Contenido creado por Martín Otheguy
Columnistas

Piscinas

PRETEXTOS. POR JAVIER ZEBALLOS

Piscina: del griego Piscis, pez. (Por Javier Zeballos)

18.08.2005

Lectura: 6'

2005-08-18T00:00:00-03:00
Compartir en

Útero

No recuerdo nada pero se que estuve ahí. Piscina climatizada e idílica, la plancha se hace en posición fetal flotando en el líquido amniótico con el salvavidas del cordón umbilical. Vine al mundo en casa, en una cama de hierro con manivela que permitía ascenderla inclinadamente como la de los hospitales. Mi madre había parido cuatro hijos y sólo pidió una partera experta. Dicen que lloré rápido y después me callé en los lácteos brazos de mi madre. Dormí en esa misma cama por muchos años y recuerdo ahora que las paredes de esa habitación estaban pintadas de un azul celeste que siempre me calmaba y no sabía por qué.

Fuente

Tenía cuatro años. Verano. Vestía un trajecito de camisa y pantalón corto de un amarillo chillón. Estaba en la "Plaza del entrevero", nombre popular que se impuso al oficial de Plaza Fabini y que casi todo el mundo asocia con el músico cuando es en honor del ingeniero. Pero el entrevero es otro. La plaza tiene una gran fuente que rodea a la escultura que recrea una montonera gaucha donde es casi imposible saber cuántos caballos y jinetes hay en la reyerta.
También tiene seis fuentes más pequeñas. Estaba jugando en el borde y caí. Sentía que me faltaba el aire mientras me hundía pero abrí los ojos y descubrí fascinado un mundo de azulejos brillantes. El sol se filtraba y todo era luminoso. Tuve miedo pero me levantaron de un tirón y quedé colgado en el aire sostenido por un hombre. Recuerdo mis pucheros mientras me chorreaba el agua y mi mamá intentaba secarme con un pañuelito de mano. Nos volvimos en un ómnibus con su santa paciencia a mi costado mientras yo miraba por la ventanilla con la cara más seria que jamás he tenido.

Mar

La primera vez que vi el mar no me enteré. No sé si me impresionó mucho, poco o nada esa masa azul tan cotidiana para los montevideanos. Y el mar es como una piscina grande, pero piscina al fin. Supongo que habré entrado al agua de la mano de alguien y jugar en la orilla se fue transformando en un hecho simple y rutinario apenas alterado por alguna ola imprevista. Ninguna tsunami de la que presumir. Sólo recuerdo que miraba la Isla de las gaviotas, frente a la Playa Malvín, y parecía lejísima y toda la playa era enorme hasta que se fue achicando mientras perdía la mirada de la infancia.

Pileta

A los ocho me inscriben en un club. Yo era de los que jugaba desde la mañana a la noche en la calle. No entendía aquella disciplina ni me gustaba hacer fila para todo. Era sapo de otro pozo y cuando nos llevaron a la pileta quería salir corriendo. Nos formaron en una fila larga y yo era de los últimos. Peor. Cuando comprendí, empecé a temblar y me castañeteaban los dientes y disimulaba frotándome como si hiciera frío pero hacía un calor de locos y del agua subía un vapor que nublaba todo. Uno a uno nos tiraban en la parte honda y los veía caer y desaparecer hasta que volvían dando manotazos. Me quería ir pero el de atrás me empujaba y no tenía escapatoria. Cuando llegó mi turno, el profesor captó mi pavor y dijo que sólo me dejara caer como un soldadito.

No me sirvió de mucho porque en las películas, cuando los soldados caían, es porque morían y cerré los ojos y volví a sentir el ahogo de la plaza y cuando los abrí estaba todo oscuro y me seguía hundiendo y empecé a patalear y a moverme y los oídos me estallaban y quería gritar y respirar hondo hasta que paré de bajar y pude ver un poco de luz allá arriba y empecé a subir pero creí que jamás llegaría a la superficie hasta que saqué la cabeza y me tragué todo el aire del mundo junto con un poco de agua que escupí tosiendo y comencé a mover los brazos, porque me hundía otra vez, hasta que por fin llegué al borde y me quedé agarrado, temblando, pero no hice pucheros esa vez.

Ritual

Cuando tenía once años fuimos caminando por la costa. Éramos cinco amigos de la cuadra. Pedimos permiso para ir hasta Pocitos. Nos dejaron, con la condición de volver antes de la cinco. Mentimos. Queríamos ir hasta las piscinas abandonadas de Trouville. Eran dos piletas públicas que se llenaban con agua de mar. La parte baja quedaba expuesta y estaba llena de escombros con los restos de las torres del trampolín que había sido demolido. El agua estaba podrida y era de un verde oscuro y viscoso. Tiramos piedras contra una pared para sortear el orden y me tocó segundo. Aldo era el primero. Había que lanzarse del borde que estaba a un metro por encima del nivel de aquel líquido sucio. No se sabía la profundidad ni si había piedras o pedazos de hormigón pero aquel rito ya era popular en la ciudad. Había que tirarse. Aldo era el que mejor nadaba de todos nosotros pero presentí algo. Estaba parado en el borde y amagaba. Había que entrar al agua de cabeza, era la apuesta, y yo lo sentí dudar. Estuve a punto de decirle que no se tire, que no se preocupara, que yo tampoco lo haría, que no valía la pena, que ninguno lo haría pero sin darme tiempo a nada lo ví caer cabeza abajo y perderse en aquella agua oscura y los segundos pasaron eternos y silenciosos, no se escuchaba nada, el mundo se paró de golpe y todo el ruido de la rambla con los autos y la gente, allá a lo lejos, se acalló por completo y yo nunca había sentido un silencio así hasta que salió de un salto con la cara de repugnancia que jamás le he visto a nadie nunca. Después me tiré yo y todos volvimos abrazados, amigos para siempre.

Ahogo

Años después trabajé en una piscina con niños discapacitados, enseñándoles a nadar y acompañándolos en el agua oficiando de guía. Voy a la playa. Me ha tocado cruzar más de un arroyo y algún río pero cuando refresco mi cabeza bajo el chorro de una canilla en algún día de verano y el agua me corre por el pelo y baja por mi cara e inunda mi nariz y mi boca, vuelvo a sentir aquel mismo ahogo en la lejana fuente de la Plaza.

pretextos@montevideo.com.uy