Esta semana en mi casa volvieron las clases presenciales, todos los días y todo el horario. Volvieron las mochilas cargadas de cuadernos y útiles, las viandas para el almuerzo y las peleas por el baño para llegar en hora a clase. Volvieron también las cosquillas en la panza, esas que generan la ansiedad mezclada con entusiasmo. Y volvieron las agendas llenas de horarios y actividades que calzan justo como las piezas de un puzzle gigante e implican una obra de ingeniería por parte de los padres.
Volvió todo eso que, para la mayoría de los uruguayos, había quedado en stand by el viernes 13 de marzo de 2020. En estos meses, se analizó, estudió y escribió mucho sobre cómo la pandemia afectó la educación en todo el mundo. Más allá de los matices y las distintas realidades hubo coincidencia en algo: la presencialidad es imprescindible. O lo es al menos para la gran mayoría de la población estudiantil. Las escuelas, colegios o liceos son mucho más que un centro de estudio; son el lugar donde los niños y adolescentes se encuentran con sus pares, aprenden valores, socializan, se enamoran, se pelean y recorren el camino para ser ellos mismos. Las consecuencias de perder ese espacio son siempre negativas, no hay de las otras. La educación virtual tiene sus beneficios y puede suplir algunos aspectos de los aprendizajes del aula, pero claramente no todos.
El año pasado, el que quedará grabado en la memoria como el de la pandemia de Covid-19, Uruguay fue el único país de América del Sur que volvió a las clases presenciales. En Europa, Dinamarca y Noruega fueron los primeros en reabrir los colegios. Desde lo pedagógico, tanto Unicef y Unesco como la Sociedad Uruguaya de Pediatría y la Cátedra de Psiquiatría Infantil coinciden en que lo mejor para los niños, sobre todo en Inicial y Primaria, es la presencialidad. Además, en términos sanitarios -y protocolos exigentes mediante- las escuelas y liceos no han sido fuentes importantes de contagios.
Las clases virtuales fueron un salvavidas, un complemento que seguramente llegó para quedarse, pero no sustituyó el contacto cara a cara. A pesar del esfuerzo de autoridades, instituciones y docentes, de la rapidez y la eficiencia con la que se actuó para adaptarse a la nueva realidad, no todos los alumnos accedieron y pudieron seguir el formato online de la misma manera. Y, una vez más, los estudiantes más desfavorecidos económicamente sufrieron mucho más las consecuencias de la llamada "brecha educativa". Eso pasó no solo en Uruguay. Aquí, la existencia del Plan Ceibal ayudó a que 2020 no fuera un año perdido. Sin embargo, en los sectores más pobres de la población la cantidad de hogares que no tienen conexión a Internet por banda ancha fija sigue siendo muy alta.
El parate radical en marzo y la progresiva adaptación a la nueva normalidad confirmaron que la educación no se limita a lo curricular. En muchos casos ir a la escuela o el liceo también es una forma de acceder a servicios básicos como un plato de comida. Y no tan básicos pero sí necesarios, como clases de apoyo o contención emocional, incluso contacto con otros adultos referentes fuera del ámbito familiar. "La pandemia y el confinamiento han desnudado la precariedad del tejido familiar en buena parte de la sociedad uruguaya. No siempre hay una familia presente, como debería haber", dijo Juan Pedro Mir en una nota que publicamos esta semana consultando a varios expertos en educación sobre la importancia de la vuelta a clases. En contrapartida, para aquellos padres que sí estuvieron presentes, la experiencia de la "escuela en casa" resultó exigente y desgastante. "De una breve encuesta que hice a familias durante la cuarentena, salió claramente que el peor momento de la convivencia era cuando tenían que hacer tareas escolares", contó la psiquiatra infantil Natalia Trenchi en la misma nota.
Hace un par de semanas, la periodista uruguaya Laura Bonilla, corresponsal de AFP en Nueva York, publicó un artículo sobre el alto costo de la pandemia para la salud mental de niños y jóvenes en Estados Unidos. En ese país la reapertura de centros educativos varía de un distrito escolar a otro y a comienzos de febrero 38% de las escuelas solo ofrecían clases en línea, según el sitio Burbio, que analiza calendarios escolares. "Mientras que para los adultos el Covid ha sido una crisis médica, para los niños ha sido una crisis de salud mental", le dijo Susan Duffy, profesora de pediatría y medicina de urgencia de la Universidad Brown.
Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, entre marzo y octubre de 2020 las visitas a hospitales por emergencias de salud mental de jóvenes de 12 a 17 años subieron 31% en relación con el año anterior, y la de los niños de 5 a 11 años, 24%. Las cifras preocupan y asustan. En ese contexto, hay una frase de Trenchi que me llamó la atención y me gustaría tomar como punto de partida para 2021. Ella dice que, como médica, aspira a que los niños salgan "mentalmente fortalecidos" de estos tiempos de nueva normalidad. Con esto se refiere a la capacidad de reconocer el peligro "sin paralizarse sino incorporando estrategias de cuidados". Esto incluye el distanciamiento social y el uso de tapabocas y alcohol en gel como pasos básicos. Pero claramente la psiquiatra va más allá. Habla de niños (y yo agrego jóvenes y adultos, ¿por qué no?) con riqueza interior, capaces de estar consigo mismos, capaces de ser creativos, capaces de tolerar que el mundo no es perfecto y la vida no es siempre como la soñamos, capaces de soportar diferentes grados de tensión o incomodidad "sabiendo cómo esperar sin desesperar". Porque todo eso, en definitiva, también es aprendizaje.
