12 de octubre de 1492: el encuentro de dos mundos
Cuando Cristóbal Colón arribó con sus naves a la isla de Guanahaní, comenzó un proceso de relación entre dos mundos compuestos por sociedades muy diferentes: el europeo y el americano.
Hasta entonces –y han pasado desde aquel momento 509 años– los europeos desconocían que existiera el continente que luego habría de llamarse América. También los habitantes de estos lugares ignoraban que el mundo comprendiera otros continentes igualmente poblados. En Europa, en esa época, no se tenía una idea clara de la forma esférica de la Tierra, aunque algunos –como Colón– lo sospechaban, basados en estudios anteriores. Se creía que el mundo era plano como un plato y por lo tanto, que si los barcos se aproximaban a su borde, se despeñarían en un abismo terrible. Se sabía que se podía viajar desde Europa al Asia bordeando el áfrica siguiendo después hacia el Este. Colón pensó en alcanzar la zona oriental del Asia –Catay y Cipango, como se llamaba por las referencias de Marco Polo a la China y el Japón– navegando hacia el Oeste, acortando así el camino; Colón no sabía que por medio de ese trayecto se encontraba otro continente. Como una comunicación más fácil con los lejanos países del Asia proporcionaría grandes ventajas comerciales, Colón presentó su plan a varios monarcas europeos, pero éstos lo rechazaron por considerarlo irreal. Finalmente, los reyes de España –saben de Castilla y Fernando de Aragón– aceptaron su propuesta y le facilitaron tres pequeñas naves del tipo de las utilizadas para la navegación en el Mediterráneo, llamadas carabelas.
El viaje no resultó tranquilo, puesto que la marinería que temía que la expedición terminara en catástrofe cuando se alcanzara el límite del mundo conocido, promovió varios actos de desobediencia que pudieron dar lugar a una revuelta. Pero finalmente, después de 70 días de navegación, las tres carabelas llamadas la Niña, la Pinta y la Santa María –esta última, la nave capitana en la que viajaba Colón como Almirante–, arribaron a la isla de Guanahaní, del archipiélago de las Bahamas, en el mar que se habría de llamar de las Antillas o Caribe, a la que Colón denominó San Salvador y que hoy se llama Watling.
Había pues tocado tierras americanas, es decir, de un continente cuya existencia no se conocía. Colón demostraba así que se podía llegar a cualquier punto de la Tierra navegando en cualquier dirección. Pero Colón no supo nunca que había descubierto un nuevo continente. Aunque luego hizo otros tres viajes más, reconociendo las islas de Cuba, Jamaica y Haití y la costa continental de lo que hoy es Venezuela hasta la desembocadura del gran río Orinoco, creyó siempre que había llegado al Asia, a “las Indias”, como se decía, por lo que a los habitantes de estas regiones se les llamó “indios”. Fueron otros navegantes que siguieron las exploraciones comenzadas por Colón los que se dieron cuenta de que estaban ante un Nuevo Mundo y el nombre de América recuerda a uno de esos pilotos y cosmógrafos: Américo Vespucio.
Los viajes transatlánticos tuvieron el efecto de poner en contacto las poblaciones de sociedades que hasta entonces se desconocían. Es de imaginar la sorpresa que los indígenas de Guanahaní debieron experimentar ante aquellas naves y aquellos hombres que llegaban desde el otro lado del mar. Las carabelas debieron parecerles enormes frente a sus pequeñas canoas y además, su forma sin duda les resultaría muy extraña ya que al moverse al impulso del viento y no a remo, estaban rematadas por la alta arboladura en la que se colocaban las velas. Del mismo modo, sus tripulantes seguramente les parecerían personajes fantásticos, por su color de piel más claro, por sus barbas, por estar cubiertos de ropas, por hablar una lengua que no podían entender y por llevar instrumentos y armas de materiales que ellos desconocían, como el hierro.
En este primer contacto ya se indica el comercio de trueque que tuvo lugar entre españoles –“cristianos”– e “indios”, que se repetiría después todas las veces que se repitieran los encuentros pacíficos entre estos grupos. Los españoles estaban interesados sobre todo por conseguir oro y esto fue un constante estímulo para la conquista de América que siguió al descubrimiento. Por eso, el “encuentro de los dos mundos” no fue plácido ni amistoso; la superioridad del armamento europeo –armas blancas de hierro, corazas y armaduras de hierro, armas de fuego como mosquetes y cañones, empleo del caballo en los combates– hizo que éstos dominaran a los “indios” con relativa facilidad. Una vez consolidado el dominio de los europeos, éstos oprimieron a los “indios” de manera despiadada, sometiéndolos además a agotadores trabajos para que produjeran riquezas para ellos. Las civilizaciones originales de América fueron destruidas y tanto las guerras como la introducción de enfermedades que padecían los conquistadores pero que eran desconocidas para los indígenas, provocaron una gran merma en sus poblaciones.
A medida que progresó la ocupación de los territorios americanos, se produjo la fusión de los europeos con los aborígenes lo que generó una población mestiza. Posteriormente, para sustituir la mano de obra indígena muy disminuida por el sistema de trabajo compulsivo, trajeron negros de áfrica sometidos al régimen de la esclavitud. De igual manera, fue creciendo la inmigración de europeos a las tierras americanas.
Los europeos impusieron su religión, sus formas de organización política, social y económica, su idioma, sus costumbres, su tecnología. Introdujeron en América sus animales domesticados de importancia productiva: caballos, vacunos, ovinos, cerdos y perros; y también sus vegetales útiles, como el trigo, la cebada, el centeno, varias leguminosas, la vid, el olivo, las naranjas y limones, la cebolla y el ajo, el azúcar y el café. Pero tomaron elementos de los indígenas que difundieron por todo el mundo, principalmente productos agrícolas que ellos cultivaban o que conocían y empleaban, como el maíz, la mandioca o yuca, el maní, los zapallos, el algodón nativo, la papa, el boniato o camote, el tomate, los ajíes, las chirimoyas y papayas y otras variadas frutas, el caucho, el chicle, la quina y otras plantas medicinales, el cacao y el tabaco.
El mundo, tal como lo conocemos, presenta una fisonomía que en gran medida ha sido el resultado de aquel encuentro de civilizaciones cuyo inicio tuvo lugar con el primer viaje de Cristóbal Colón. |