En 2013 la actriz Angelina Jolie sorprendió al mundo con la noticia de que se había sometido a una doble mastectomía preventiva. Tomó esa decisión —tajante para algunos, correcta para otros— tras descubrir que tenía un gen defectuoso que aumentaba a casi 90% sus posibilidades de padecer cáncer de mama y a 50% la de desarrollar cáncer de ovario. En ese momento tenía 37 años y una historia familiar que la había marcado fuerte. “Mi madre luchó contra el cáncer durante casi una década y murió a los 56 años”, contó. Seguramente impulsada por las consultas sobre su historia, publicó un artículo en The New York Times titulado Mi elección médica: “Cuando supe cuál era mi situación, me decidí a tomar la iniciativa y reducir al mínimo los riesgos tanto como fuera posible. (...) Puedo decirles a mis hijos que ya no tienen que tener miedo de perderme a causa del cáncer de mama”, decía la actriz en el artículo.
Quizá por ser una figura pública y global, quizá por ser una mujer joven y referente de belleza, quizá por estar en lo mejor de su carrera, o quizá por todas ellas juntas, las repercusiones de la decisión de Jolie excedieron al mundo del espectáculo. Varios años después, médicos de todo el orbe aseguraban que la operación de la actriz seguía siendo tema de conversación en las consultas oncológicas. Incluso se habló del “efecto Angelina”, para hacer referencia al incremento del número de mujeres que solicitaban someterse a las mismas pruebas que ella. Según el instituto de políticas públicas vinculado a la Asociación Americana de Personas Retiradas (AARP, una asociación estadounidense que vela por los intereses de las personas mayores), en mayo de 2013 —mes en el que la actriz hizo el anuncio— la tasa de solicitud de pruebas para detectar mutaciones de los genes BRCA1 y BRCA2 subió en casi 40%, y permaneció elevada el resto del año. No hay que desconocer que el cáncer de mama es, además, el tipo de cáncer más común; cerca de una de cada 12 mujeres contraerán la enfermedad a lo largo de su vida. Según la Organización Mundial de la Salud, solo en 2020 hubo más de 2,2 millones de casos y alrededor de 685.000 muertes. Es, sin duda, la principal causa mundial de muerte en las mujeres.
Ocho años atrás poco se hablaba y se sabía a nivel masivo de test genéticos, era el comienzo. Cinco años después ya se anunciaba que no solo existían y se podían hacer con diversos usos y especificaciones, sino que estaban a punto de ser “a domicilio”. El comienzo de la nota sobre este tema que hizo María Inés Fiordelmondo parece el guion de una película de ciencia ficción, pero no lo es.
Hoy, los test genéticos a domicilio llegaron a Uruguay y por un precio accesible. A partir de una muestra de saliva una persona puede descubrir desde el origen de sus ancestros hasta la propensión a desarrollar algunas enfermedades, pasando por una larga lista de ítems como la tolerancia a ciertos fármacos, la forma de envejecimiento de su piel y la dieta y el ejercicio ideal para su cuerpo. Pero más allá del altísimo grado de detalle que estos estudios puedan arrojar, lo que provoca más curiosidad es —y seguramente siga siendo— el apartado referido a enfermedades genéticas. Y allí se abre un nuevo capítulo que la ciencia no siempre puede controlar. ¿Qué hacemos con esa información? ¿Cualquiera está preparado para recibirla, asimilarla y comprenderla? ¿Qué pasa si un gen recesivo en nosotros puede afectar a nuestros hijos? ¿Cómo actuamos si nos enteramos de que tenemos chance de desarrollar una enfermedad para la que (todavía) no existe cura?
Este punto es el que, universalmente, está causando más debate y discusión. Excede el ámbito médico y se cuela en el filosófico, casi existencial. Va bastante más allá de la tan mentada medicina preventiva. Como periodista, estoy convencida de que la información es poder. Saber, conocer, tener datos nos da herramientas en la toma de decisiones. Pero también es innegable que, en algunos casos, puede condicionar el resto de nuestra vida. Por un lado, produce preocupación y miedo por algo que no se puede prevenir ni controlar. Por el otro, promueve una falsa sensación de seguridad que puede derivar hacia un menor cuidado. El ser humano está pudiendo obrar, cada vez más, en “un terreno que estaba reservado a los grandes misterios”, dice la licenciada en Psicología y Mercado Verónica Massonier en la nota. Será hora, entonces, de empezar a pensar la mejor forma para capitalizar este nuevo conocimiento.
