La localidad de Sauce, en Canelones, es la zona con mayor concentración de producción agroecológica del país, y esconde, entre sus curiosidades, una casa de comidas que se enciende cada fin de semana en la cabaña La Mansedumbre.
Esta es la chacra de Fredy Hernández y Silvana Dotta, dos amantes de la gastronomía. “Con Silvana fuimos novios de jovencitos”, confesó Hernández emocionado a Galería. Después de 27 años sin verse y de haber hecho su vida por separado, se reencontraron hace poco más de una década a través de Facebook y rápidamente volvieron a enamorarse. Él es quinta generación de productores de cabras y ovejas, sus bisabuelos criaban ovinos en Canarias. Su cabaña es reconocida en el mundo agropecuario, al punto que suma más de una decena de entrevistas con Juan Carlos López en Americando. “El 26 de setiembre de 2005 conseguí este pedazo de tierra y nunca más salí”, comentó. Dotta, en cambio, reparte su tiempo entre tareas de oficina en comercio exterior y el disfrute de la vida en el campo.
Cuando Hernández adquirió el predio recuerda que era una tapera, pero poco a poco la fue mejorando. A la casa se accede por un camino vecinal de balastro, y al llegar, detrás de plantas y árboles se abre un gran alero protegido solamente por un techo de chapa. En el centro se ubica una mesa grande de madera con sus bancos. “La mesa fue lo primero que puse cuando llegué”, recordó. Allí, además, hay un horno de barro en el que se cocina, pero que también sirve en invierno de estufa por su estratégica cercanía con los comensales. Este sector de fuegos se completa con una parrilla y una gran cocina económica. Hacia el frente de la casa está la huerta y hacia atrás los animales, cabras y corderos pastando.
“A mí siempre me encantó recibir amigos en casa, cocinarles, verlos disfrutar, deslumbrarlos con mis preparaciones”, aseguró Hernández. Con el tiempo se fue corriendo la voz de esas comilonas en La Mansedumbre. “Nos empezaron a pedir para celebrar cumpleaños y reuniones, y nos gustó”. Tal fue el éxito que hoy es común ver en su mesa, donde solo se sientan 18 personas, a políticos y embajadores. “Lo único que les pido a los que vienen es que no sean aburridos, que no me pidan siempre lo mismo, que me desafíen, una tira de asado la puede hacer cualquiera”, confesó.
Gran contador de cuentos, Hernández recuerda que la primera vez que su madre lo dejó entrar a la cocina tendría siete u ocho años. “La primera receta que hice fue una jalea de naranjas del libro de Cristina Scheck de Restano —que aún conserva mi madre—. La elegí porque era lo que había en casa, naranjas del árbol y azúcar. Dividí las cantidades a la mitad, pero no presté atención al tiempo de cocción. Se me carbonizó”, relató entre risas. “Unos años después hice mi primer asado. Fue durante una carneada en la casa de un tío en Solís de Mataojo. Era el año 77 o 78, yo tendría 13 años. Antes, las familias se juntaban para las carneadas, hacían los chorizos para el invierno y demás. Me acuerdo que los mayores estaban muy ocupados cortando carnes y tomando vino, y yo tenía hambre, quería comer. Habían puesto achuras en la parrilla y ahí me metí, les fui dando más brasa para sacarlas, las di vuelta. Uno de mis tíos vino a supervisar en un momento y me fue guiando. Ese fue mi primer asado, me enamoré del fuego”. Hoy en La Mansedumbre tiene distribuidos 11 fuegos distintos. “Me encanta cocinar a la intemperie, bajo las peores inclemencias del tiempo. Seducir a los amigos con un plato gourmet. Me mueve la adrenalina de saber que vienen a comer. Me dan ganas de prender el fuego temprano en la mañana, es una alegría”, comentó.
Casi todo lo que Hernández cocina proviene de su campo o de los vecinos de la zona, los corderos, la leche, los pollos. Los vegetales y las frutas cuando no son propios, los busca en las chacras de los jóvenes huerteros que conforman la regional Sauce-Santoral de la Red de Agroecología. “Soy hijo de productores y carnicero, a cada animal le agradezco que nos proporcione la comida, no somos los dueños de la Tierra, solo cumplimos un ciclo en ella”, sentenció.
A la hora de servir sus preparaciones, Hernández se define como un exagerado. “La comida tiene que caerse por los costados. Esto lo aprendí de salir a comer, de que en los restaurantes me dejen con ganas de más. Siento que muchas veces se transmite la parte comercial del plato en vez del amor”.
Juntos, Hernández y Dotta se reparten las tareas culinarias. Un mediodía cualquiera puede haber en la picada escabeches de jabalí, de perdiz o de cordero, salchichas caseras, una tabla de quesos con emmental, quesos de cabra, un parmesano de 12 meses de afinado o un gorgonzola. Entre los platos principales puede tocar goulash, cazuela de mondongo, matambre a la leche de cabra con curry que se macera durante cinco días, puchero, tallarines con tuco o simplemente carnes asadas. Silvana, además, hace unos pequeños panes de esos que suelen llamarse “calienta picos” porque no se pueden dejar de comer. Para terminar hay postres a base de frutas en almíbar con helado o queso. Durante toda la comida, se bebe el vino que elabora un vecino de un almacén antiguo, un tannat-merlot amable dispuesto en una damajuana para autoservicio.
Y la sobremesa es de esas que solo acaban cuando cae la noche con un vasito de grapa o un café en la mano. Aún en los días más fríos del año nadie quiere irse. Esta pareja ofrece ese encuentro único con quien trabaja la tierra, invitan a compartir una charla íntima donde se relatan vivencias y se hurga en la memoria para encontrar ese grado de separación que distancia al capitalino de quien vive del y en el campo.
Si el lector no tiene la suerte de conocer a un amigo de Dotta o Hernández, puede buscar a La Mansedumbre en las redes y desde allí comunicarse para encontrar sitio en la mesa. Hernández confesó que cocina imaginando la foto —una pasión que adquirió cuando abandonó la caza deportiva— y desde ese lugar anuncia lo que prepara cada semana a sus seguidores en Instagram.