Contenido creado por Gonzalo Charquero
Ana Jerozolimski

Escribe Ana Jerozolimski

Opinión | Una nueva bomba en medio de la polémica política judicial en Israel

La pregunta que divide a juristas y políticos es si la intención del plan de reforma judicial es corregir o destruir el sistema.

18.01.2023 18:29

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2023-01-18T18:29:00-03:00
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Estando ya Israel profundamente dividido en numerosos temas y siendo especialmente aguda la discusión sobre el plan de reforma judicial presentado recientemente por el Gobierno, este miércoles “cayó una bomba” que amenaza con agudizar las polémicas y dividir seriamente al pueblo.

La Suprema Corte de Justicia, reunida con 11 de sus 15 jueces, decidió por mayoría de 10 de ellos, que el nombramiento del jefe del partido ultraortodoxo Shas, Aryé Deri, como Ministro del Interior y Salud, fue “extremadamente irrazonable”, debido a las reiteradas ocasiones en las que fue condenado por delitos, la más reciente de ellas hace menos de un año, en febrero del 2022, por evasión de impuestos.

El comunicado de la Suprema Corte determina explícitamente que “el primer ministro debe defenestrarlo”.

Otro de los argumentos planteados es que, en el último juicio, Deri confesó sus crímenes en el marco de un acuerdo de culpabilidad y dio a entender al juzgado que se retira de la política, lo que luego no cumplió, alegando que nunca se había comprometido a ello.

La gran pregunta es qué hará el primer ministro Netanyahu, que sin el partido Shas de Deri —el que sostiene que él es su único líder— no tiene coalición. El dictamen de los jueces es contra Deri por sus actos, no contra su partido. Pero su rol en este es el de líder indiscutido, al que nadie aceptará ni concebirá siquiera sustituir.

Por ley, Netanyahu tiene que cumplir con la orden de la Suprema Corte y no está claro qué maniobra política puede encontrar para salvar su coalición. La alternativa, no acatar la decisión de los jueces supremos, agrava el riesgo de crisis constitucional.

Pero más allá de esta coyuntura política, lo más preocupante es la tensión interna y el hecho que la decisión de la Suprema Corte, evidentemente principista, no calma los ánimos sino todo lo contrario: agrava el enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Judicial. Este gira en torno a la dura crítica del Gobierno, a través del plan de reforma judicial presentado por el Ministro de Justicia, sobre la alteración —según alegan— del equilibrio entre el Parlamento y la Suprema Corte.

Justamente, uno de los puntos que el nuevo plan quiere cambiar es el poder que tiene hoy la Suprema Corte de cancelar una decisión gubernamental con el argumento de que “no es razonable”, lo que hicieron los jueces este miércoles.

Afirmando que el equilibrio de poderes normal en democracia ha ido siendo alterado desde hace años porque —según sostiene— la Suprema Corte de Justicia ha ido tomándose atribuciones que la ley no le dio, el flamante Ministro de Justicia Yariv Levin, con el apoyo del primer ministro, lanzó días atrás un plan de reformas en el sistema judicial, que sus críticos consideran peligroso para el régimen democrático.

“Esto no es una reforma para corregir sino para hacer trizas al sistema”, declaró días atrás Esther Hayut, presidenta de la Suprema Corte de Justicia de Israel, en un discurso sin precedentes de crítica directa al ministro de Justicia. Este no se quedó atrás y la acusó directamente de hablar como una figura política de la oposición.

No es casualidad que el presidente del Estado Itzhak Herzog, que trata de facilitar un diálogo desde una postura nada sencilla, haya hablado del riesgo de una “crisis institucional histórica”.

De fondo hay una lucha de poder, pero no meramente de influencias. Es producto de un proceso que comenzó hace aproximadamente 30 años, cuando el entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia Aharon Barak lanzó un enfoque revolucionario, que paulatinamente fue ganando terreno, según el que prácticamente cualquier tema puede ser presentado a decisión de los jueces supremos. El problema central es que, aunque no hay una ley que lo haya determinado explícitamente, la Suprema Corte ha abolido aproximadamente 30 leyes en todos estos años que consideró inconstitucionales, impropias, supuestamente avasalladoras de los derechos del ciudadano o irrazonables. Es clave hacerlo, sostienen, para frenar posibles atropellos del poder, sea quien sea el que está en el gobierno y sea cual sea la minoría afectada.

Esto creó lo que el actual oficialismo, con el apoyo del primer ministro Netanyahu a la cabeza, sostiene es una situación de exagerado poder en manos de la Suprema Corte, de modo perjudicial para la Kneset, Parlamento, cuyos miembros son electos por el pueblo.

En realidad, no es probable hallar hoy en Israel juristas que no aleguen que es necesario hacer reformas en el sistema judicial israelí, reformas de fondo, no solamente corregir procesos lentos por los que lleva mucho tiempo terminar un expediente. La pregunta que divide a los juristas —y ni que hablar de los políticos— es si la intención del plan es corregir o destruir el sistema.

Uno de los problemas es la intención de promulgar una enmienda a una de las leyes básicas de Israel, que permita que por una mera mayoría de 61 diputados, o sea la mitad más uno del Parlamento, se pueda cancelar una decisión de la Suprema Corte de abolir una determinada ley.

Otra se refiere al deseo de determinar que los asesores jurídicos de los ministerios sean puestos de confianza, lo que amenaza con politizarlos. También se pretende cambiar la composición de la comisión que elige a los jueces supremos de modo que haya mayor presencia de políticos, con el riesgo claro que ello supone. Y más.

Según la temperatura de la calle israelí, no son pocos los ciudadanos preocupados. El sábado pasado, más de 80.000 personas se reunieron en Tel Aviv a manifestar contra el Gobierno, mientras otros miles lo hacían en Jerusalem, Haifa y Modiin. Sostienen que no cesarán de protestar, afirmando que “es nuestra responsabilidad, cuidar a Israel”.

No tenemos dudas que en el plan de reforma judicial hay elementos preocupantes que convertirían a Israel, de concretarse, en una democracia más conservadora, menos liberal. Aumentar el peso de los políticos en el nombramiento de los jueces, no es positivo, por referirnos a solamente un ejemplo. Pero Israel no dejará de ser una democracia. La discusión actual no la convierte en una dictadura, ni en un régimen fascista ni nada similar siquiera.

De todos modos, no menos preocupante nos resulta la división interna, el “ellos” y “nosotros” que separa hoy a la opinión pública israelí.


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