Contenido creado por Nicolás Delgado
Daniel Radío

Escribe Daniel Radío

Opinión | Salud, Maestro

Lo único que logramos postergando las renovaciones es que, cuando acontecen, son más traumáticas y les agregamos dramatismo innecesario.

19.11.2021 20:27

Lectura: 8'

2021-11-19T20:27:00-03:00
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El maestro Oscar Washington Tabárez se equivocó. Sin lugar a dudas, fueron desgraciadas sus palabras al finalizar el encuentro donde caímos derrotados frente a la selección de fútbol de Bolivia. Pero, además, parece ser una opinión bastante generalizada, tanto del periodismo especializado como de muchos opinadores en las redes, que últimamente, el maestro no lo estaba haciendo tan bien, como director técnico y como seleccionador del combinado celeste.

Esta confluencia de desaciertos, declaraciones desafortunadas, y desaprobaciones crecientes, a la que se agregaron los malos resultados en las lides deportivas y una sensación de impotencia dentro de la cancha y de desesperanza fuera de ella, habían llevado al señor director técnico de nuestra selección mayor de fútbol a colocarse en una posición en la que, muchos de nosotros, jamás hubiéramos querido verlo. Enfrentando las entrevistas de manera desafiante, reclamando un reconocimiento que no puede imponerse cuando no llega, ni es objeto de negociación. Y, en términos generales, más allá de su voluntad o de sus intenciones, trasmitiéndonos desánimo.

Como una consecuencia directa, aunque no obligada, que agrava todo lo anterior, la selección uruguaya de fútbol se encuentra en una posición sumamente rezagada en la tabla de posiciones de este torneo clasificatorio, lo cual compromete seriamente nuestras posibilidades de participar en el campeonato mundial de fútbol a celebrarse en Qatar el próximo año. Ojalá me equivoque.

Pues bien. En lo que me es personal, estoy convencido de que, sin desmedro de las responsabilidades individuales que correspondan, a esta situación se arriba también como consecuencia de factores extra deportivos y que, otra vez tienen que ver, cuándo no, con esa circunstancia desgraciada de estar fogoneando una división entre los orientales, en dos bandos enfrentados irreconciliablemente.

Negamos la grieta, al mismo tiempo que nos cavamos la fosa.

No es un problema exclusivamente técnico. Hay cuestiones que tienen que ver, por ejemplo, con el estado de ánimo de la población que se identifica (o que sería deseable que se identificara) con la selección nacional de fútbol. Hay ciclos exitosos y de los otros. Hay popularidades cambiantes. Y hay modificaciones, decisiones técnicas, tácticas o de los estamentos políticos (también en el fútbol) que deben proponer alternativas cuando las cosas no van bien. Y hay relatos que anticipan y ayudan en la construcción de esas realidades alternativas. O que, por el contrario, la postergan.

El maestro Oscar Washington Tabárez no debió haber llegado a esta situación. Claramente debió haber sido sustituido con anterioridad. Por un lado, para intentar cambiar el rumbo, que todo parecía mostrar que no era el más deseable para nuestra suerte deportiva. Por otra parte, para demostrarnos, además, a nosotros mismos que no estábamos ni encaprichados ni resignados.

Pero, por encima de esto, para protegerlo. Para mantener su persona y su imagen en el sitial de privilegio del que nunca debió haber salido. Porque aquella imagen era merecida y nos hacía bien a todos. Porque nunca debió entenderse que su salida de la dirección técnica debía ser vivida como una derrota. Ni siquiera en lo personal. Pero en eso la transformó nuestra incapacidad de gestionar adecuadamente este asunto.

Y claro, cuando en vez de leerse como un proceso casi natural de recambio en aquellos momentos en que las cosas no salen bien, se le interpreta como una cuestión con aristas éticas; cuando parece que ya no hablamos de gestión técnica deportiva sino de la moral de las personas, entonces lo que hacemos es cargar sobre la espalda del principal protagonista una mochila de dolor que no se merece. Porque eso nos conduce a una pendiente. Y está claro que, más amargo habrá de ser el sabor al bajar por la pendiente, cuanto más se ha saboreado la dulzura de la cumbre.

Una vez más, no pudimos gestionarlo con madurez. Y esto no es exclusivamente una derivación de su voluntad personal o de su empecinamiento. Es también la consecuencia de la necedad colectiva que nos es propia.

Se dijo, ¡cómo vamos a sacar al maestro, que nos ha conducido a tantos triunfos! ¿Y por qué no? ¿Es que era tan difícil de entender, que el hecho de que la selección dirigida por el maestro nos hubiera proporcionado tantas consagraciones como festejos, no transformaba el cargo ni la responsabilidad de la dirección técnica en una suerte de monarquía vitalicia?

El mejor arquero que mis ojos, aún de niño, vieron bajo los tres palos, se llamaba Ladislao Mazurkiewicz, y sus intervenciones, algunas casi mágicas, llenaron de alegrías a los fanáticos de aquellos clubes a los que le tocó defender. Pues a nadie se le hubiera ocurrido rasgarse las vestiduras, porque en un determinado momento, se entendió que ya no debía ser convocado a participar de la selección nacional de fútbol.

En el año 2011, ya hace 10 años, en relación al seleccionado entonces ganador, escribíamos: “mañana podemos perder. Es importante tenerlo presente. La humildad no sólo es un atributo elogiable que ostenta esta querida generación de futbolistas. Es, además, la mejor forma de estar preparados para lo que vendrá. Porque debemos estar preparados para recibir la derrota. No con resignación, ni con pesimismo, ni con rebeldía, sino con el convencimiento de que, en una justa deportiva, sólo algunas veces se gana. Y las otras, se pierde”.

En el caso del maestro Tabárez, en cambio, transformamos su permanencia o su alejamiento del cargo, de lo que debió ser un asunto meramente de gestión, procurando lo más conveniente para nuestros intereses deportivos, en una cuestión de principios. En una victoria o una derrota trascendente para la facturación de presuntas cuentas pendientes entre los uruguayos. Entre otros uruguayos.

El colmo del desprecio hacia Oscar Washington Tabárez se hacía evidente en aquellos momentos en los cuales despuntaba, de forma más o menos expresa, que el argumento subyacente, de unos y de otros, para justificar su permanencia, o no, en la conducción técnica del seleccionado de fútbol, era su identificación político partidaria. Ahí quedaba demostrado hasta la saciedad que, mucho más que la figura y, sobre todo, que la persona del maestro, lo que les importaba a los contendientes en el debate público era, una vez más, la alabanza del propio ombligo, que supuraba rencores arrastrados. Lo que además motivaba, ante cada postergación de la sustitución, el agravio desmedido e impropio de los unos. La falta de respeto. Y el bardeo autodegradante de los otros. De los que, a falta de argumentos, no hacen más que bardear.

Lo que subyacía a la obcecación por mantener a Oscar Washington Tabárez al frente de nuestra selección nacional de fútbol a cualquier costo, era también la desnaturalización de su rol y de su imagen. Para mucha gente el maestro pasó de ser el director técnico ejemplar que fue en su momento, a ser un arma arrojadiza, con la cual unos pretendían agredir, a través suyo, a un tramo de la historia de la que renegaban, mientras que los otros proferían una especie de proclama manriquiana de nostalgia imperecedera, una exhortación a morir abrazados a una quimera y, al mismo tiempo, una convocatoria a resistir, cueste lo que cueste, como si pudiéramos impedir que en esta margen del río, el devenir deportivo, la naturaleza o la biología, vengan a hacer de las suyas.

Ya hemos visto en otros ámbitos del quehacer de este país ese aferramiento con uñas y dientes, tan conservador y tan uruguayo, valga la redundancia, a un pasado supuestamente reeditable. Y a aquellas personas, verdaderos emblemas, a los que, en lugar de cuidar en su vigencia simbólica y colocarlos en un lugar destacado de nuestra memoria colectiva, los obligamos a protagonizar liderazgos con los que no siempre pueden lidiar de la mejor manera.

Pero una y otra vez les justificamos en sus desaciertos, a veces groseros, y torcemos y comprimimos la realidad, y reinterpretamos los hechos porfiadamente para que quepan, machucados y a la fuerza, en los recovecos de nuestros propios prejuicios. Y vamos editando esa vergonzosa versión oriental del culto a la personalidad vernácula que desnuda nuestra incapacidad de permitir la emergencia de nuevos y renovados liderazgos y que acaba siendo un culto perpetuo al inmovilismo. A la eterna noche de la nostalgia, renovada cada víspera de nuestra fecha patria.

Lo único que habremos logrado postergando las renovaciones es que, cuando finalmente acontecen, son más traumáticas y les agregamos una dosis de dramatismo que es innecesaria. Pero, además, mientras tanto, obstruimos el advenimiento de nuevos y necesarios protagonismos. Algunos de ellos, como consecuencia de los amagues y de las postergaciones crónicas, posiblemente jamás tengan su oportunidad. Y colectivamente, seguro habremos perdido. Independientemente de los resultados circunstanciales. Dentro o fuera de la cancha.

En cualquier caso, salud, maestro.