La verdad oficial acerca de las últimas jornadas de Benito Mussolini
comienza cuando el 25 de abril, el duce abandona Milán en dirección
a Suiza. Le acompaña su fiel amante con quien pasa la noche en Menaggio
para reemprender la marcha al otro día. Mussolini decide disfrazarse
de soldado alemán y es aceptado en un convoy germano que regresa a Alemania.
El 27 de abril, una patrulla de partisanos detiene al convoy y procede a revisarlo,
cuando uno de estos apodado Bill reconoce al duce y lo captura.
Siempre siendo fieles a la verdad oficial, el general Rafaelle Cadorna, ostentando
el rimbombante título de Comandante del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad,
transmitió esa noche telefónicamente la orden de ejecución
tras lo que se denominó por entonces ''un juicio sumarísimo''.
El día 28, cerca de las cuatro de la tarde un partisano nombrado como
coronel Valerio cumplió la orden y ametralló a Mussolini, y ya
que estaba también a Clareta Petacci, cuyo único crimen había
sido el de estar con el hombre equivocado en el momento equivocado. Ahora, ¿quién
era este supuesto coronel Valerio? Este es uno de los dilemas del que nos ocuparemos
en esta nota.
¿QUIÉN APRETÓ EL GATILLO?
Walter Audisio era diputado por el Partido Comunista de Italia. Este diputado
comunista reconoció por los años sesenta que Valerio era él
y que había terminado patrióticamente con la vida del maldito
dictador fascista. Puntualizó que se atascaron tanto su metralleta como
su pistola, y tuvo que recurrir al arma de Michele Moreti, uno de los dos partisanos
que le acompañaban. Audisio, hombre apacible, contable, dio por lo menos
cuatro versiones distintas, cometió numerosas contradicciones y demostró,
por lo menos, recordar muy mal aquel episodio.
Ya en aquellos días su tardía confesión levantó
cuantiosas incertidumbres. Algunos no creían que el general Cadorna tuviera
suficiente autoridad para ordenar la ejecución o el asesinato,
como prefieran- violando el pacto firmado con las fuerzas victoriosas, que instituía
la entrega de Mussolini, vivo, a las autoridades militares de los Estados Unidos.
La real autoridad partisana en esa zona estaba a cargo del conocido por todos,
Sandro Pertini o en todo caso de Luigi Longo, futuro secretario general del
PCI. Algunos investigadores pensaron que cualquiera de ellos podía haber
ordenado la ejecución sumaria y hasta ejecutarla en persona. Debido a
la posterior trayectoria política de ambos, es que el asesinato de Mussolini
era atribuido al ya fallecido general Cadorna y al modesto militante Audisio.
Por otro lado, el diputado comunista Massimo Caprara, secretario de Palmiro
Togliatti, afirmó que el hombre que empuñó el arma homicida
fue un tal Aldo Lampredi, un oscuro funcionario del Komintern a las órdenes
directas de Moscú. Otra explicación nos habla de un tal Max Salvadori,
agente enviado por Churchill para recuperar los documentos que demostraban los
contactos entre Mussolini y el viejo conductor del Partido Conservador británico.
Los asesinos de Mussolini no sólo acabaron con la vida del líder
fascista, sino que también se ocuparon de los archivos privados del duce,
que jamás aparecieron.
Lo que sí se sabe con precisión, es la trayectoria del cadáver.
Un grupo de partisanos lo trasladó por la madrugada a la plaza Loreto
de Milán (el mismo sitio donde dos semanas antes se había ejecutado
a 15 miembros de la resistencia). A eso del mediodía, los cadáveres
de Mussolini, Petacci y cinco jerarcas fascistas fueron colgados en una gasolinera
y expuestos al escarnio público. Los cuerpos fueron civilizadamente tiroteados,
orinados, escupidos y golpeados por una multitud fuera de sí. El salvajismo
fascista densamente denunciado por los opositores al mismo, era asumido como
propio tanto por los partisanos como por los italianos allí reunidos.
Lo que quedaba de Benito Mussolini fue enterrado en un cementerio en Milán,
en una tumba anónima identificada con el número 384. El 23 de
abril de 1946, tres chiflados simpatizantes del fascismo robaron el cadáver
del cementerio, pero no supieron bien qué era lo que debían hacer
con él. El cadáver estuvo paseando por Milán durante unos
15 días dentro de la valija de un coche. El 7 de mayo, uno de los chiflados,
Doménico Leccisi, entregó el cuerpo, metido en una cajita (los
restos quedaron aún más mutilados), al padre Parini, del convento
de Sant Angelo. El pobre sacerdote informó al cabo de un tiempo
al arzobispo de Milán, cardenal Ildefonso Schuster, quien inmediatamente
dio conocimiento al gobierno.
Fue entonces cuando la Iglesia y el gobierno decidieron esconder el cadáver
en el convento capuchino de Cerro Maggiore, cerca de Legnano. El superior lo
ocultó bajo un altar y luego, a causa del mal olor reinante, en un armario.
Allí permaneció el fundador del fascismo hasta 1955, cuando el
gobierno finalmente consideró -siguiendo, aunque algo tardíamente,
las enseñanzas de Antífona- entregar los despojos del fundador
del fascismo a su familia. Mussolini permanece hasta ahora enterrado en el cementerio
de San Casiano.
¿Y LA SUPERIORIDAD MORAL?
Ahora bien. Dos consideraciones al respecto.
Esto es normal, ¿no? Que cada uno elija según su gusto ideológico
al asesinado de turno y lo ejecute, lo cuelgue en una plaza para que la gente
lo escupa y luego nadie dé ninguna explicación sobre el caso,
es perfectamente normal. ¿Dónde queda la superioridad moral de
las fuerzas aliadas frente a la barbarie nazi fascista? ¿Haciendo lo
mismo que ellos?. ¿Es correcto matar como a un perro a cualquier fascista
que encontremos? Aunque lo sean. Si la respuesta a estas preguntas es sí,
entonces debemos entender que lo que los fascistas hacían también
estaba bien. Si la respuesta es un no, entonces recién comenzamos a transitar
por el camino del Estado de Derecho, de los juicios con garantías y de
toda la institucionalidad que las democracias occidentales presumen poseer.
Cualquier asesino en serie debe poseer un juicio con todas las garantías
debidas. En caso contrario nos estaríamos comenzando a precipitar hacia
la cultura del linchamiento público o hacia la justicia por mano propia,
y desde allí, a la más absoluta arbitrariedad en materia de justicia
y de legalidad.
Así, los autores de la ''ejecución'' y las circunstancias
de la misma flotan todavía, ya pasados sesenta años en un espeso
misterio.
Guido Mussolini, de 69 años, con cuatro hijos y empleado de una fábrica
de quesos, es nieto del duce, y ha solicitado a la Fiscalía de Como la
exhumación del cadáver para tratar de descubrir la identidad de
los asesinos de Mussolini y para poner al descubierto el ensañamiento
inhumano con el que procedieron los mismos al exponer su cadáver ante
la turba.
Mientras tanto, la Fiscalía de Como ha abierto un expediente, pero asimismo
duda que la petición prospere dadas las numerosas amnistías aplicadas
sobre la turbulenta fase final de la guerra en Italia. Cabe destacar también
que otra de las nietas del dictador, Alessandra Mussolini, que encabeza una
formación política filo-fascista, se opone rotundamente a tal
cosa, argumentando que su abuela Raquel, esposa de Mussolini, quería
que dejaran en paz al cadáver de su marido.
Guido sostiene que existe un documento que puede ser de gran importancia para
revelar buena parte del misterio que envuelve a la muerte del líder fascista.
Mantiene firmemente que ''una filmación de dos minutos que recoge
el final de Benito Mussolini, permanece guardada en un archivo privado de Washington''.
Guido y sus abogados confían en conseguir esa supuesta filmación
y reabrir un caso nunca del todo cerrado. Pero obsérvese bien cuál
es el objetivo de este individuo: ''No quiero venganzas políticas;
sólo soy un nieto que quiere saber como murió su abuelo. No me
interesa que las responsabilidades penales hayan prescrito, para la verdad no
existe prescripción''.
Interesante ¿no? Veámoslo así. Al abuelo de Guido, Don
Benito, lo raptaron, lo asesinaron junto con su amante, luego lo colgaron de
cabeza en la plaza de Milán, donde fue escupido y tiroteado por una multitud
enloquecida. Luego de eso fue enterrado anónimamente sin la presencia
de su familia, y luego su cadáver sufrió los vejámenes
que ya hemos relatado. ¿Qué haría usted en el lugar de
Guido?
Lo que Guido quiere es simplemente saber cómo murió su abuelo,
dónde murió y quién fue el que lo mató. No pide
otra cosa. No aspira a poner en marcha procesos penales ni vulnerar algún
tipo de amnistía, sólo quiere conocer la verdad de los hechos
sobre la muerte de su abuelo. ¿No le suena parecido a algunos episodios
que se vienen sucediendo en el Uruguay hace ya algún tiempo?
¿Estaría usted dispuesto a que Guido sepa la verdad sobre la
muerte de su abuelo? ¿O es que no se lo merece dado que su abuelo era
un perro fascista y probablemente Guido también?
Si su respuesta es sí, entonces usted ha aprendido de la historia y
tiene una civilizada apreciación de lo que significan los derechos en
serio, la persona humana, y el sentido de una justicia entendida como un conjunto
de derechos y garantías para un juicio justo. Tanto yo, como usted, como
Stalin, o como Mussolini, debemos tener derecho a un juicio justo con todas
las garantías, no importa los crímenes que hayamos cometido. Ese
es precisamente uno de los mayores logros del llamado Estado de Derecho, instaurado
hace ya un tiempo en las democracias occidentales.
Ahora, si su respuesta es no, entonces su visión de la política
y de la justicia permanece anclada en el período de la guerra fría,
y aún debe reflexionar un poco más sobre la importancia de separar
la ideología de la justicia y dejar de lado nuestros prejuicios ideológicos
cuando se trata de preservar un elemental respeto por la persona humana, por
la verdad, y por la justicia.
* Pablo Ney Ferreira es candidato a Doctor en Ciencia Política; Universidad
Complutense de Madrid
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