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Barcelona, el conflicto entre los recuerdos: “Me duele porque tengo buena memoria”

Valenti analiza la situación catalana y expone sus preocupaciones: “Nunca imaginé que habría hombres y mujeres que precipitarían todo hacia lo peor”.

14.11.2017

Lectura: 5'

2017-11-14T13:41:00-03:00
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Qué difícil es hacer fríos análisis políticos sobre países, ciudades en los que tenemos anclados una parte importante, amorosa de nuestros recuerdos, de nuestras vidas. Me está sucediendo con Barcelona.

Todos los días veo multitudes enormes de personas que manifiestan por cosas opuestas, diferentes y, sin embargo, no hay enfrentamientos, no hay heridos ni muertos. Solo los episodios de violencia de la policía nacional y la guardia civil el día del plebiscito. Solo pido con pasión que no se precipiten, después no hay marcha atrás.

No son multitudes anónimas, lejanas, en escenarios helados por nuestra ignorancia, es Barcelona: las calles de la ciudad vieja (Citat Vella), el barrio gótico y las Ramblas, la Sagrada Familia, pero, sobre todo, esa capacidad que tienen sus vericuetos, sus rincones, sus bares, su mercado de la Boquería, de hacerte sentir en una casa que tienes que descubrir pero que está llena de tus recuerdos lejanos, de edificios de Montevideo y de Buenos Aires. Pocas ciudades me han hecho sentir en mi casa nueva, diferente, acogedora y misteriosa.

En esas calles me he encontrado con tantos personajes de mi historia personal y de la historia de España y de Europa, me topé con estilos tan distintos y rebuscados. No solo por Gaudí y su arquitectura de la curva, del capricho, del inconcluso perpetuo, sino porque a los catalanes les ha quedado esa marca y la ostentan.

No tienen una cocina tan frondosa como la de otras regiones de España, pero se puede comer lo más refinado y elaborado de casi todas las comidas. Es, y fue siempre, un puerto, para recordarlo allá abajo, al final o al principio de las Ramblas, hay una pobre réplica de la carabela de Colón, que le quita solemnidad y grandeza a aquel viaje majestuoso, único que le dio a la Tierra su verdadera dimensión.

Nunca me hubiera extrañado de encontrarme en una callejón estrecho o en un bar de tapas, con Pepe Carvalho, el cocinero detective y revisionista político. Total, si todos estamos montados en aventuras similares.

Recuerdo mi primera visita a Barcelona, cuando el aeropuerto parecía una estación de ferrocarril y te llevaban a ver el Pequeño pueblo español, y con una rápida visita podías apreciar todos los estilos arquitectónicos de España, amontonados en una pequeña colina.

También recuerdo aquel 1976 en que debía volver a Buenos Aires aplastada bajo Videla y me puse a vagar por las calles de El Raval, más conocido como el barrio chino, un lugar desaconsejado para los turistas, pero donde había explotado una de las máximas expresiones de rebeldía contra el franquismo recién sepultado, la pornografía más grosera y primitiva.

La democracia se veía en las portadas de los diarios que desbordaban los quioscos, pero sobre todo en los enormes cartelones que anunciaban espectáculos, obras de teatros de sexo primitivo, grosero y un poco infantil proclamado como un grito. Eran simpáticas esas bofetadas al régimen muerto.

Lo que le pasa a Barcelona, y por extensión a Cataluña, me duele porque tengo buena memoria, de las imágenes de la guerra civil, del puerto despidiendo a los que lograron salvarse, a las brigadas internacionales, y los que desde los muelles esperaban la peste franquista. Muchos de esos nunca más agitaron pañuelos. Recuerdo las imágenes de los anarquistas de Buenaventura Durrutti y los comunistas y socialistas defendiendo la república, pero recelosos y desconfiados entre ellos.

Así como me duele ver los ricos del norte de Italia, los riquitos de la Lombardía y el Véneto, cuyos antecesores vinieron al río de la Plata a buscar la América y, sobre todo trabajo y comida, que ahora se enfrentan a los otros italianos, los del sur, porque hay demasiados pobres. Así me duele Barcelona y Cataluña.

Ese cisma que lo visten de reivindicación histórica, del fin de muchos atropellos, es, en realidad, un ajuste de cuentas con todo su pasado, con Aragón, con España, con Europa, combatido a gritos y consignas, como lo podrían combatir en Bélgica, en Italia, en otras partes de España o Gran Bretaña y cuando los nazis y xenófobos las levantan en Polonia y en Hungría con las viejas imágenes de una fe implacable y fanática.

Miro por televisión a mi querida Barcelona y casi no me encuentro más en sus rincones. Nunca imaginé que serían el teatro de un enfrentamiento de una mitad contra la otra, que habría hombres y mujeres feroces en la ciudad Condal y en Madrid que precipitarían todo hacia lo peor, hacia el odio y el nacionalismo. Que en la casi totalidad de las veces es lo mismo.

Tengo nostalgia de la verdadera historia, de esa tierra de trabajo, de creación, de aventuras artísticas, de canciones que nos inflaron las velas de nuestras almas y de ese perfume a tapas y a buen vino. Y del otro también.

Por Esteban Valenti