campeón con el empleado de Correos Heber Silva Cantera y el funcionario bancario Héctor Tuja, integrantes de un plantel que también integraba Oscar Aguirregaray, único propietario de un auto de todo el equipo. Los premios económicos por campeonar que le permitieron a Juan Ahuntchaín el lujo de comprarse una videocasetera. Para matar el tiempo en las concentraciones previas a los partidos, ahí en el propio estadio Franzini, se daban una vuelta por los juegos del Parque Rodó.
Si ese Defensor de 1987 fue un rey tuerto en un país futbolísticamente ciego (los espectáculos eran bastante feos de ver), el Danubio de 1988 en cambio dejó en el recuerdo un equipo lujoso, que a lo largo de ese año le metió de a cinco a Peñarol y Nacional, tuvo a sus 11 titulares en la selección y al año siguiente llegó a las semifinales de la Libertadores, siempre juntándose a preparar una comida de olla, jugar unos trucos y chivear con una pelota.
Las semblanzas de los protagonistas -otro fuerte de este libro, 15 en total- incluyen al Pompa Borges -posiblemente el más recordado de ese equipo pese a no ser el goleador, el mejor jugador ni el que más presencias tuvo- hablando de su infancia difícil, problemas dentales incluidos, del smoking que se puso cuando en 1991 pasó a Nacional, de su otro apodo, Huevo de Pascua ("negro por fuera y lleno de pavadas por dentro") y de su presente ya establecido en Francia, donde jugó, fue personal trainer, dueño de un restaurante, se convirtió en cónsul de Danubio y escribió un libro sobre su vida. El libro destaca lo que muchos futboleros piensan: su carrera no fue todo lo buena que sus condiciones prometían, pero a cambio logró ahuyentar los fantasmas que lo atormentaban en su niñez.
Las entrevistas, más de 30, se complementaron con el trabajo de investigación en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. La llegada de la pandemia perjudicó una parte y benefició mucho a la otra. Había comenzado a trabajar en este libro muy poco después de que saliera a la calle su primer texto, el muy disfrutable Beckham nunca conoció Durazno y otras historias insólitas del fútbol uruguayo, en junio de 2019. Residente en Salto, en las visitas a Montevideo a visitar a su madre y otros familiares, aprovechaba a hacer entrevistas cara a cara -como al técnico de Bella Vista 1990, Manuel Keosseian, o al arquero de Progreso 1989, Leonel Rocco- y, sobre todo, a juntar mucho material de los diarios de época. Pero en marzo de 2020 el coronavirus llegó a Uruguay. "Entonces ya no pude ir a la biblioteca, aunque ya había sacado mucha información, lo que fue bueno porque acá hay muy poco digitalizado. Entonces, apelé a las entrevistas. Y ahí, paradójicamente, me ayudó la pandemia, ¡estaba todo el mundo en su casa, dispuesto a hablar!".
Encontrar a alguno de los jugadores, figuras en una época lejana pero olvidados en el tiempo, fue una difícil tarea detectivesca. Pero -ventajas de la comunicación contemporánea- al encontrar a uno abría el cofre del tesoro: todos y cada uno de estos equipos tiene su respectivo grupo de WhatsApp (para organizar su respectiva juntada de fin de año, a la que nunca va su respectivo "desaparecido"). Salvo a Ruben Pereira, estrella del Danubio 88, y que jugó en la selección y en los dos grandes, quien es considerado "inubicable" hasta por sus excompañeros, no le quedó ninguna entrevista de las que planificó en el tintero. Y fue a través de Willy Gutiérrez, a quien contactó por Facebook, hoy residente en Estados Unidos, que llegó a Johnny Miqueiro.
Miqueiro fue el goleador y la estrella del Progreso campeón de 1989, quizá el más insólito y humilde de este lustro, en un año inolvidable, ya que el entonces presidente del club, Tabaré Vázquez, también fue electo entonces intendente de Montevideo. Méndez recuerda que el año anterior el equipo de La Teja se había salvado a gatas del descenso. Que el campeonato 1989 se jugara a una sola rueda, gracias al caos organizativo que solía caracterizar al fútbol uruguayo, también tuvo su influencia. Miqueiro metió siete goles en 12 partidos, quedó en la historia y llegó brevemente a la selección. El mundo parecía haberlo tragado, pero el autor lo encontró en Guatemala, donde desde hace años es pastor evangelista.
"Yo del fut no hablo más", le dijo Miqueiro a Méndez. Fut, en Centroamérica, es nuestro criollísimo fóbal. Pero hablando con él sobre su presente y el cambio en su vida, además de reconstruir su pasado futbolero con excompañeros y archivos de prensa, logró un disfrutable perfil que mezcla expresiones de fe que solo un born again Christian puede tener con el recuerdo de que se postuló a jugar en Argentina a través de un aviso clasificado publicado en 1991 en el diario Clarín, más su pasaje por la tercera división de Japón, Ecuador y Guatemala. "Creo que es la semblanza que mejor me quedó", opina el autor, y algo de razón tiene.
Causas y consecuencias. El capítulo dedicado a Progreso es riquísimo en parte debido a la descripción de las penurias que debió pasar el probablemente más impensado de todos los campeones uruguayos, con una enorme identificación con el barrio La Teja. "Pero el de Bella Vista, del que no me esperaba tanto, terminó teniendo a los personajes que más me gustaron; sí, fue el capítulo que más me gustó", confiesa el autor.
Efectivamente, pocos clubes como el Bella Vista de 1990 han encarnado tanto esa entelequia llamada "espíritu de grupo". Ese año fue la cumbre de un club que hoy milita en la Segunda División Amateur del fútbol uruguayo, luego de haber conocido el ostracismo de la desafiliación. Su año va desde la fugaz presencia en el plantel del habilidoso brasileño Tilico, cuyo verdadero nombre era Luis Hitler Saldivia, a Carlos de León, un defensa cuyo seudónimo de Tierno escondía la reciedumbre tan querida en el fútbol local; del dudoso secuestro que aseguró haber sufrido el delantero Fernando Vilar, a las peleas usando la cabeza (chocándose, empujándose y hasta "pulseándose") entre el defensa Ricardo Canals y el volante Julio Ribas, más tarde exitoso (y polémico) entrenador.
La campaña de Bella Vista fue tan sólida que atrajo a más gente y más periodistas que los que normalmente podía albergar el Parque Nasazzi, su cancha. De hecho, varios reporteros radiales tuvieron que pedir permiso a casas vecinas para conectar sus cableados; y varios fanáticos debieron treparse a los árboles cercanos para ver los partidos de forma gratuita. Eran épocas donde en el fútbol uruguayo coexistían un panameño que metía goles de a pares (Julio César Dely Valdez, en Nacional), un entrenador campeón del mundo (César Luis Menotti, en Peñarol), un "10" brasileño que había jugado el mundial para su selección y disputó unos partidos en un cuadro chico uruguayo estando en plena vigencia (Paulo Silas en Central Español; como si Neymar jugara hoy en Rentistas) y canchas todavía en bajada como la del Parque Roberto, de Racing.
El Pocho Navarro, la manija de ese Bella Vista campeón, le contó a Méndez otra característica de ese fútbol: "Todos los equipos, aún el peor, tenían un jugador que la movía". Era el "10" clásico (hoy llamado "enganche", en caso de existir en el planteo táctico de un equipo), tan habilidoso, gambeteador y aportante de la fantasía para sus colores, como lagunero, pachorriento e incapaz de colaborar aunque sea mínimamente en tareas defensivas.
La investigación insumió dos años e incluyó la revisión de los goles a través del archivo del mítico programa Estadio Uno, tarea deliciosa para todo amante del fútbol. Un antropólogo también lo disfrutaría: ver las canchas chicas, poceadas, barrosas y con taludes de pasto y tablones chocaban con la realidad de un fútbol muy glorioso, que en esos mismos años había salido campeón de América (Uruguay y Peñarol en 1987, Nacional en 1988) y del mundo (Nacional en 1988), y que había disputado el Mundial de Italia en 1990 con un plantel de estrellas (cierto que cumpliendo una tarea decepcionante). El libro incluye un análisis a varias puntas de por qué Peñarol y Nacional cortaron su hegemonía durante cinco años. Una de las hipótesis fue que en ese tiempo manyas y bolsos debieron salir del Estadio Centenario, donde jugaban casi siempre incluso siendo visitantes, para recorrer los folklóricos feudos de sus rivales chicos; la estadística del trabajo dice que en ese período los tricolores jugaron 29 partidos logrando el 43% de los puntos, mientras que los aurinegros disputaron así 28 canchas pequeñas obteniendo el 50%.
Pero claro, esa explicación por sí sola no basta. Hoy es común que Peñarol y Nacional sean visitantes en las canchas de sus rivales, lo que no les ha impedido que desde el final de este quinquenio a hoy se hayan repartido todos los títulos salvo en cuatro oportunidades (2004, 2007 y 2014 Danubio; 2008 Defensor Sporting). Televisación mediante, hoy varias de esas canchas impresentables tienen céspedes inmaculados e iluminación nocturna. Evoca en el libro el periodista Enrique Yanuzzi: "Hoy el Franzini es Wembley al lado de aquel Franzini".
"No es lo mismo ir ahora al Complejo Rentistas, que tiene césped artificial, que ir a las canchas y los vestuarios de entonces. Era una incomodidad mucho más grande. El Tierno De León me dijo: ‘¿Vos qué te pensás que prefería Dely Valdez? ¿Los vestuarios del Centenario o los del Nasazzi, que tenían terrible olor a mierda?'. No era solo salir a las canchas chicas, sino a ‘aquellas' canchas chicas", señala Méndez. En 1992, el año en que Nacional salió campeón cortando esta racha de cuadros chicos, Peñarol tenía como entrenador a un yugoslavo, Ljubo Petrovic, que en 1991 había salido campeón de Europa con el Estrella Roja. Lo único que dejó para la posteridad fue la exclamación que le mereció el Parque Paladino, la cancha de Progreso, cuando fue de visita con su equipo: "Catástrofa", exclamó en un precario, aunque perfectamente entendible, castellano.
Entre los otros motivos que el libro desarrolla como causas de esta primavera de equipos chicos, se incluyen el impacto que tuvo la creación de torneos como la Liguilla (en la que Defensor se hizo fuerte de arranque), la posibilidad de vender directamente a sus figuras al exterior y no a Peñarol o Nacional, una menor duración del campeonato uruguayo e incluso el surgimiento de jueces con más personalidad, como deslizó Yanuzzi.
Hermosa imperfección. "A mí el fútbol moderno me gusta cada vez menos", dice Méndez, a quien la dicotomía Messi-CR7, la existencia de hinchas uruguayos del Barcelona, del United o del PSG y la musiquita de la Champions League están lejos de conmoverlo. "Es todo una cosa supertáctica, sin ningún mano a mano con el arquero...", protesta. Sus gustos están por el lado de la "imperfección del fútbol sudamericano".
Y si ahora es imperfecto, treinta años atrás lo era mucho más: "Vos te dabas cuenta de que si bien había plata de por medio, los tipos jugaban por la gloria. Y recién pensaban en irse del país luego de haber ganado algo. Era un fútbol más romántico, quizá el último período romántico, menos contaminado. Muy poco después comenzó la televisación (del fútbol uruguayo) y ya fue otra cosa. También tenía sus miserias, ojo, no hay que confundir las cosas. No estaba bueno que Silva Cantera y Tuja fueran jugadores profesionales y tuvieran que trabajar en otra cosa".
El último capítulo dedicado a los títulos, el de Defensor Sporting en 1991, fue titulado adrede "El tercer grande". Es que desde entonces eso puede ser considerado el club del Parque Rodó, quien con su primer título en 1976 había creado la hegemonía de los grandes. Más allá de Bella Vista, Progreso o el fugaz esplendor que significó el campeonato de Central Español en 1984, solo Danubio puede disputarles a los violetas ese honroso título, creando un clásico muy moderno e inexistente antes de este quinquenio; de hecho, el libro detalla que la mayor pica de La Viola hasta entonces era con Wanderers.
La de 1991 fue la temporada de gloria para Peter Méndez, quien llegó a ser el centrodelantero de la selección en la Copa América disputada ese año, para Marcelo Tejera, para Héctor Samantha Rodríguez y para Guillermo Almada. Fue un curso arquetípico para Defensor, casi una síntesis de su historia: su fútbol no era nada vistoso (salieron campeones metiendo 30 goles en 26 partidos), pero sí era muy efectivo. El capítulo registra episodios insólitos como la presencia en las prácticas del plantel de dos japonenses, Toyo y Take, que si bien no debutaron llegaron a compartir mates, asados y bromas con el resto de los jugadores. También recuerda a estrellas fugaces de esos tiempos, como a Elbio Hernández: "Sufría una feroz alopecia, usaba barba, era bajito, retacón y usaba la 10". Ya estaba en el final de su carrera, en El Tanque Sisley, y fue ahí cuando alcanzó su notoriedad, tras haberse convertido en el verdugo de Nacional y Peñarol, allanándoles el camino a los tuertos.
La concentración de Defensor no tenía aire acondicionado ni videorreproductor, que hubo que comprar de apuro para hacer menos tediosas las esperas. El premio que les prometió Teresa, la cocinera del plantel, si salían campeones, era flan con dulce de leche para la cena del domingo de gloria. Las cábalas antes de los partidos incluían jugar al tiro al blanco del Parque Rodó (y tirar todos los patitos), que el ahora técnico Juan Ahuntchaín encontrara un trébol de cuatro hojas en los alrededores y que William Gutiérrez (que acá también salió campeón) estacionara su auto en la propia cancha del Franzini.
La semblanza dedicada a Willy es otro logro: practicó casi todos los deportes federados en Uruguay y hoy se dedica a ser un handyman en Estados Unidos, donde reside: esto es hacer casi todo el trabajo necesario en las casas, ya sea sanitaria, pintura o electricidad. Vive en Hollywood, pero no La Meca del Cine, sino en una localidad homónima en la sureña Florida. Su pasado incluye tanto defender a Bohemios en básquetbol (sí, también se dedicó a eso), como estudiar y trabajar en la UTU y haber jugado en el fútbol colombiano dominado por los cárteles de la droga.
Son todas historias mínimas de una gloria muy humana, muy cercana en el tiempo y muy lejana de todo lo que intenta vender el tan globalizado Planeta Fútbol de hoy. También está muy lejos del mármol con que se ha intentado cincelar la historia del fútbol uruguayo. Méndez tomó por otro camino ya en su primer libro sobre fútbol, dedicado a episodios que parecen de realismo mágico, que sigue desandando en este. "Yo creo que se ha intentado escribir la historia del fútbol uruguayo a través de sus glorias. Pero creo que es más auténtico describirlo y analizarlo a través de sus derrotas, sus fracasos y sus miserias, que al final terminan más cerca de la gloria. No tengo ningún tipo de duda de que lo que ha hecho realmente grande al fútbol uruguayo son las penurias que debieron pasar sus clubes. Y eso es lo que yo trato de hacer".