Famoso en los cenáculos del Ejército por el gorro del 75 oportunidad en la que se insubordinaran las Compañías de Armas Pesadas y de Fusileros respectivamente, a raíz de los plantones a que fueron sometidos una tarde, en la Sala de Guardia, por un desubicado Señor Oficial, varios efectivos de ambas Compañías.

Se trataba, según parece, de ubicar una radio portátil desaparecida en una de las Cuadras.

La ira encendió los ánimos cuando, al regresar de la licencia corta luego de almorzar en sus casas, soldados, cabos y sargentos pasando forzosamente por dicha Sala de Guardia, vieron a sus camaradas de piernas abiertas y manos en la espalda contra la pared: - ¡Torturas acá no! fue la consigna.

- ¡Y menos por una radio de mierda ! exclamaban ya en la cuadra otros.

Armados a guerra, los efectivos de ambas Compañías se formaron por sí mismos en la Plaza de Armas en actitud desafiante.

La División de Ejército Número Cuatro, con sede en Minas, se puso en estado de alerta roja, iniciando el despliegue de efectivos hacia la desacatada ciudad de Treinta y Tres.

Tres de los entonces todavía nueve rehenes de la Dictadura, estábamos allí, en nuestros respectivos alojamientos de uno y medio por dos metros. Calabozos flamantes, expresamente construídos para nosotros: Mauricio Rosencof, José Mujica y quien habla.

-¡Lo que nos faltaba! quedar como jamón del medio entre el fuego cruzado - ¡Y por una radio portátil!

Parando las orejas y aguzando los tímpanos pudimos comprobar que quiénes dirigían el movimiento eran los clases de la Compañía de Comando que, como siempre pasa, a la postre resultó impune.

La cosa pasó. Como pasaron tantas

A lo largo de años, y como era dable esperar, los aparentemente líderes de la revuelta apaciguada con mimos momentáneos, fueron pagando su culpa , inexorablemente, con la baja por un quítame de allí esas pajas. Nunca se les alegó para ello el gorro del 75.

Siete años después, en nuestras sorpresivas y sorprendentes idas y venidas por los calabozos de la División Número Cuatro, volvimos a dar con nuestros huesos en aquéllos mismos (por los que pasamos varias veces a lo largo de los años).

La incomunicación era total según la orden de los Mandos Supremos de la División pero en cada Unidad era a veces rota según las circunstancias y la idiosincrasia de cada pueblo o ciudad.

En Treinta y Tres, ya lo sabíamos, la custodia de los reclusos violaba la estricta norma, incluso corriendo riesgos graves, copiando por la alta noche en destartalados grabadores, destartaladas cintas de los Olimareños y discutiendo a brazo partido acerca de los personajes mencionados en las canciones.

Los Olimareños eran al decir de ellos unos comunistas de mierda que cantaban como los dioses. Y, encima, lo que cantaban era la pura verdá .

O debatiendo los avatares de la timba en el garito del Club Ciclista hegemonizado por el Cuartel, la mano santa de la Negra Mansilla, los datos de cada lobizón de la ciudad (en especial el escribano Saravia) y, ya cerca de 1980, las hazañas futboleras mundiales del pibe Luzardo, que hasta hacía poco iba con la cacerola a la puerta del cuartel en busca de comida ¡Quién lo hubiera dicho!

(Continuará porque la Guerra de las Malvinas lo merece )