"El mayor desastre del arte moderno". "Estupor mundial ante la irreparable pérdida". "La mayor catástrofe para América Latina". Esos fueron algunos de los titulares de la prensa internacional el día después de que un incendio -de hasta ahora causas desconocidas- destruyera, en julio de 1978, gran parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Rio de Janeiro. Allí se encontraban más de 70 piezas de Joaquín Torres García, incluidos siete murales que pintó especialmente para el Hospital Saint Bois.
La obra del uruguayo no fue la única que se perdió, pero fue la más perjudicada. También desaparecieron trabajos de Van Gogh, Picasso, Dalí, Leger, Miró, Kandinsky y Matisse, entre otros. Los de Torres García estaban allí casi que de casualidad, por infortunio, o una mezcla de ambas. Habían salido de Montevideo en 1975 para formar parte de la gran exposición que organizó en su honor el Museo de Arte Moderno de la ciudad de París. Por eso, se trataba de una selección cuidada dentro del período constructivo, uno de los más representativos de su genialidad. Pero luego de concluida esa exhibición y por falta de recursos para organizar su retorno, la colección debió permanecer tres años más en Europa. Finalmente, cruzó el océano Atlántico para formar parte de la muestra temporaria América Latina: Geometría Sensível.
La historia es harto conocida, sobre todo para las personas vinculadas al arte, pero no por eso deja de erizar la piel cada vez que vuelve a ser contada o, como sucede ahora, surge un nuevo relato, un poco más pequeño, vinculado a ella. Hace algunas semanas, se supo que Proyecto para el Mural del Sol, un óleo sobre cartón de apenas 20 x 65 centímetros se remataría en Uruguay, en la galería Tazart. La pieza, una suerte de boceto de uno de aquellos siete murales, que durante años estuvo en manos de un matrimonio uruguayo, sería, según el rematador Luis Ignacio Gomensoro, la obra más importante que sale a subasta en el país en los últimos 20 años. Se estima que el precio supere los 250.000 dólares, seguramente una cifra bastante superior a la que tendría si los murales que ella inspiró todavía estuvieran en pie.
Pero el arte, como todo en la vida, no es ajeno a sus circunstancias. Releyendo la historia de los murales del Saint Bois en la nota que publicamos este número, las semejanzas con la situación de pandemia que vivimos hoy y esa búsqueda del arte como vehículo de gratificación, fantasía y paz funcionan como un recordatorio de una conexión que no conoce tiempos ni espacios.
La creación de los murales fue una iniciativa del médico Pablo Purriel, un convencido de que el entorno era fundamental para la recuperación de los enfermos -en el caso de esta institución ubicada en Villa Colón se trataba sobre todo de pacientes con tuberculosis, una enfermedad para la cual en la década del 40 no había cura. Más allá del acceso a los jardines y terrazas al aire libre, Purriel luchó por dotar a aquel espacio de cultura. Armó una biblioteca, organizó audiciones musicales y, en 1944, convocó a Torres García y a su taller a pintar una serie de murales en las paredes de los patios. Cuenta el relato popular que el maestro le dio libertad a sus alumnos para que, siempre y cuando tuvieran inspiración constructiva y colores primarios, eligieran sus propios temas. Ninguno se negó por estar arriesgando su salud ni cobró por el trabajo. Las palabras en el folleto de la inauguración resumen la filosofía de Purriel quien, sin desconocer la gravedad de una enfermedad, velaba por el "estado espiritual" de los pacientes. "Nada mejor que poner a los enfermos en contacto con las más altas y puras manifestaciones del espíritu humano: la pintura, la música y la literatura". A juzgar por la forma en que el mundo entero está logrando sobrellevar la pandemia que vivimos desde hace meses, parece que el tiempo no hubiera pasado. Y el concepto se aplica no solo para las personas enfermas, sino para todos los que quieren -queremos- permanecer sanos. No hay dudas de que la cultura también fue, es y será salud.
