En plena Primera Guerra Mundial, los habitantes de un pueblo italiano de la provincia montañosa de Massa y Carrara abandonaban su tierra a pie, rumbo a Génova. Como única reserva para el viaje llevaban una bolsa al hombro con pan de castañas y queso, y a fuerza de muchos sacrificios terminaron cruzando el oceáno en busca de la prometedora América. Esta historia, con distintos orígenes europeos, identifica a la mayoría de los uruguayos.
Entre aquellos emigrantes de esta pequeña aldea italiana, Bosco di Rossano, estaba Camilo Menoni, abuelo de Orlando Menoni, un salteño nacido en 1917 que nunca pisó ni vio el lugar del mapa que dio origen a su apellido. No había visto siquiera fotos. La primera vez que pudo comparar la imagen mental que había construido a partir de los relatos familiares con un verdadero registro fotográfico fue cuando su nieta, Alicia Cano Menoni, volvió de su primera visita al Bosco, en 2006. Ella quería conocer esos paisajes de los que, aún sin haberlos visto nunca, siempre le hablaba su abuelo. Quería cumplir el sueño de Orlando.
“Cuando llegué por primera vez tenía 30 habitantes, y en 13 años pasaron a ser 13”, cuenta la realizadora sobre esta aldea que terminó visitando, cámara en mano, más de 20 veces. Bosco es un registro contemplativo de ese pueblo y de las escasas personas y animales que hoy lo habitan, y también de la vida a este lado del Atlántico-, más específicamente en el patio de sus abuelos, donde Orlando iba viendo pasar los años desde su peculiar silla giratoria.
El tercer largometraje de Cano Menoni (El bella vista, Locura al aire) ganó el premio al Mejor documental en el Festival de Málaga y después de exhibirse en competencia en más de 20 festivales llega a las salas uruguayas como un tributo al abuelo Orlando, a las raíces, al sentimiento de pertenencia y a la virtud de ver pasar las horas y las estaciones sin sentir que se está perdiendo el tiempo.
¿Qué historias del Bosco de las que le contaba su abuelo son las que más recuerda?
Cuando yo era chica siempre sonaban las historias del Bosco; este pueblo italiano de donde venían el padre y la madre de mi abuelo estaba muy presente. Crecí con esas historias, entonces cuando fui al Bosco, fui a buscar esas historias, a ver qué tan ciertas eran, un poco como la película El gran pez. Me acuerdo perfecto la de los caramelos (que está en la película) y otra historia que era muy recurrente (que no está en la película) tenía que ver con un cura que robaba monedas de la iglesia, de la limosna que daba la gente. Una vez el almacenero de al lado de la iglesia las marcó, porque él sospechaba que el cura las robaba, y cuando el cura fue a comprar comida, y le pagó con una de esas monedas marcadas, lo denunció en el Vaticano. Del Vaticano le respondieron que de algo tenían que comer los pobres curas. Cuando llegué al pueblo y pregunté me dijeron que no sabían el cuento, pero que efectivamente, pegado a la iglesia, había un almacén de un Menoni. Eso fue lo increíble, que todos los cuentos de mi abuelo coincidían perfectamente con lo que me encontré en el Bosco.
¿Y por qué nunca fue?
Era otra época... En los 70 fue a Suecia a visitar a una tía mía. Ella le dijo: Vamos al Bosco, pero él no se animó porque la economía, no sé qué. Después de muchos años me dijo que no haber ido nunca era su único arrepentimiento. Entonces en 2018, cuando conseguí fondos para hacer la película, le ofrecí viajar; él tenía 102 años. Él lo consultó con su doctora y ella le dijo: “Tus límites son los que vos te impongas”. Esa noche no durmió, y al otro día me dijo que no iba a ir, que ya era muy tarde. Me di cuenta de que él no necesitaba ir al Bosco para sentirlo propio, para tenerlo adentro. Y de alguna manera ese sueño de él, sus ansias, me las transmitió a mí, y yo cumplí con ese sueño. De hecho, por un largo tiempo Bosco se llamó El sueño prestado, porque es el sueño de mi abuelo, que después se convirtió en mi propio sueño.

Alicia Cano Menoni viajó más de 20 veces al Bosco para registrar el pueblo originario de su familia materna.


¿Cuándo fue al Bosco por primera vez, y con qué intención?
Me fui a hacer una maestría en audiovisuales a Italia y lo primero que hice fue ir a conocer el Bosco. En ese momento no había GPS, entonces empezamos a buscar en las guías Michelin y era en el medio de la nada, nos perdimos, nos llevó medio día llegar. Una amiga me llevó en auto, curvas, curvas, más curvas, cuando sentís que estás perdido tenés que seguir, y el pueblo empieza donde termina la carretera. Es gracioso porque lo primero que ves es un cartel que es más una expresión de deseo, que dice: “Attenzione bambini” (Cuidado con los niños), y no hay niños. Solo una semana al año, en verano, se llena de franceses, porque en la Primera Guerra muchos habitantes emigraron para acá, y en la segunda se fueron a Francia. Esos mantuvieron sus casas y sus hijos y sus nietos vuelven al pueblo, y en una semana se convierte en una aldea llena de niños que corren, de piñata, de baile, de procesión, y después se vacía de nuevo.
¿O sea que llegó ahí en un principio para conocer?
Sí, pero ya llegué con cámara, para filmar, sacar fotos. Me presenté y dije que era la tataranieta de Camilo Menoni, porque los cuentos de mi abuelo para mí eran fábulas. Y ellos me dijeron: “Camilo Menoni, quello che ha fatto la fontana”. Me llevaron a la fuente y yo me esperaba la Fontana di Trevi, pero era una canilla con una placa que dice: “Opera di Camilo Menoni”, y el año. Yo era la tataranieta del que les trajo el agua al pueblo. Me recibieron con abrazos y me decían: “Volvió una Menoni de la América”. Me dijeron: “Esta es tu casa”, me dieron las llaves y me dijeron que me quedara todo lo que quisiera. Nos quedamos unos días y una de las primeras personas que conocí fue Rita, la pastora, que es una de las protagonistas de la película. Mi casa quedaba pegada a su casa. La fui a filmar el primer día y ella venía cargando unas ramas y me pidió que no la filmara. Pero al otro día de mañana me invitó a conocer su establo y ahí me mostró sus gallinas, sus conejos, y me decía: “Filmalos”; quería que filmara a sus animales. A partir de filmarlos a ellos empecé a filmarla a ella. La filmé a lo largo de 13 años.
¿Cuántos viajes hizo?
Fui más de 20 veces. En un momento, en 2016, después de que mis abuelos dejaron su casa (en Salto), sentí una gran necesidad de ir al Bosco. Necesitaba encontrar en ellos respuestas vinculadas a qué quiere decir casa, el origen, la pertenencia. Los miraba y sentía la sabiduría de los campesinos. Ahí me quedé cuatro meses a sentir dentro de mi cuerpo el paso de las estaciones, del verano al otoño, y ver cómo en el verano se llena y cómo de golpe se vacía, y cómo se preparan en el otoño para el invierno, que cortan la leña, juntan las castañas, los hongos; cómo van armando todo en sus cantinas, en sus alacenas, que son casas enteras, vacías. Ahí entendí que más allá de mis búsquedas personales, esa era la película, el estar, y contar una historia pequeñita pero a la vez que nos pertenece a todos los uruguayos, todos venimos de un Bosco.

Orlando Menoni nació en Salto y murió en Salto, y aunque nunca viajó al Bosco, lo conoció a través de las imágenes que traía su nieta.

,Rita, la pastora, es una de los 13 habitantes del Bosco y una de las protagonistas de la película.

Gemma, la curandera
Es muy conmovedor cómo Rita, en el Bosco, besa las cosas, los animales, como en agradecimiento, y después su abuela, en Salto, cuando va a dejar su casa en Salto por última vez, hace lo mismo, besa la entrada.
Ese paralelismo entre Rita y mi abuela, eso de besar las casas para despedirlas, como en agradecimiento por todo lo que te dieron esos lugares, me parece de una poesía y una profundidad increíble.
¿Tuvo que distanciarse de la emotividad de ciertos momentos para registrarlos en la película? Esa escena en particular, de tanto significado para su familia, ¿cómo fue estar filmándola y viviéndola a la vez?
Detrás de cámara lloraba como mi madre y mi abuela. Para mí, el desarraigo que viven mis abuelos al dejar esa casa puede ser un paralelismo del desarraigo que vivieron aquellos que dejaron el Bosco para venir a Salto. Lo filmaba porque sentía que era lo que tenía que estar haciendo. Después me pregunté si dejar esa secuencia, si no sería demasiado personal; si me conmovía solo a mí, porque es mi abuela despidiéndose para siempre de la casa que construyó para morir allí. Ella tenía problemas de movilidad y la casa era enorme, tenía escaleras, se venía abajo, entonces por una cuestión de practicidad decidieron ir a vivir a otra casa, en frente a lo de mis padres. Ahí fue muy importante el rol de Agustina Chiarino, que es mi productora, al decirme que no, que era absolutamente universal. Y efectivamente es el momento que más conmueve de la película, porque es una cosa que todos podemos entender.

¿Y cómo fue desprenderse de ciertos pasajes, como implica siempre el proceso de edición?
Fueron nueve meses con interrupciones en el medio de edición pura, con Guille Madeiro, que es un editor que me encanta. El guion se escribe en el montaje en este tipo de películas, y yo tenía claro dos cosas antes de editar: que quería generar una especie de limbo atemporal, donde el pasado y el presente se mezclaran para dejarnos en un estado de fábula; y también que quería ir de Salto al Bosco todo el tiempo. A partir de ahí empezamos a trabajar.
¿Llegó a ver su abuelo algún corte de la película?
Sí, fue viendo material y vio un corte avanzado. Él estaba refeliz, lo que más quería era que la gente lo viera y le fuera a comentar qué le había parecido; él quería ser visto.
Este es su proyecto más personal. ¿Cómo vivió el proceso?
Yo entendí desde un principio que quería hacer algo absolutamente emocional, donde la información no fuera relevante. Dónde queda el Bosco precisamente, si queda en el norte o en el sur de Italia, no importa; para mí, era importante llegar a la emoción de las cosas. Es una especie de meditación sobre el paso del tiempo, sobre los paisajes, lo que queda, lo que desaparece. Filmé por intuición durante 12 años sin saber qué estaba queriendo contar, y ahí es muy importante el equipo que viene de afuera y te ayuda a encontrar la película: Agustina (Chiarino); Andrés Boero, el fotógrafo, con quien compartimos fotografía, porque un 70% de lo que se ve lo filmé yo, pero Andrés es un artista visual y me ayudó mucho a retratar esos paisajes, la contemplación. Después en sonido Rafa Álvarez, que recorrió todo el Bosco para buscar los pájaros, todos los sonidos posibles para llenar la película de esa cosa que en la sala de cine es impresionante.
¿Cómo fue la proyección de la película en el Bosco? ¿Cómo fue para sus habitantes verse en la pantalla?
Fue divino. La película se estrenó en festivales en 2020, en pandemia, entonces se pasaba online, y si era presencial yo no podía viajar porque Uruguay o estaba en rojo, o el país ese lo tenía restringido. Entonces la primera vez que vi la película con el público fue en el Bosco. Fue en verano, entonces en vez de 13 había 130 personas. Llevé un proyector y sonido y la pantalla la hicieron ellos con un rollo de tela de algodón que tenía Andreína (la mujer joven que aparece en el documental) guardado, que era de su padre, que antes tenía el almacén del pueblo. Oscurecieron el alumbrado público con unas bolsas, sacaron todos los bancos de la iglesia para afuera y colocaron la pantalla en el costado, en la pared de la iglesia. Fue la primera vez que en el Bosco se proyectó cine, y era con su propia película. Y fue la primera vez que yo fui sin cámara al Bosco, pero fui con la película. Fue maravilloso, porque Andreína hizo de maestra de ceremonias y dijo: “A lo largo de estos años Alicia le llevó el Bosco al abuelo, y esta noche nos trae el abuelo al Bosco, y la historia que cuenta Alicia con el Bosco es la historia de todos nosotros, porque es la historia de un emigrante”. Yo me puse a llorar. Y después estaban Rita y Gemma (la curandera), y las dos decían: “Bueno, yo nunca me imaginé que iba a ser la actriz de una película” (risas).

La primera vez que la directora vio la película con público fue en el Bosco, con sus protagonistas. Fue la primera vez que se proyectó cine en el pueblo.



En el Bosco probaron los caramelos por primera vez gracias a su tatarabuelo. ¿Cómo es la anécdota?
El abuelo de mi abuelo (la primera generación en emigrar a Salto) era parte de una especie de asociación de italianos que había en Salto, que había creado la Sociedad Italiana, que era en un edificio hermoso, y se llamaba Unione e Benevolenza. Ellos juntaban plata y ahí fue que mi tatarabuelo volvió al Bosco y logró hacer una fuente para traer agua al pueblo. Para la inauguración llevó caramelos, y los tiró a todos los niños que había ahí cual piñata. Parece que en el Bosco nunca habían visto caramelos, nunca habían probado. Cuando yo me encontré allá con Giulietto Menoni, un viejo partisano, se acordaba perfecto de que él tenía cuatro años cuando probó los caramelos de mi tatarabuelo, y me dijo: “Todavía me acuerdo el sabor de aquellos caramelos”. Lo que es increíble es que le pegaron tan fuerte que se volvió un adicto; se pasea por el pueblo con caramelos en el bolsillo.
¿Dónde está la famosa silla de Orlando que aparece en la película?
Él me dejó la silla giratoria como herencia. Es única, la hizo él, entonces me la traje y, como él me pidió, la puse en mi terraza de Montevideo. La pinté de amarillo mostaza, como amarillo ilusión, y la tengo siempre ahí, pegada a mi cuarto, en esa terraza, así que me despierto y veo la silla ahí.