Según la Asociación de Academias de la Lengua Española, la palabra nikkéi es un americanismo que proviene del japonés y que se utiliza para definir al descendiente de padre y madre japoneses que ha nacido en el extranjero. Este es el caso del chef argentino Maximiliano Matsumoto, pues su madre llegó a Buenos Aires con siete meses desde Okinawa y su padre es hijo de inmigrantes japoneses. Oriundo de Burzako, localidad ubicada en la zona sur del conurbano bonaerense, el cocinero se describe a sí mismo como “nikkéi segunda generación”. Con esta afirmación da por sobreentendido que la cultura oriental ocupa un lugar predominante en su formación como persona y también como cocinero. “La búsqueda de la acidez en mis preparaciones, el equilibrio entre los sabores ácido, dulce, amargo, salado y umami están en mi ADN, no puedo evitarlo”, comenta a Galería. Con esta impronta, después de 20 años de carrera y experiencia en algunos de los mejores restaurantes de la vecina orilla, Matsumoto llegó a Montevideo 15 días antes del comienzo de la pandemia para hacerse cargo de la cocina del hotel Sofitel Casino Carrasco, pero poco pudo demostrar entonces. Hoy, dos años después, a los 41 años, lidera la cocina de uno de los espacios más emblemáticos de la ciudad, y combina la impronta francesa que imprime la marca con su estilo contemporáneo propio de la alta gastronomía, poco visto a escala local.
¿Cuándo supo que la cocina iba a ser su profesión?
En tercero de liceo, cuando me enteré de que se podía estudiar. Siempre cociné en mi casa. A los 10 años ayudaba a mi madre a preparar la comida de todos los días. La parte gourmet la aprendí de mi papá, que me invitaba a almorzar en restaurantes de la capital cuando iba a dar exámenes de inglés. Él me contaba: “Acá hacen un foie gras o un pato rerrico”, y yo por ahí no entendía mucho, pero probaba y me gustaba. A él le encantaba comer bien, probar cosas nuevas. Inconscientemente me fue metiendo sabores en la cabeza.
¿Cómo fue que se enteró de que la cocina se podía estudiar?
Estaba en la quinta de un compañero y Guido Tassi, que era unos años más grande, pero que igual andaba por ahí, me dio a probar una flor silvestre y me contó que iba a estudiar cocina —Tassi es hoy chef ejecutivo de la parrilla Don Julio, número uno en la lista Latin America’s 50 Best Restaurant y 10 del ranking mundial—. Llegué a casa y le pregunté a mi padre si sabía que se podía estudiar cocina. Entonces, él que trabajaba como arquitecto en la constructora japonesa que estaba haciendo el hotel Caesars Palace, me dijo que sí, y que además, los cocineros del hotel ganaban muy bien. Me alentó. Terminé el liceo y me anoté en el IAG (Instituto Argentino de Gastronomía).
¿Después qué pasó?
Por las vueltas de la vida, cuando tuve que elegir mi pasantía obligatoria en el IAG me pidieron que optara por el Caesars Palace o el Divino Buenos Aires. No lo pensé, por mi padre, por mi historia, me fui al hotel. El restaurante se llamaba Agraz y el chef era Germán Martitegui, que en aquel momento no era muy conocido fuera del mundillo gastronómico. Me quedé trabajando con él 12 años, hasta el cuarto año de Tegui (restaurante emblemático del chef en Palermo que acaba de cerrar después de una década para abrir Barra Marti en Recoleta). En el medio Germán me incentivó para que fuera a hacer pasantías a Europa a restaurantes de una y dos estrellas Michelin. En Londres estuve cocinando en los restaurantes de Tom Aikens y en España con Sergi Arola. No aplicaba a los tres estrellas, porque ahí la exigencia es mucha y a los pasantes los tienen nueve meses pelando papas antes de dejarlos tocar una sartén. En cambio, en los otros podés ver y hacer de todo en ese tiempo. Me iba de tres a seis meses a hacer esas pasantías.
De Tegui se fue en 2012, ¿para dónde?
Fui al hotel Faena a encargarme de la cocina de los eventos. Estuve hasta 2015. Servíamos cocina de restaurante, pero en un catering.
Después me contrató Aldo Graziani (sommelier y empresario gastronómico) que tenía Aldo’s San Telmo y quería renovar la cocina. Nos fue muy bien, me quedé cinco años. Surgió abrir Aldo’s en Palermo con otros inversionistas, dos wine bar y Tora, un restaurante de fusión asiática. Me fui cuando me llamó Luciano Fontana, el exgerente de Sofitel en Montevideo, para sumarme al equipo.
¿Conocía Uruguay?
Vine por primera vez en el año 90 de vacaciones con mis padres y mi hermano. Recorrimos en auto de Colonia hasta el Chuy. Mi papá no quiso parar en Montevideo. Fuimos a Colonia, Atlántida, Piriápolis, Punta del Este y el Chuy. Volví en 2004 a La Pedrera de vacaciones. Después, me invitaron a cocinar en 2016 a The Grand Hotel en Punta del Este con el chef Guido Ojeda. Siempre me gustó Uruguay, su gente, me parece muy cálido.
¿Ahora cómo lo ve?
Gastronómicamente creció muchísimo. Me entusiasmó el perfil que buscaba el hotel, más de autor y no tan francés clásico como suele ser la marca. Esto me permite jugar con los productos locales, que es lo que más me gusta hacer.
¿Cómo define su cocina?
Me gusta trabajar con lo que encuentro acá, pero con un dejo asiático. Hay algo en la sangre. La búsqueda de la acidez en mis preparaciones, el equilibrio entre los sabores ácido, dulce, amargo, salado y umami están en mi ADN, no puedo evitarlo. Es nikkéi, podríamos decir.
Después, soy un cocinero versátil. Me gusta trabajar con presentaciones minimalistas que esconden adentro todos los sabores.
¿Cómo llegó a los productos en Uruguay?
Antes de venir lo llamé a Santiago Garat, que es un cocinero uruguayo que tiene el restaurante Corte en Buenos Aires. Él me dio muchos contactos. Después, fui a ferias vecinales como la del Parque Rodó, que es orgánica. Hoy en Sofitel tenemos un menú 50% orgánico y la meta es llegar a un 70% u 80% orgánico. Además, en el hotel me presentaron también gente para recorrer chacras de Montevideo. Así me voy armando.
¿Qué productos locales lo sorprendieron?
El guayabo, el butiá aunque es difícil de trabajar, los membrillos, los caqui que hay, las carnes que vienen superlimpias sin tanta grasa y lo mismo con las mollejas. El producto llega con mucho más cuidado que en Buenos Aires. Me impresiona el pescado. Empecé a trabajar con Marcelo Kurta y Ricardo Del Piero, se nota que tenés el mar más cerca. Esta semana tengo un lenguado que no se puede creer la frescura.
¿Tiene referentes?
Me gusta la cocina nórdica como la de René Redzepi de Noma en Copenhague o mismo la de Germán (Martitegui), porque intervienen muy poco los vegetales. También me gusta su visión minimalista, sus platos parecen simples, pero esconden todos los sabores dentro. Es una cocina superlimpia.
¿Cómo fue cambiar el ritmo de Buenos Aires a Montevideo?
Si hay algo que admiro de los uruguayos que tengo en la cocina es que me enseñan todos los días a bajar un cambio. Está bueno poder hacer ese parate que se permiten acá, relajar. El otro cambio es que fui padre hace poco, y por momentos tengo más tiempo para dedicarle a la familia.