A fin de cuentas, en términos culturales globalizar es desproblematizar.
Globalizar es uniformar. Es planchar los pliegues de las diferencias en aras
de la comprensión universal. Después de todo, los atentados contra
las Torres Gemelas lo que dicen es justamente eso: cualquiera puede vivir y
morir en la capital del mundo.
Babel en vivo y en directo.
Esa opción, por momentos, parece arrastrar consigo todo lo que halla
a su paso. Así, la reflexión filosófica termina por ser
pura ocurrencia, las expresiones formuladas desde las artes plásticas
un pálido reflejo, la música un eco repetido hasta la saturación.
La historia del mundo acaba convertida en un guión de cine y los grandes
arquetipos alcanzan la gloria en la tapa de Rolling Stone. Eso o nada.
La guerra de Troya ve masticada la improbable nobleza de su feroz matanza en
guerreros carilindos que se comunican con los dioses en inglés.
PROBLEMATIZAR LA REALIDAD
La desproblematización como fenómeno de la creación cultural
siempre estuvo presente en la expresión social. Pero la desproblematización
absoluta es un drama nuevo que asentó sus reales en la última
década del siglo XX. Sus consecuencias, a no dudarlo, serán duraderas.
Ahora resulta que la realidad no es otra cosa que la realidad, que el mundo
tiene un eje y debe respetarse. ''El universo no se discute, se expresa'',
escribe Cioran.
Pareciera que Pascal hubiera perdido su apuesta con la eternidad.
Ahora escribir una novela significa apenas desarrollar de forma adecuada un
buen argumento. Construir una casa es ante todo una ecuación financiera.
Componer una balada desemboca de manera inevitable en MTV o en el fracaso.
Pero la historia de la creación cultural también nos muestra
lo contrario: su base de apoyo, su cimiento (y su simiente) estuvieron justamente
en la problematización de la realidad. La expresión de la misma
fue una inmensa fuente de cuestionamientos y hallazgos por parte de quienes
asumían la tarea de exponerla. En la escritura de La Odisea,
en la armonía de la cúpula dorada del templo de Jerusalén,
en la hondura espiritual de los kami sintoístas, lo que hay
es una rebelión estética y un camino de búsqueda destinado
al descubrimiento de una realidad otra, diferente, sospechada cuando menos,
por debajo o detrás de la siempre lisa ''realidad real'' de cada día.
Nadie veía esos extraños rostros construidos con cangrejos y
peces. Nadie los veía excepto Arcimboldo. Sin embargo esos rostros estaban
ahí, y siguen estando porque fueron descubiertos tras un delicado y doloroso
proceso en el que, antes que nada, el problema de la creación era asumido
como tal.
Tomo una bella frase de Cardoza y Aragón: ''La poesía es
la prueba definitiva de la existencia del hombre''.
Ese empuje, casi siempre marginal, permaneció como elemento necesario
(aunque no suficiente) de la creación y de los creadores. Así
ocurrió inclusive en el erial espiritual romano de los primeros siglos,
cuando ya habían sucumbido los dioses trasplantados desde mundo helénico
y el cristianismo aún no conquistaba el alma de los pueblos. Allí
el hombre estuvo solo en el universo. Y es de ese tiempo que data todo el esplendor
que aún hoy podemos columbrar del inmenso imperio.
De esa desesperada lucha contra la realidad nació, a fin de cuentas,
el patrimonio cultural y espiritual de la Humanidad, el que ahora resulta dilapidado
con rapidez en una cultura uniforme y acelerada que tiene al zapping
como modalidad superior de apropiación. La imagen sustituye a la palabra.
La televisión al fuego.
La televisión es el fuego.
Se unifican los códigos, se globalizan los mensajes. La diversidad tiende
a ser arrinconada, cuando no aplastada.
CULTURA Y MERCADO
Cierto es que hay múltiples respuestas a la voracidad imperialista de
la uniformidad. Pero en general los aparatos culturales han respondido débilmente
al desafío. Cada día que pasa, esa debilidad se acrecienta. Podría
decirse que hay un pacto de sumisión que convierte a los creadores en
meros epígonos del discurso unívoco y centralista. Las respuestas
suelen ser marginadas e ignoradas. No hay lugar para ellas en la pasarela de
la cultura. Cuando una excepción ocurre, ese estómago de hierro
del mercado (que todo lo digiere con pasmosa facilidad), se encarga de neutralizar
la disonancia.
Michael Moore es prueba viviente de ello.
Problematizar la creación cultural significa, antes que nada, aceptar
su diversidad y sus desmadres. Releer Los Cantos de Maldoror implica
aceptar su horror, pero también buscar una cierta realidad allí,
donde nadie sospecha que pueda hallarse algo más que sangre y podredumbre.
Y esa búsqueda ha dado una y otra vez frutos magníficos. Dalí
es un hijo de Ducasse, o mejor aún, del Conde de Lautréamont.
Sus relojes derretidos, que anticipan a la teoría de Stephen Hawkins
sobre los agujeros negros, son ecuaciones alucinadas surgidas a partir de Maldoror
como problema no sólo estético sino también moral.
Ya los estoicos nos señalaban que todo dilema estético es también
un dilema moral. Digamos que la historia es vieja, pero nunca como ahora tantas
cosas estuvieron en juego en torno a estos asuntos. De forma extraña,
la masificación de los aparatos culturales no ha favorecido la diversidad
de señales y marcas, sino su uniformización. La fórmula
para ello resulta en apariencia demasiado simple para ser verdadera: el mercado
es el que manda, el que promueve, el que difunde e impone. Toda obra cultural
que se coloque al margen del mercado queda al margen de la sociedad misma. Lo
mismo ocurre con su autor.
El mercado también excluye. Y mata.
John Kennedy Toole se pegó un balazo. A Modigliani lo mataron de hambre.
A Roque Dalton lo asesinaron sus propios compañeros. Ibero Gutiérrez
apenas si pudo paladear sus veinte abriles.
Ellos fueron grandes problematizadores. El novelista norteamericano era un chico
molesto que iba de acá para allá con ''La conjura de los necios''
bajo el brazo, escarnecido por la suma infinita de rechazos editoriales
y burlas de sabihondos (digamos, en términos criollos, de ilustres ''profesoretes'').
El pintor italiano se marchó de este mundo a los 36 años, sin
que nadie entendiera esas caderas huesudas, esos cuellos de garza, esa extraña
desarticulación de la figura femenina. Roque Dalton soñaba en
clave libertaria y ese sueño le costó la vida. Ibero, nuestro
próximo prójimo pese a sí mismo, yace para siempre en las
praderas de la poesía, mientras sus asesinos aún pastan en los
jardines democráticos.
Onetti, que no quiso regresar al Uruguay ni siquiera muerto, nos mira desde
una pantalla al tiempo que juguetea con un revólver y su risa desdentada
nos acusa.
DILEMA MORAL
En el arte, en la creación cultural, como en todos los ámbitos,
el dilema entre sumisión y rebeldía no es político sino
moral. Desde la escritura, desde las artes plásticas, desde el mágico
granulado de una cinta cinematográfica, lo que debemos preguntar(nos)
es si resulta moralmente válido desproblematizar la realidad en aras
de la aceptación. ¿Resulta lícito sacrificar la sagrada
complejidad de la vida, del mundo, de los hombres y de todo cuanto nos rodea
en el altar siempre ardiente del reconocimiento y el éxito?
Asumir que la creación cultural es, ante todo, un dilema moral, es también
admitir que se trata de un problema. ¿Cómo escribir lo que siento
y hacerme entender? ¿Cómo cantar esa canción sin herir
los oídos de quienes me oyen? ¿Qué me espera al final del
camino, cuando todas las puertas se cierren ante mí? Esas son preguntas
que los creadores nos hacemos todo el tiempo. Y ante ellas vacilamos. Y en muchas
ocasiones nos dejamos engatusar por los cantos de sirena del mercado, del ranking,
del éxito.
Estos dilemas hacen a la creación cada día. Y lo que se produce
es fruto de ellos.
Tengo para mí que, en el fondo, la respuesta ha de ser siempre la más
desagradable de todas: acaso la mejor manera de escribir implica que no me entiendan.
Tal vez mi verdadera canción lastime los oídos de mi audiencia.
Sabido es que la producción del mundo que cada quien realiza, como suprema
maravilla de lo humano, cada día, en cada momento, es única e
irrepetible. Resistir a la tentación de integrarse mansamente es, cuando
menos, una posibilidad de resistir. Aunque nadie distinga el rostro del hombre
entre peces y cangrejos. Aunque muchos sigan opinando que las madonnas de Modigliani
tienen el cuello demasiado largo.
* © Sigma
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