Contenido creado por Martín Otheguy
Crónicas desde las Malvinas

Diario de viaje del sur

Crónica de las Malvinas: capítulo 1

En el bar del Malvina House, doce ex combatientes argentinos celebran un cumpleaños y recuerdan en una mesa cómo explotaron el puente Fitz Roy, mientras una decena de jóvenes de las Falklands se unen al coro y sueñan una nueva época para las islas más disputadas del sur. Crónica desde las Islas Malvinas.

19.11.2013 00:27

Lectura: 8'

2013-11-19T00:27:00-03:00
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Por Martín Otheguy

Viajar desde Uruguay a las Malvinas/Falklands (según prefiera todo aquel que piense que la simple enunciación de un nombre es una toma de posición) es casi como ir a Europa. Pese a que la distancia que hay entre Montevideo y las Islas puede volarse en poco más de dos horas y media, las restricciones del gobierno argentino al uso de su espacio aéreo obligan a tomar el único nexo por aire entre el continente sudamericano y las Malvinas aún permitido por los vecinos del Plata: el vuelo semanal de Lan Chile vía Punta Arenas (la ciudad más austral el continente). Son dos escalas, una noche en Santiago de Chile y casi 24 horas para llegar a la capital de ese famoso conjunto de 700 islas repartidas en el Atlántico Sur.

No hay impedimentos para viajar desde Uruguay, exceptuando un poco de paciencia para las conexiones, un buen bolsillo (cerca de 1300 dólares), la contratación de un seguro médico importante y el clásico rellenado de formularios voluntariamente hilarantes que son necesarios para ingresar a cualquier país, característica acentuada en este caso por las traducciones literales al español ("Declaro que tengo suficientes fondos para soportarme").

Desde el aire, las Islas siguen pareciendo un territorio inexplorado, con las aguas frías y azules del Atlántico Sur lamiendo las costas desoladas, un hogar ideal para balleneros melancólicos y náufragos provenientes del Cabo de Hornos. Sólo al aterrizar en el aeropuerto de Mount Pleasant comienza a adivinarse la sombra de la guerra de 1982, que convirtió este archipiélago remoto del sur en un punto clave de la historia sudamericana del siglo XX. La base militar británica del aeropuerto, con un número de soldados que se desconoce pero se estima en más de 1500, da paso a una solitaria ruta de grava flanqueada por campos minados. A excepción de los carteles advirtiendo la presencia de minas -desactivadas en estos días por trabajadores provenientes de Zimbabwe bajo supervisión de la empresa Bactec International- y los ocasionales alambres de púas, el tramo que va desde el aeropuerto a la capital Stanley luce similar a las islas vírgenes que avistó el inglés John Davis en 1592: casi una nueva Escocia, golpeada por el mismo viento melancólico, el verde interminable, las rocas y el océano que vigila expectante las costas. Uno casi espera ver asomar por las colinas las hordas de pictos salvajes o al menos unos cuantos émulos de Mel Gibson con la cara pintada. Sólo después de un rato se capta el espíritu y se logra entender por qué ese grupo de islas ventosas y desprovistas de árboles pudo despertar tanta fascinación como para ser motivo de disputa de franceses, españoles, ingleses y argentinos durante más de 300 años.

Stanley, supongo

En contraste, la ciudad de Stanley parece un pueblo de juguete, una explosión de colores sobre la bahía. Luce como si los habitantes hubieran tomado al azar decenas de baldes de pinturas distintas para decorar sus hogares, lo que sin embargo da como resultado un balneario encantador de casitas brillantes. Es casi un set cinematográfico, un pueblo de poco más de 2100 personas (el 75 % de la población total de las islas) con un 1 % de desempleo y un 0 % de índice de criminalidad. Es una ciudad engañosamente anodina, que esconde su verdadera identidad detrás de las paredes de los pubs y del Malvina House, un hotel del siglo XIX ubicado sobre la bahía en el que se cruzan lugareños, veteranos de guerra y últimamente los empresarios atraídos por las prospecciones exitosas de petróleo. Los isleños son medidos y cuidadosos en lo que dicen, inclusive si se trata de Argentina. Algunos aún temen que el vuelo semanal de Lan Chile -el delgado cordón umbilical que los sigue uniendo a Sudamérica- se corte si Argentina decide prohibir el uso de su espacio aéreo incluso para ese único contacto.

Sentado en el lobby del hotel, John Fowler, relacionista público del gobierno, ex director de educación y ex editor del Penguin News (el diario local), no encuentra raro que Inglaterra tenga control sobre territorios tan lejanos en estas épocas, pero no admite que pueda ser considerado colonialismo. "Creo que vamos rumbo a lo que sucedió con los otros países de Sudamérica en el Siglo XIX, que se independizaron y se convirtieron en nuevas naciones. Eso es lo que debería pasar", opina.

Los ocho miembros de la Asamblea Legislativa de las Falklands no están tan seguros sobre las ventajas de una independencia total. "No es algo que se esté discutiendo en este momento", afirman. Para uno de ellos, Mike Summers, "es difícil que un país tenga total autonomía con sólo 3.000 personas, no es realista", menos aún cuando el mundo parece moverse en bloques, no en esfuerzos individualistas. Para la Asamblea, el resultado de la consulta popular fue contundente y demuestra que sigue habiendo interés en mantener un nexo con Gran Bretaña

John Fowler no entiende que algunos sudamericanos cuyos abuelos o bisabuelos nacieron en Europa acusen a los isleños de ser extranjeros colonialistas, cuando muchos llevan viviendo nueve o diez generaciones en el lugar, a veces desde la primera mitad del siglo XIX. E insiste en el principio de autodeterminación de los pueblos. El referéndum que se realizó en el 2012 para saber si los habitantes deseaban seguir siendo un territorio de ultramar británico (aprovechando el interés general suscitado por los 30 años del conflicto, producto de la sobrevaloración del sistema métrico decimal por parte del hombre occidental) fue saldado con un contundente 99.8 % de votos positivos. Eso significa que tres personas votaron por no continuar en mano británicas. "Todos nos preguntamos quiénes son", se ríe Fowler, "pero todavía nadie levantó la mano y dijo ‘fui yo'". John nació en Inglaterra, pero tiene una larga tradición isleña. En 1982, su casa en Stanley fue alcanzada por un proyectil británico desviado y mató a las tres mujeres que estaban dentro, que se convirtieron en las únicas bajas civiles de todo el conflicto (649 soldados argentinos y 255 británcos).

El largo regreso

A pocos metros de Fowler, el Malvina House revela otro costado igualmente trágico de la guerra. Juan Carlos es un ex soldado argentino que vuelve a las Islas luego de 30 años para festejar su cumpleaños 50. Junto a otros ex combatientes retorna para visitar los lugares de batalla en las montañas y rendir homenaje en el cementerio de Darwin a los compañeros caídos. Algo lejos de donde habla ahora, hizo volar el puente de Fitz Roy, uno de los hitos argentinos en la batalla, y colocó cientos de minas en el campo, muchas aún enterradas con su detonador listo. Recuerda todavía las mechas mojadas de aquel día y lo difícil que fue encender los explosivos bajo el viento crudo de las Islas. Cuenta que sus superiores lo enviaron a cumplir su deber con la promesa de que un helicóptero lo recogería a él y a otros soldados a los cinco días. Pasaron 15 y tuvieron que volver caminando antes de que los ingleses llegaran al lugar. La palabra clave para el regreso desesperado fue "tomate, tomate, tomate". La espera le costó caro, teniendo en cuenta que debió robar provisiones de su propio ejército para sobrevivir y fue "estaqueado" por sus superiores en represalia. Prometió viajar a las Malvinas cuando cumpliera 50 años porque "vamos quedando pocos, entre los suicidios y las enfermedades derivadas de la guerra".

"Quería volver a ver esto antes de que fuera muy tarde o muriera de un ataque al corazón", aclara. Hoy da charlas en las escuelas sobre su experiencia en la guerra y lucha por el reconocimiento de los derechos de los ex combatientes. Se acuerda aún de los primeros 20 días de guerra, cuando los soldados argentinos caminaban sin problemas por Stanley e incluso recibían correspondencia

En el Malvina House la situación de esta noche es un tanto surreal. Los doce veteranos argentinos cantan el feliz cumpleaños a Juan Carlos, y a escasos seis o siete metros un grupo de jóvenes isleños con aspecto marcial se suman al coro en versión anglo. A lo lejos, tres o cuatro adolescentes nacidas años después de la guerra miran con curiosidad esa recreación histórica impensada. Hay aplausos, risas, y cualquier atisbo de tensión se desvanece después del festejo. Afuera, el omnipresente viento de Stanley decide parar y la noche se vuelve menos invernal y más amable.

Por Martín Otheguy