Montevideo Portal
Una serie de imágenes crudamente bellas saca a la luz los padecimientos sufridos por los soldados de la Primera Guerra Mundial, viviendo como topos en un laberinto de galerías subterráneas mientras afuera la artillería no dejaba piedra sobre piedra.
A pesar de que el miedo a la muerte siempre se cernía sobre ellos -o quizás debido a eso- la piedra blanda de las paredes está cubierta de tallas dejadas por los combatientes, como testimonio de su identidad y lucha por la supervivencia.
Las imágenes fueron tomadas por el fotógrafo estadounidense Jeff Gusky, y acompañan una crónica sobre estos viejos túneles a cargo del escritor Evan Hadingham. El reportaje formará parte de la edición de agosto de la revista National Geographic.
"La entrada es un pozo húmedo en la tierra, poco más grande que una madriguera animal y oscurecido por arbustos espinosos en medio de un bosque aislado en el noreste de Francia. Nos deslizamos por el agujero fangoso en medio de la oscuridad", escribe Hadingham.
"Después de unos pocos cientos de metros el túnel termina en un pequeño cubículo cavado en la grava, que recuerda a una cabina telefónica", agrega.
"Aquí, poco después del estallido de la Primera Guerra Mundial, los ingenieros militares alemanes se turnaban sentados en silencio, escuchando con atención para captar el más mínimo sonido de excavaciones enemigas. Escuchar voces apagadas o roce de palas significaba que un equipo de minadores podía estar apenas a metros de distancia, cavando un túnel para atacar. Peor aún era escuchar luego que la excavación se detenía, y el ruido cambiaba por el de bolsas arrastradas o latas siendo apiladas. Eso era señal inequívoca de que el enemigo preparaba una carga explosiva con la intención de volarlo todo. La explosión podía producirse en cualquier momento, y matarte de inmediato o -peor aún- enterrarte vivo", señala la crónica.
En este tipo de acciones bélicas quedó claro que incluso un explosivo menor podía causar considerables estragos. En uno de los túneles que Gusky y Hadingham recorrieron, el 26 de enero de 1915 los minadores alemanes detonaron una pequeña carga, pero muy bien localizada. La explosión mató a 26 soldados franceses e hirió a otros 22.
En el lugar, el escritor y el fotógrafo encontraron grafitis hechos por los ingenieros alemanes que ocupaban ese lugar, que pasaban días y días excavando sus galerías y atentos a las que excavaban sus enemigos. En el muro podían leer sus nombres y los de su regimiento, junto a la frase "¡Dios por el Kaiser!".
Aunque emotivas, estas inscripciones son algo muy sencillo en comparación con las verdaderas obras de arte, dibujos, caricaturas y esculturas que los soldados, impulsados por el tedio y el miedo, prodigaron en las paredes de las galerías.
Pese al encierro y al peligro, la vida en los túneles resultaba preferible al infierno de lodo de las trincheras de la superficie. Un periodista que visitó los subterráneos en 1915 apuntó que allí "un refugio seco, paja sobre la que dormir, algunos muebles, una hoguera, eran vistos como grandes lujos por los que regresaban de las trincheras".
Pero aún con tan halagüeña descripción, la vida no era cosa fácil abajo. "Los bichos nos devoran, y está lleno de piojos, pulgas, ratas y ratones. Pero lo más grave es que todo está muy húmedo, y eso hace que muchos hombres caigan enfermos", escribió un soldado francés en una carta a su familia.
Para pasar el tiempo, los exhaustos soldados dejaban volar su imaginación en los muros de barro y piedra blanda. Las imágenes de mujeres proliferan en las paredes, entre ellas muchos retratos sentimentales e idealizados, consigna Daily Mail.
Entre los decoradores más prolíficos de las ciudades subterráneas estaban los hombres de la 26a División 'Yankee', una de las primeras unidades estadounidenses en llegar al frente luego de la entrada de su país en la guerra, en abril de 1917.
Para llegar al sector subterráneo donde fueron alojados en el Chemin des Dames, Hadingham y Gusky bajaron 30 metros por escaleras tambaleantes hasta una de las cavernas más profundas.
Luego pasaron horas explorando un complejo de cuarenta hectáreas, con pasadizos sembrados de botellas, zapatos, cajas de concha, vainas de proyectiles, cascos, camastros de malla metálica oxidada, e incluso una batería de cocina completa, con las ollas y sartenes todavía en su sitio.
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