Por Fabián Rojas@faborojas | y Federica Bordaberry | @federicaborda |

Existe una mirada experta de las cosas. Existe, también, que un periodista, alguien que se dedica a escribir y a encontrar las expresiones más exactas, use la palabra “cosas”, a pesar de su inexactitud. Existe querer representar, de alguna forma, la amplitud, la variedad, el todo sin unidad. Existe que, con “cosas”, un periodista se refiera a áreas de estudio u obras artísticas en cualquier formato.

Entonces, existe la duda de si al arte, a esas cosas, no deberían analizarlo quienes, en cierto sentido, lo hacen. Quienes tienen la experiencia intrínseca de hacer arte, de conocer los procesos detrás de ese rubro. Quienes conocen desde adentro y quienes, en definitiva, tienen alguna idea de qué es cuestionable y qué no lo es.

En este caso y para este texto, ese rol lo cumpliría un director de cine.

Pero también existe la duda de si al arte hay que verlo, también, desde afuera, cuestionarlo desde afuera, encontrar preguntas que ni el propio arte se hace, colocarlo en un contexto.

En este caso y para este texto, ese rol lo cumpliría una o un periodista. Será una.

Según lo dicho por Cinemateca, a cien años del nacimiento del escritor argentino Antonio Di Benedetto, decidieron invitar a Lucrecia Martel, la directora de cine también argentina que hizo uno de los tantos intentos por llevar al cine la novela Zama (1956), esa que lo catapultó al éxito.

El viernes 1 de julio a las 19:30 horas, se presentó en Cinemateca y conversó con María José Santacreu, coordinadora del lugar. En una charla que duró treinta minutos, conversaron sobre el pasaje a la pantalla de la novela de Di Benedetto.

Al día siguiente, el sábado, Lucrecia Martel daría una masterclass en la Escuela de Cine del Uruguay (ECU). Algo que ella llamaría nada más que “charla” porque el otro término le da, incluso, vergüenza.

En ese marco, entonces, es que un director de cine uruguayo escribirá sobre lo que escuchó en Cinemateca y sobre lo que reflexionó a partir de Zama. En ese marco, también, es que una periodista uruguaya (sus comentarios estarán en itálica, a diferencia del texto escrito por el director) comentará lo que escriba este primero, como forma de complementar la mirada interna con la externa. Como una forma de lograr una mirada experta de las cosas. De esta cosa, de este fenómeno, de este cine, llamado Lucrecia Martel.

En escena había truenos.

Se avecinaba una tormenta.

Había adultos mayores borrachos, al lado de una piscina, caminando como zombies.

Era verano.

Unos niños intentaban cazar un toro.

Al mismo tiempo, unas niñas preadolescentes dormían la siesta en su casa de veraneo.

Una mujer, mayor (Graciela Borges), cae, borracha, y se corta con una copa de vino.

Comienza el drama.

¿A dónde iba a ir todo esto?

Los primeros minutos no entendía qué tipo de película estaba mirando. Esa fue la primera que vi de Lucrecia Martel: “La Ciénaga” (2001).

No solo fue la primera película vista por él, sino que además fue la primera película de Lucrecia. Luego vino La niña santa, en 2004, y más tarde La mujer sin cabeza, en 2008. 

Hasta un tiempo después no lograba comprender del todo su forma de contar historias. Como director y guionista me pareció que esa cotidianeidad mezclada con género y, a la vez naturalista, es inconcebible y totalmente transgresor.

En una nota con el medio Notimérica, Lucrecia Martel dijo: "Ver una película no depende en absoluto del argumento. ¿Sabés cuándo vas a ver una de ciencia ficción, por ejemplo, y salís pensando en algo sobre ti mismo? Esa es la intención. Si ves una película y solamente pensás en ella, fracasó su historia”.

En otro sentido, cuando a David Foster Wallace se le preguntó de qué trataba la literatura, en general, él respondió que tiene que ver con “ser un maldito ser humano”. Esto no lo dijo, pero lo dejó entredicho, que hay algo universal en la experiencia de ser uno que, cuando es expresada de forma honesta, llega a ser todos y uno al mismo tiempo. Esa es la intención, por ejemplo, de géneros como la autoficción, que parten de la base de que una experiencia personal, siempre y cuando sea honesta, puede traspolarse a una universal.

Y, si la historia permanece solamente en ser historia, en ser argumento, es ahí donde pierde su universalidad. Donde pierde su ser artístico.

Ahí entendí cómo funcionaba su lenguaje cinematográfico. Que iba más allá de las herramientas prácticas del cine, del simple manejo de la imagen y sonido como lo conocemos. Que su construcción es completa y global, y resalta porque es diferente a otras.

Es la frase más certera que puede decir una persona que se dedica a querer cambiar el mundo, a incomodar, a hacer pensar y a reflexionar. De eso se trata. Eso es lo que diferencia una obra de arte de una distracción hedonista, que pululan en todo momento en nuestros tiempos.

Mucha personas se acostumbraron a esquivar este tipo de películas, excusándose con “no quiero ponerme mal” o “no quiero pensar cosas malas”, cuando debería ser una obligación.

Es conocido ya el concepto del “otro” en la filosofía y en la psicología, en el sentido de que uno es definido a partir de la existencia de otro. Que uno marca límites de qué es ser uno, cuando existe otro, cuando ese otro también tiene sus límites.

Eso, puesto de forma simbólica, tiene que ver con el yin y el yan, en un sentido de composición. No existe una forma sin la otra y cada una, blanca y negra, marca sus límites en su color. En el área que representa y el que no representa. Eso es ser uno, un equilibrio (perfecto e imperfecto) entre dos opuestos, entre felicidad e infelicidad.

Lo que sucede cuando la persona, sea el consumidor, el espectador, o el rol que ocupe, no conecta con eso “otro”, con el “ponerse mal”, por definición y por esencia tampoco podrá ser feliz. Es que no existe el uno sin el otro, según teorías de lógica y de psicoanálisis (tanto freudianas como no freudianas).

Este “Acid Western”, como lo define Jarmusch, y con una música psicoldélica hecha por Neil Young, tiene tintes cercanos a Zama. No solo porque rompe con el clásico género western, que es hasta por momentos racista, sino que también crea un mundo que no es ni uno real, ni uno onírico.

Esto mismo es lo que logra Martel con su película, generar un mundo intermedio, “dudoso”, diría ella.

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