Cultura
Obras que cruzan el charco

Mauricio Dayub: “La condición del actor tiene más de observar que de ser observado”

El actor, director y dramaturgo argentino, estrena en Uruguay El equilibrista, un premiado unipersonal en el que rinde homenaje a sus raíces familiares

28.08.2022 07:00

Lectura: 17'

2022-08-28T07:00:00
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Por Patricia Mántaras

Mauricio Dayub todavía puede caminar por las calles de Buenos Aires sin que lo reconozcan. En sus 40 años de carrera como actor, director y dramaturgo ha cultivado el perfil bajo con esmero, porque es en lo que ve, en lo que escucha en ese andar anónimo, que aparecen las historias que quiere escribir. Dice que los papeles que interpretó en la televisión (Gerente de familia; Poliladron; Tiempo final; Maradona, sueño bendito) nunca lo representaron, pero que fueron la plataforma de financiación del teatro que siempre quiso hacer, y que siempre hizo: “Nunca pude hacer lobby de nada, ni ir a esperar a alguien para pedirle, para rogarle. Lo que no era coherente conmigo no lo podía hacer”. Por eso, se fue de Santa Fe a Buenos Aires con un unipersonal de su autoría. No conocía a nadie, no tenía contactos y nadie quería apostar por él. “Construí un unipersonal para poder trabajar, y empecé a hacerlo en algunos lugares, donde podía”, recuerda. Así, fue construyéndose el camino: como actor, dramaturgo, director y hasta exhibidor, porque tiene una sociedad (titulada elocuentemente Sin Contactos Producciones) que es dueña de una sala, el Chacarerean Teatre, en Palermo. “Tiene ese nombre porque a los argentinos les gusta mucho que sea argentino, pero que suene de afuera. Y como a ese barrio le llaman Palermo Hollywood porque hay productoras —había dos productoras en esa época, y ya era Hollywood— entonces yo, haciendo una humorada, le puse así: Chacarerean suena de acá, y Teatre es en catalán”. 

Cuando tenía 29 años, hace más de 30, volvió de un viaje con un secreto. Todas las familias tienen el suyo, pero ser el único conocedor de esa verdad, además de su abuela, le pesaba. Esa revelación es el corazón de El equilibrista, el unipersonal que coescribió y que le valió, entre otros premios, el ACE de oro y la Estrella de Mar de oro a Mejor espectáculo y Mejor actor, y el Premio Konex de Platino en la disciplina Unipersonal. La obra ya viajó a Madrid y a Israel, y está previsto que llegue a Manfredonia, el pueblo donde empezó todo, de donde vino su abuela y donde están sus raíces. Del martes 30 al viernes 2 de setiembre desembarca con ella en el Teatro El Galpón, y viene con garantía: al espectador que no le guste, Dayub le devuelve su dinero. La misma campaña que ha hecho desde que empezó con la obra. Para eso, el actor se pone a disposición del público en el hall del teatro, pero el fin del acercamiento termina siendo un intercambio de historias familiares y un agradecimiento por esa revalorización de las raíces. Nunca le pidieron la devolución de una entrada.

En la obra cuenta que su abuelo decía que el mundo era de los que se animaban a perder el equilibrio. ¿Cuándo decidió perder el equilibrio y qué lo llevó a eso?

Entre los 18 y los 20 años tuve que perder el equilibrio para seguir mi corazón y no seguir respondiendo a un mandato familiar, a los condicionamientos sociales. Yo estudiaba una carrera universitaria que no me gustaba, pero tenía una cualidad: era muy educadito y me acostumbraba con facilidad a hacer todo lo que no me gustaba. Hasta que en un momento esa frase de mi abuelo me llevó a decir: tengo que enfrentar a mis padres y decirles que esto no es lo mío. En ese momento ya vivía en Santa Fe hacía tres años, y había empezado a hacer teatro. Y en mi interior el teatro iba por el ascensor y la facultad iba por la escalera.

En aquel momento la actuación era más un hobby, una actividad extra.

En realidad a los cinco años yo le dije a mi mamá que quería ser actor, y ella se rio muchísimo. Me llevó a la casa de una amiga y me dijo: decile lo que me dijiste que querés ser cuando seas grande. Y las dos se rieron. Entonces pensé: esto no lo digo más, esto produce risa. Por eso lo tenía contenido. A escondidas iba como oyente a la escuela de música y arte escénico de Paraná sin que mis padres supieran. Había que tener 17 años para que te inscribieran, y como yo tenía 13 le había tenido que rogar al profesor que me dejara escuchar. Cuando finalmente perdí el equilibrio revolucioné un poco mi mundo familiar y lo hice con mucha responsabilidad, porque detrás de mí otros dos hermanos decidieron dejar lo que estudiaban. Pero me sirvió para poder empezar este camino, que era el que quería desde chico.

Ya tiene varios unipersonales en su haber, pero este es especialmente demandante, porque usted es su propio utilero y trabaja con más de 25 objetos en escena. Tuvo incluso que aprender a tocar el acordeón y caminar por la cuerda floja. ¿Cuánto tiempo de preparación le llevó la obra?

Como un año y medio antes empecé a pergeñar el texto. Elegí dos autores jóvenes que admiraba mucho, porque eran los mejores exponentes de algo que (Julián) Kartun denominó micromonólogo, que es una escritura breve, de una página y media o dos, donde se pinta un universo, un paisaje, un personaje, y se cuenta una historia. Yo quería que el teatro que encarara tuviera menos palabras y más imágenes, y un contenido que el público se pudiera imaginar, más que trasladárselo a través de la dicción. Tenía la sensación de que el teatro, y sobre todo los unipersonales, se habían transformado en alguien que está parado arriba del escenario y habla, y cuenta, y yo quería sacar eso, quería celebrar esta pasión de casi 40 años que tengo por el teatro, y no me afloja. Pero una pasión por un teatro que fue el que me trajo hasta acá, el que me quedaba dos semanas en la cabeza, el que había visto y me ayudaba a transformar cosas que sentía, que pensaba; no un teatro solo de oír, de escuchar. 

¿Cómo termina cada función? ¿En qué estado?

Termino felizmente conmovido. Es un esfuerzo físico que me produce una gran satisfacción, y que en el fondo mejora mi vida porque me obliga a estar en condiciones. 

El equilibrista es una obra autobiográfica; habla de su familia y de sus raíces. ¿De dónde nace esta necesidad?

Siempre hice todo lo posible para que nadie me conociera. Soy de perfil muy bajo, y la exposición nunca fue lo que más me gustaba. Siempre creí que la condición del actor tiene más que ver con observar que con ser observado, y estar en el centro me alejaba de eso. Aún hoy creo que nadie me conoce, voy por la calle como si nadie me conociera, y eso me permite percibir cosas que me gustan para escribir. 

Esto (la obra) fue un poco por un momento que estaba viviendo, en que sentía que el mundo no valoraba lo que de verdad vale. El exterior nos ningunea todo el tiempo, nos exige cosas todo el tiempo, y entonces valemos más si vivimos en tal barrio, si tenemos determinado auto o si nos vestimos con determinada marca. Esa valoración del afuera me producía una sensación de injusticia enorme, y quise poner arriba del escenario lo que yo creo que vale de verdad, que es la vida de cada uno. Yo me había sentido personalmente demasiado ninguneado, sin que eso resintiera mi autoestima, por suerte. Pero quería comprobar que esto que yo sentía también le podía hacer bien a otros, porque debería haber otros en la misma situación que yo. Y tuve la suerte de dar con César Brie (director), y produje con él un encuentro único, porque los dos compartimos algo que yo hacía mucho que no compartía, y era la esencia del teatro. Entonces pude con él abocarme a lo que estaba necesitando, y por esas cosas misteriosas que tiene esta profesión decidimos con los autores, porque nos faltaba un rol femenino, poner una historia que yo había vivido hacía muchos años, cuando fui a filmar una película a Yugoslavia. Me habían dado dos días libres porque llovía, y decidí ir al pueblo de mi madre y mi abuela, Manfredonia, provincia de Foggia, al sur de Italia. Ahí me pasó algo que cambió mi vida, que cambió la historia de mi familia. Fue muy potente, porque descubrí que mi abuela ocultaba un secreto que nadie sabía, y cuando vine del viaje lo sabíamos solo ella y yo. Volví con la intención de unir eso que se había separado hacía 55 años, cuando mi abuela se vino con mi mamá de cinco años para que ella conociera a su papá. Durante muchos años no entendíamos por qué mi abuela era así, y la catalogamos de algo que no era. Mi abuela nunca iba ni a los cumpleaños, ni a los casamientos, ni a los bautismos. siempre decía: “Vayan que ahora voy”. Y hacía como que se vestía, y nunca aparecía. Con lo afectivo tenía una situación que no conocíamos. Ese segmento, que está dentro de El equilibrista y es el corazón del espectáculo, le dio sentido a todo lo otro que estábamos trabajando con los autores. Entró mi adolescencia, mi papá, mis tíos, y entró a tallar la historia familiar con esa veracidad potente que la ficción pule o hace brillar, pero con la gran diferencia de que es verdad, esto me pasó: yo subo a contar la historia de mi familia. 

¿Cuesta eso?

No. Me cuesta contarlo afuera, pero ficcionarla todas las noches y compartirla con el público me pone orgulloso y me emociona, porque mis abuelos fueron dos laburantes anónimos superhumildes, que hoy gracias a mi oficio representan a un montón de gente de distintas nacionalidades que vivieron lo mismo. Y me asombra y  me conmueve porque yo creía que ya se habían contado muchas historias sobre inmigración, que el espectáculo iba a ser para pocos porque ya se había hecho mucho. Pero darme cuenta de que un montón de gente necesitaba algo así, es genial. 

¿Qué pasa en el actor con una obra después de que se han hecho 500 funciones, como con El equilibrista, o como con Toc Toc, que después de nueve años en cartel tuvo más de 2.500 funciones? 

Los actores que conocía, que admiraba, me decían que no aceptara hacer tantas funciones porque la obra no iba a salir como debía. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que estaba repitiendo ya como pocos actores habían repetido, y empecé a darme cuenta de que antes siempre había tenido el incentivo de gustar, y por gustarle al espectador siempre tenía ganas de hacer la función. Pero cuando empecé a llegar todos los miércoles al Multiteatro y estaba vendido miércoles, jueves, viernes, dos funciones el sábado, dos el domingo, y la semana siguiente lo mismo, me di cuenta de que gustar no hacía falta, porque ya gustaba la obra. Entonces me tuve que ilusionar con otra cosa, sobre todo para poder hacer la segunda (función), porque la segunda es como si uno terminara de cenar en un restaurante con entrada, primer plato, postre y café, y le dijeran: pusieron un restaurante buenísimo enfrente, vamos a comer. “No, yo ya comí”. Pero empezás otra vez. El cuerpo te dice no. Y empecé a pensar distintas cosas, que era un jugador de fútbol vendido al exterior, y que cuando salía por el túnel a la cancha encontraba la tribuna con todos mis familiares, y la gente de mi pueblo que me alentaba; y yo frente a ellos no podía ser menos, tenía que salir como en la primera (función). Un día me encontré con Enrique Pinti en el bar de la esquina y le dije lo que me pasaba. Y él me dijo: A mí me pasaba lo mismo. Yo pensaba que estaba (Franco) Zeffirelli en el primer palco, que estaba (Federico) Fellini en el segundo, todos los directores que yo admiraba, y eso me ilusionaba para hacerla bien porque me estaban mirando ellos. 

Tuve que hacer eso para repetir, y aprendí ese arte de la repetición buscando dentro de mi cabeza. Porque cuando ya está lleno no hay nada concreto que te ilusione. El dinero no ilusiona, al menos a mí, si ya tenés para vivir, para comer, te guía otra cosa. Y aprendí esa manera de irme a un lugar donde tal vez el respeto por alguien del público, o la posibilidad de ayudarlo a cambiar algo, son más fuertes como para repetir y decir: no puedo fallar, tengo que dar todo. Si no, el público lo percibe. 

A su vez, hace poco se puso al hombro la dirección de Inmaduros, una apuesta teatral grande, con actores taquilleros como Adrián Suar y Diego Peretti, que es un éxito y sigue en cartel en Buenos Aires. ¿Le costó asumir ese desafío?

Pensé que no me convenía hacerlo. Estaba bien con lo mío, El equilibrista estaba en auge. De primera les dije que no, pero a la media hora de cortar me llamó mi representante, que además representa a los dos actores, y me dijo: Me acabo de enterar de que usted va a decir que no. “Sí, Pedro. Si llega a salir mal va a ser todo culpa mía. No quiero tener esa responsabilidad”. “Esto no se piensa”, me dijo. “Esto lo tiene que hacer, y tiene que ser un éxito”. Corté y la verdad que la seguridad del productor, la seguridad de los dos actores que me estaban convocando y la seguridad de mi representante, me hicieron pensar que, por lo menos, tenía que intentarlo. Fui como voy siempre al teatro independiente, y fue espectacular. La pasé tan bien que volvería a hacerlo, aunque dirigir es lo que menos he hecho en mi carrera. No me gustaba tener la última palabra, me gustaba más ser parte.

Ha trabajado bastante en la televisión, pero según ha dicho por lo general le ofrecían papeles que no lo representaban. ¿Siente que la televisión tiene una deuda con usted?

El lugar en el teatro me lo inventé yo, llegó por no cejar en el intento, por disciplina, por tenacidad. En la tele y en el cine hice los papeles que rechazaban un montón de otros actores, pero para mí era bastante natural porque a mí no me veían, nunca me vieron. Yo tenía 20 años, recién vivía en Buenos Aires, estudiaba teatro y era boletero de una sala. Se reunían productor y director a armar un proyecto y el protagonista era un pibe que tenía la misma edad que yo, hablaban de las características del personaje y yo decía: soy yo. Y tosía, codeaba, pero no me llamaban, no me veían; nadie confiaba como para darme la responsabilidad. Gracias a ese rechazo, a esa indiferencia, empecé a escribir, porque me di cuenta de que nadie me iba a ofrecer un proyecto. Y por esa razón una vez que lo escribí (el primer proyecto) tuve que producirlo, porque por más que hablé con algunos me decían: “No, pibe”. Siempre me decían :“Vos tenés que tener un contacto”. Por eso la sociedad que tiene mi teatro se llama Sin Contactos Producciones, porque lo hice sin tener contactos. 

Y la tele me encanta hacerla, el cine también, pero no quiero seguir haciendo lo que hice antes, sin resultado. En realidad, el resultado de lo que hice antes fue que con el dinero que obtenía en esos trabajos generaba el trabajo que a mí me gustaba. Pude comprar luces, sonido, equipamiento porque trabajaba haciendo esos roles que no sabían a quién darle y me los terminaban dando a mí. Esta cara de beduino que tengo no colaboraba (risas). 

¿Cómo fue interpretar al suegro de Maradona en la serie de Amazon Maradona, sueño bendito. ¿Tuvo algún significado especial?

Tuve la suerte de conocer a Maradona, de jugar un partido con él. Yo trabajaba en un programa en la tele y una de las actrices organizó un partido de fútbol a beneficio para operar a un chico de una familia muy humilde. Yo me había lesionado y me estaba recuperando, pero ella me pidió que fuera igual porque no sabía si iban a estar la cantidad de jugadores que necesitaban. Cuando estábamos por salir hacia el lugar avisaron que iba a venir Maradona, la gente se enteró y se llenó; se armó un quilombo tremendo. Entramos todos agolpados por el público a los vestuarios, a Diego le dieron una bolsa con las camisetas y él separó una roja al lado de él. Después tiró azul, azul, azul, y cuando agarró la roja me miró a mí y me dijo: vos. Y yo dije: juego con Maradona, ¿qué me importa estar lesionado? Empecé a calentar para jugar. Había grandes jugadores en ese partido, y grandes actores, pero todos parecían pollitos al lado del despliegue de Diego, que después de que repartió las camisetas se desnudó, se sacó todo, abrió la ducha, no sé quién le puso un whiscola en la mano, y él, mientras le caía el agua tomaba y decía: “Vos sos un hijo de puta, te escuché en la tele que dijiste tal cosa”, y “vos me debés el teléfono de no sé quién”. Sabía todo de los que estaban ahí. Salimos a jugar y yo iba a jugar atrás para defender, porque no podía correr por lo que me pasaba. A los cinco minutos Diego me dijo: “Quedate adelante”. El defensor que estaba conmigo me decía: “¡Bajá!”. Y yo: “No, Diego me dijo que me quedara acá”. Fue una experiencia extraordinaria porque esa fue la noche del jarrón encima, de Coppola, cuando lo detuvieron. 

Pero la serie también la acepté por las mismas razones por las que venía aceptando los otros (trabajos en televisión), no tiene ningún tipo de fuerza Coco Villafañe en la tira. Eran dos o tres escenas en cuatro capítulos de los 13 de la serie, no gravita para nada.

¿Piensa hacer en Montevideo lo mismo que en Buenos Aires, de saludar a la gente en el hall al terminar la función?

Sí, lo voy a hacer. Tengo un tema con el primer día, que me quieren llevar corriendo a una entrevista que sí o sí tengo que hacer, pero voy a tratar de empezar puntual y poder hacerlo. Pero seguro que miércoles, jueves y viernes lo voy a hacer, porque siempre lo hice, de alguna manera. Lo hago porque siento que la misión del teatro termina recién ahí, una vez terminada la ficción, persona con persona. El teatro es un juego al que nos sumamos de los dos lados. Yo digo: créanse esta ficción. Ustedes dicen: me voy a creer esta ficción. Ese intercambio final con la gente me parece fundamental. Me lo agradecen como diciendo: “gracias por ser como sos”. ¿Y cómo voy a ser, si no es como soy?

El Equilibrista, en el Teatro El Galpón. Del martes 30 al viernes 2 de setiembre a las 20 h. Entradas de 1.500 a 2.500 pesos por Tickantel.