¿Estás entre esas personas que piantan un lagrimón cada
vez que ven un Atari, una botella de leche de vidrio o se
encuentran en el altillo con los restos del Simon?

En nuestro espacio clásico de Qué es de la Vida, abrimos
una sección destinada a recordar y repasar la historia de
los objetos que marcaron parte de nuestras vidas y
desaparecieron con los años.





 
 
 
  El yo-yo  
  Desde el profesional yo-yo Russell hasta llegar al de Horacio y Gabriela, rendimos honor a un objeto que se resiste a la extinción.


Antes de comenzar, una reflexión que compartimos con Mónica, una lectora. Los fabricantes de productos infantiles, ¿creían que los niños de antes teníamos problemas de aprendizaje? ¿Buscaban recordación de marca o sólo estaban plenamente convencidos de nuestra total imbecilidad para memorizar los nombres de los juguetes? Bata-bata, lango-lango, boing-boing, hula-hula, goma-goma... ¿tenían que repetir todo como si fueran los primos de Shaka Zulú, subestimando nuestra capacidad para aprender un nombre más elaborado y que no apelara a la lógica repetitiva de nuestros dos o tres años? Es decir, cuando uno crece deja de decirle guau guau al perro, popó y pipí a lo que hace en el baño, no llama a una automotora para comprar un tutú o se convierte en un estudioso de los pío-pío. ¿Por qué habría de hacer otra cosa tratándose de juguetes?

El yo-yo obedece aparentemente a la misma lógica, pero tiene un origen muy distinto. Yo-yo significa ven-ven en tagalo (una lengua nativa de Filipinas), ya que era usado en este país hace cientos de años con un objetivo diferente al que le conocemos. En vez de divertir a grandes y chicos, los tagalos usaban el yo-yo para partir la crisma a los animales o enganchar sus patas, al estilo de las boleadoras de los gauchos. Jugar con uno de ellos -con bordes cortantes y cuerdas largas- podía dejarte la mano peor que la de Freddy Kruger. Recién se convirtió en un juguete en la Europa del siglo XIX, aunque la producción industrial de los yo-yo comenzaría en 1920 gracias a Pedro Flores, un inmigrante filipino en Estados Unidos. El que se llevó la plata, como sucede tantas veces, no provenía de la tierra de los inventores del juguete. Fue el estadounidense Donald Duncan, que compró los derechos, lo convirtió en una marca de mercado y le dio la forma que todos conocemos hoy en día.

Para todos aquellos que desconocen al yo-yo (o sea, aquellos que no salieron del sótano hasta los 15 años) aclaremos que se trata de un disco de madera (o plástico) con una ranura profunda alrededor de la cual se arrolla un cordón. Al otro extremo se anuda el dedo y mediante hábiles sacudidas se hace subir y bajar el disco, logrando los más expertos cumplir toda una serie de peripecias.

Los uruguayos recuerdan varios tipos de yo-yo que se metieron en el corazón de los niños, aunque hay dos que lograron mayor popularidad. El primero de ellos era el "Yo-yo Russell Profesional", macizo, contundente y que le pasaba el trapito a todos los otros yo-yos que andaban por la vuelta. ¿Adivinen quién supo promocionarlo en Uruguay, hace como 30 años? Tres opciones: a) Juan María Bordaberry b) Cacho Bochinche c) Julia Moller. Bingo. Acertaron, como no podía ser de otra manera.

El yo-yo Russel venía en varios diseños y colores, despertando tal fanatismo en niños y adolescentes que se organizaban campeonatos amateurs y también oficiales, a menudo emitidos en la TV. En estas competiciones, los hábiles prestidigitadores del yo-yo debían cumplir una serie de pruebas: el Dormilón, Paseando el perrito, Media vuelta, La cerca, Catarata, El trébol, La vuelta al mundo y otros ejemplos imaginativos que, en nuestra modesta opinión, requerían generalmente más dedos en las manos de los permitidos por la genética humana. Los concursos más recordados eran los que organizaba Cacho en su programa (le erraste, Bordaberry andaba ocupado con otros asuntillos), que revelaban a verdaderos freaks del yo-yo.

En 1990, cuando el "legítimo Russell", de "pura calidad", estaba desapareciendo, llegó una segunda oleada de popularidad del yo-yo gracias a una pareja de animadores infantiles recordados por todos: Horacio y Gabriela. Esta dupla, creadora de "Requetedivertidos", encontró tiempo para promocionar con total éxito -entre un alfajor Portezuelo y otro- los yo-yo de Horacio y Gabriela.

Si bien hicieron furor y eran económicos, estos yo-yo eran mucho más guerreros que los Russell y estaban hechos con materiales menos nobles. Quiero decir, si yo tenía un yo-yo Russell y vos llegabas con uno de Horacio y Gabriela, con todo el respeto y cariño que uno pueda tener por dicha pareja, era como si sacaras a pasear el fitito mientras yo estaba encerando al Rolls Royce.

Después de Horacio y Gabriela los yo-yos fueron entrando en decadencia en lo que respecta a su popularidad. Todavía se siguen haciendo y muchos niños juegan con ellos, pero no al nivel masivo de 15 años atrás. Los Russell son más difíciles de encontrar (en las subastas de Internet alcanzan los 20 dólares) pero cuando algún nostálgico padre desempolva su viejo yo-yo para mostrárselo a sus hijos, su superficie lustrosa vuelve a brillar con orgullo. Basta con que los dedos toquen al Russell para que renazca la magia de un juego verdaderamente adictivo.