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  EL ÁRBOL DEL PRADO
 



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EL ÁRBOL DEL PRADO


Se conocieron entre los árboles de los campos del Prado. Él pertenecía a una clase social muy baja, pero ella era adinerada, hija de una familia de alcurnia. En la época en que les tocó vivir, la década del 30, su joven edad y la diferencia social que los separaba convirtió su relación en una situación prohibida de antemano.

A pesar de ello, sus encuentros furtivos fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Paseaban a la sombra de los árboles de un arroyo Miguelete aún cristalino, bordeando luego los parques y las rosaledas del antiguo hotel del Prado. Con el verde de un barrio sin mancillar como telón de fondo, fue creciendo una pasión tan prohibida como inevitable y que jamás pudieron disimular.

Poco a poco, a medida que la relación se hacía más evidente, su presencia allí fue una mancha incómoda para una sociedad conservadora, encorsetada y llena de prejuicios. En el vecindario corrieron rumores sobre ambos, transformados luego en una serie de chistes maliciosos. Como resultado, los jóvenes sufrieron el escarnio público y una censura violenta por parte de sus padres, inmersos en el corrillo hipócrita de chismes barriales. De un modo shakesperiano y melodramático, la familia de la joven prohibió terminantemente que volvieran a verse, intentando generar en la pareja un sentimiento de culpa y una profunda vergüenza.

Un día de primavera, los jóvenes volvieron a verse por última vez en el Prado, cuando el sol caía y las sombras de los árboles jugaban con la vieja fachada del hotel. Sabían que el suyo era un vínculo que no podían mantener, y antes de perder para siempre la relación que había pasado a constituir el sentido último de sus vidas, decidieron acabar con su existencia. Se suicidaron juntos, al pie de uno de los tantos árboles, donde fueron hallados recién a la madrugada siguiente.

El árbol aún sigue en pie en esa zona del Prado, y aunque cuando despunta la mañana es imposible identificarlo, narran los vecinos que al caer la tarde, si uno se acerca lo suficiente, pueden escucharse los suspiros finales de los jóvenes amantes. Por las noches, algunas veces, aparece extrañamente iluminado y quien pasa por allí tiene la inquietante sensación de que alguien o algo lo observa, y que no es sólo el árbol lo que respira en esa zona mágica del Prado.
(Gracias a Carolina, y especialmente a Néstor Ganduglia y Guillermo Lockhart, de “Voces Anónimas”)



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