Por Pablo da Silveira
La reforma que esperamos

Llevando las cosas a lo esencial, un sistema educativo es una macro-estructura integrada por tres componentes: un sistema de gobierno, un sistema de financiamiento y un sistema de gestión.

El sistema de gobierno es el lugar donde se toman las decisiones fundamentales. En el caso de la enseñanza, estas decisiones tienen que ver con los objetivos educativos que nos vamos a fijar (es decir, aquello que como sociedad queremos que aprendan los miembros de las nuevas generaciones), con la selección de los métodos que se van a considerar adecuados para intentar alcanzar esos objetivos y con el diseño de mecanismos que permitan verificar si efectivamente los estamos cumpliendo.

El sistema de financiamiento es el conjunto de dispositivos y procedimientos que permiten recaudar recursos para asegurar el funcionamiento del conjunto y distribuirlos entre quienes se piense que deben ser sus receptores primarios. Algunos sistemas de financiamiento están orientados hacia la oferta (es decir, funcionan bajo el supuesto de que los recursos deben ser recibidos por los establecimientos o equipos de trabajo que se ocupan de brindar educación) mientras que otros están orientados hacia la demanda (es decir, funcionan bajo el supuesto de que los recursos deben ser recibidos por quienes quieren o deben ser educados).

Por último, el sistema de gestión se ocupa de todas aquellas decisiones de tipo operativo que aseguran el funcionamiento cotidiano de las instituciones educativas. Esto incluye desde la gestión de recursos humanos hasta las políticas edilicias, pasando por la compra de insumos, la organización de horarios y calendarios, la asignación de plazas escolares (es decir, quién va a estudiar en qué lugar) y muchas cosas más.

Vistas así las cosas, ¿cuándo estamos ante una verdadera reforma educativa? Cuando, como resultado de una serie de medidas deliberadas, al menos uno de los tres componentes que integran el macro-sistema experimenta cambios profundos. Si, en cambio, el funcionamiento de estos sistemas se mantiene inmodificado, podremos estar ante una política educativa vigorosa pero no estaremos ante una reforma educativa en sentido estricto. Por ejemplo, si las autoridades educativas se proponen aumentar el nivel de los aprendizajes en matemáticas en primaria, pero para hacerlo no modifican ninguna de las reglas de juego fundamentales, entonces estaremos ante una política educativa seguramente adecuada y necesaria, pero no ante una reforma. En cambio, si las autoridades entienden que para mejorar la calidad de los aprendizajes hace falta modificar los mecanismos que asignan lugares de trabajo a los docentes en los diferentes establecimientos (es decir, hace falta introducir un cambio significativo en el terreno de la gestión de las instituciones educativas) entonces no estaremos ante una simple política sino, probablemente, ante el inicio de un proceso de reforma.


LAS COSAS CLARAS
Las sociedades no están obligadas a realizar reformas educativas todo el tiempo. De hecho, ni siquiera es bueno que lo hagan. Lo mejor que puede pasar es que contemos con un conjunto de reglas de juego lo suficientemente sabias y flexibles como para que las buenas políticas permitan resolver los problemas que vamos enfrentando. Sin embargo, a veces este expediente no alcanza y es necesario iniciar cambios más profundos. En esas condiciones, la decisión de reformar puede ser perfectamente legítima. Hay situaciones en que las reformas educativas son necesarias y entonces no podemos hacer nada mejor que impulsarlas y concluirlas.

Todo esto puede sonar razonablemente claro pero, por desgracia, parecería que las cosas nunca son así de claras en nuestro país. En torno a la expresión ''reforma educativa'' se ha librado una larga cadena de batallas ideológicas que ha hecho casi imposible todo esfuerzo de reflexión y de discusión sobre el punto. Por una parte, un bando numeroso se ha encargado de demonizar la palabra ''reforma'', hasta el punto de asumir que toda reforma educativa es mala por el sólo hecho de existir. Nuestro sistema educativo debe ser motivo de orgullo nacional y no debe ser modificado en nada esencial, de modo que quien intente hacerlo estará persiguiendo fines inconfesables. (Hace algunos días vi una pintada en la calle que decía: ''a los estudiantes no nos doblegan ni con cadenas ni con reformas''). Por otro lado, y en un juego de espejos que podría ser divertido si no fuera dramático, hay otro bando que parece pensar que ninguna iniciativa educativa es buena a menos que se trate de una reforma. En consecuencia, la palabra se usa para calificar políticas eventualmente adecuadas pero de escasa capacidad transformadora. En este contexto de pulseadas semánticas, la primera pregunta que deberíamos hacernos los uruguayos es: ¿efectivamente está en curso, o ha estado en curso recientemente, una reforma educativa en nuestro país?

Para contestar este interrogante puede ser útil volver a la distinción del principio. ¿Ha habido o está en curso algún proceso de transformación importante en las formas de gobierno de la educación uruguaya? La respuesta es no. Nuestro sistema educativo es un caso único en el mundo democrático, porque combina dos rasgos extremadamente llamativos. El primero consiste en asumir que el Estado debe hacerse directamente cargo de los tres componentes del macro-sistema: no sólo debe hacerse cargo del gobierno y del financiamiento de la enseñanza (lo que es normal en todas partes del mundo) sino que también debe hacerse cargo de la gestión cotidiana de los establecimientos, es decir, debe ocuparse de comprar tizas, seleccionar y reclutar limpiadoras, arreglar cañerías en las escuelas y decidir dónde va a estudiar cada alumno. Especialmente luego de la caída del socialismo real, esta intervención constante y directa del Estado en los aspectos más nimios del funcionamiento del sistema es una situación muy infrecuente en el mundo. En Uruguay, en cambio, se mantiene más allá de toda discusión. A los uruguayos nos parece normal que el Estado compre tizas y las distribuya en camiones entre las escuelas de todo el país. Lo que tal vez no debería asombrarnos, dado que también nos parece normal que el Estado produzca grappa.

La segunda rareza de nuestro sistema de gobierno de la enseñanza es la siguiente: tenemos un Ministerio de Educación que se ocupa de los fiscales, de los registros y de una serie de actividades culturales pero, excepto en el área acotada de la educación terciaria privada, no se ocupa de la educación. Para gobernar la enseñanza hemos creado un ente autónomo que tiene todos los poderes que en los países democráticos tienen normalmente los Ministros de Educación, pero con la salvedad de que sus directivos no están sometidos a control parlamentario. Ciertamente hace falta venia legislativa para ser integrante del CODICEN (es decir, del Consejo Directivo Central de ese ente autónomo que llamamos ANEP), pero una vez que uno está en el cargo no puede ser llamado a sala ni censurado. De hecho, en este país hemos visto cómo un presidente del CODICEN rechazaba convocatorias de comisiones parlamentarias argumentando que tenía cosas más importantes que hacer. Es inimaginable que un ministro se atreva a hacer algo semejante.


A CONTRAMANO
El resultado de esta extraña manera de hacer las cosas es que quienes tienen el gobierno de la educación se benefician de una enorme concentración de poder pero, salvo que ocurran problemas excepcionalmente graves, no tienen que rendirle cuentas a nadie. En cambio, la figura de gobierno que sí está en situación de rendir cuentas (es decir, el ministro de la rama correspondiente) es prácticamente un espectador. Nada parecido a esto existe en ninguna parte del mundo democrático. Pero los uruguayos insistimos en nuestra fórmula sin tomarnos siquiera el trabajo de analizarla demasiado. Finalmente nos parecemos al conductor del viejo chiste, que pensaba que eran todos los demás los que iban a contramano.

De modo que en los últimos años no ha habido ningún cambio esencial en el modo en que se toman las decisiones fundamentales sobre la marcha del sistema educativo. El gobierno de nuestra enseñanza sigue estando hiper-concentrado en manos de un organismo que tiene un poder inmenso pero que escapa a las formas habituales de escrutinio ciudadano. Este hecho no es por cierto ajeno a la extrema facilidad con la que las fuerzas corporativas imponen toda su capacidad de bloqueo. Pero el examen de esta cuestión parece estar fuera de la agenda.

¿Ha habido, al menos, algunos cambios en el terreno del financiamiento? Ciertamente no. El modo en que se organiza el financiamiento de nuestra enseñanza puede resumirse en unos pocos principios que, en conjunto, dan un panorama muy llamativo. El primero es que lo que se financia es la oferta. No importa si la población crece a velocidades diferentes en distintos lugares, o si simplemente se traslada. No importa si las necesidades de un establecimiento cambian, por ejemplo, porque se modifican las características de su alumnado. El Estado decide cómo distribuirá el dinero del que dispone (por ejemplo, decidiendo cuántos puestos docentes habrá en cada establecimiento, o dónde se construirá una nueva escuela) y los usuarios del sistema deberán adaptarse a lo que se les ofrece. Naturalmente, las estructuras burocráticas no son organizaciones particularmente aptas para detectar cambios en la demanda y ajustarse rápidamente a ellas, pero los costos de esas inadecuaciones no perturban mayormente el funcionamiento del sistema porque son pagados íntegramente por los usuarios.

Un segundo principio que gobierna el financiamiento de la enseñanza dice que las preferencias de los padres en materia educativa no deben tener ningún efecto sobre la distribución de los recursos: el Estado decide por sí mismo cuál es la clase de educación que merece ser financiada y le niega todo apoyo a las restantes, aún cuando miles de padres razonables las prefieran. Esto tiene consecuencias, en primer lugar, en materia de igualdad de oportunidades. Los hijos de padres en buena posición económica tienen a su alcance oportunidades educativas que no están al alcance de la mayoría. Pero, en segundo lugar, este sistema actúa como un freno contra todo esfuerzo por mejorar la calidad de la enseñanza. Como la enseñanza financiada por el Estado es un monopolio de hecho para el 80 por ciento de los consumidores de educación, no hay razones para ponerse nervioso ante la posible competencia de propuestas más innovadoras que se generen en otros lados.


EL SISTEMA DE GESTIÓN
Un tercer principio sobre el que opera el financiamiento de nuestra enseñanza es que la distribución de los recursos debe realizarse sin tener en cuenta los resultados educativos. Lo que gana un maestro no depende de lo que aprenden o no aprenden sus alumnos sino, básicamente, de su antigüedad. La cantidad de dinero que bajo diferentes formas llega a una escuela depende esencialmente de la cantidad de alumnos que atiende, en segundo lugar de las características socio-económicas de esos alumnos, pero no depende prácticamente en nada de los logros estrictamente educativos. Dicho en otras palabras, la distribución de recursos no se emplea para estimular ciertas prácticas educativas y desestimular otras, sino, en el mejor de los casos, para responder a otras necesidades.

Por último, un cuarto principio del sistema de financiamiento es que, al menos en el sector público, el ejecutor casi exclusivo del gasto y de la inversión es el propio Estado. El dinero u otras formas de recursos que se ponen directamente en manos de las comunidades educativas o de las comisiones de padres es, en términos relativos, insignificante. El Estado no sólo decide cuánto y cómo se gasta, sino que es él mismo el que gasta. Y esto se mantiene por más que sea muy fácil mostrar la existencia de mil formas de ineficiencia que terminan castigando a la población escolar.

No vale la pena abundar en detalles acerca de cómo funciona el sistema de financiamiento. Lo que sí importa es observar que, en los últimos años, ninguno de estos principios ha sido seriamente desafiado. Es verdad que recientemente se han hecho algunos pequeños avances en relación al último, pero el efecto agregado de esas mejoras sigue siendo de muy pequeña escala. En esencia, seguimos teniendo un Estado que cree saber mejor que la sociedad lo que la sociedad necesita en materia educativa, y que en consecuencia nos asigna a todos el rol de receptores pasivos. Tampoco en este terreno ha habido cambios y, por lo tanto, tampoco aquí puede decirse que estemos ante una reforma educativa.

Queda por último el tercer espacio de innovación posible, que es el sistema de gestión. ¿Se han registrado cambios importantes al menos en este terreno? La respuesta es nuevamente no.

El sistema educativo uruguayo sigue estando gestionado desde un puñado de oficinas ubicadas fundamentalmente en la zona céntrica de Montevideo, desde las que se toma la mayor parte de las decisiones que condicionan el funcionamiento cotidiano de las instituciones educativas. Desde estas oficinas se decide, por ejemplo, a qué escuela o a qué liceo irá cada alumno (por más que la aplicación de los criterios de distribución quede luego en otras manos). Desde estas oficinas se establecen los mecanismos que determinarán en qué escuela o liceo trabajará cada docente. Desde estas oficinas se elaboran y aprueban los planes de estudio y los programas de asignaturas. Desde esas oficinas se definen los calendarios escolares para todo el país. Desde esas oficinas se deciden las promociones, los ascensos, la distribución de oportunidades de capacitación. Desde esas oficinas se decide si es mejor que un determinado establecimiento gaste recursos reparando su azotea o los invierta en materiales didácticos.

Una vez más, también aquí ha habido algunas mejoras en los últimos años. Pero se ha tratado de mejoras de pequeña escala que, al menos en algunos casos, han estado seguidas de retrocesos (como ocurrió con el intento de fortalecer la capacidad de los directores de seleccionar al personal docente que trabajaría a su cargo). De un modo general, la idea de que el Estado es el gran gerente de todo el sistema educativo uruguayo (de manera directa del público, y de manera indirecta también del privado) es un punto que no ha sido puesto en cuestión. Esto no sólo va contra las tendencias más recientes de la reflexión y de la acción en materia educativa, sino que va incluso contra ideas muy viejas acerca de la incapacidad que tiene el estado para gestionar algo tan delicado y cambiante como es la educación. Ya en 1859 (es decir, bastante antes de la reforma de José Pedro Varela) John Stuart Mill decía: ''Si el estado se decidiera a exigir una buena educación para cada niño, se ahorraría la preocupación de suministrarla''.


NO HA HABIDO REFORMA
De manera que, si por reforma entendemos la introducción de cambios significativos en alguno de los tres componentes de ese macro-sistema al que llamamos ''sistema educativo'', la conclusión es que en Uruguay no ha habido una reforma educativa desde los tiempos de Varela. Ha habido, por cierto, mejores y peores momentos, procesos de mejora y de fortalecimiento, así como procesos de deterioro y debilitamiento. Pero las reglas de juego fundamentales no han vuelto a ser desafiadas desde que se instalaron a fines del siglo XIX.

Esto no equivale a decir que nada de lo que se hizo en los últimos años tenga el menor valor. Por cierto que ha habido buenas decisiones, principalmente en el campo de las políticas y de las decisiones puntuales. Pero llamarle ''reforma'' a lo hecho es, como mínimo un exceso lingüístico.

Con todo, si el punto es importante no lo es por una pura cuestión de lenguaje. La relevancia de la constatación reside en otro punto que merece ser considerado: si se diera el caso de que la educación uruguaya realmente estuviera necesitando una reforma profunda, si se diera el caso de que el modo en que están organizados el gobierno, el financiamiento y la gestión cotidiana del sistema atentaran contra la calidad educativa y contra la consolidación de todo proceso de mejora, entonces podría ocurrir que estemos malgastando buena parte de las enormes cantidades de dinero que hemos volcado a la educación en los últimos años. Gastar en educación no es algo bueno en sí mismo. Ni siquiera lo es gastarlo de manera vistosa. El gasto que vale la pena es aquel que se traduce en procesos de mejora capaces de sostenerse a lo largo del tiempo.

Quisiera poner un único ejemplo para ilustrar este punto. Una noticia frecuente en la prensa es la compra e instalación de computadoras en locales escolares. Y ciertamente, este hecho puede ser visto como una buena noticia. Sólo que no es necesariamente una buena noticia, a menos que se cumpla con una larga serie de condiciones capaces de asegurar que esa compra tendrá consecuencias positivas. Por ejemplo, además de los equipos, tienen que estar a disposición los docentes que se encargarán de enseñar su uso a los alumnos. Tiene que existir algún sistema de mantenimiento que asegure que las computadoras seguirán funcionando adecuadamente a pesar del uso intensivo. Tiene que haber medidas de seguridad que disminuyan la probabilidad de que sean robadas o sustituidas por otras. Tiene que estar previsto cómo se responderá a la rápida obsolescencia de los equipos y de los programas. Si todo esto no está resuelto, en el mejor de los casos se hará un uso razonable de las computadoras durante dos o tres años (hasta que el exceso de uso y la obsolescencia terminen con ellas) y en el peor de los casos quedarán encerradas en una habitación si que puedan ser de ningún provecho para los alumnos.

No estoy especulando acerca de cosas que eventualmente podrían pasar. Estoy hablando de cosas que pasan. Y si estas cosas efectivamente pasan, entonces no hay nada que celebrar por el sólo hecho de que se inaugure un aula de informática en una escuela. Simplemente habremos incurrido en un gasto que no redundará en beneficios significativos para casi nadie. Sólo si además de las computadoras tenemos un sistema de gobierno, un sistema de financiamiento y un sistema de gestión capaces de aportar un ambiente de funcionamiento adecuado, la compra de computadoras será un acontecimiento a celebrar.

La pregunta que tenemos planteada no es, por lo tanto, cuánto de bueno y cuánto de malo hubo en lo que se hizo hasta ahora en materia educativa. La pregunta es cuánto debemos hacer todavía si queremos crear procesos autosustentados de mejora de la calidad educativa y de aumento de la igualdad de oportunidades. Si la respuesta a esa pregunta consiste en decir que todavía falta mucho, entonces tal vez terminemos por admitir que aún nos espera la reforma de los pilares mismos sobre los que ha funcionado tradicionalmente nuestra enseñanza.


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